PRESENCIA INVISIBLE DEL SEÑOR
Ha acabado la octava; ya se ha
acabado el misterio de la Ascensión; Jesús ya no se mostrará más a
nuestras miradas hasta que venga a juzgar a los vivos y a los muertos.
En adelante sólo la fe nos le revelará y sólo le podremos poseer por el
amor: tal es la condición de nuestra prueba, hasta que, como recompensa
de esta fe y de este amor, seamos admitidos al interior del santuario.
Sin embargo, no murmuremos.
Esperemos, más bien, con esa esperanza que nunca engaña, como dice el
Apóstol (Rom., V, 5).
¿Y cómo no hemos de vivir enteramente en esta esperanza,
cuando Jesús nos ha prometido estar con nosotros hasta la consumación de
los siglos? (Mat., XXVIII, 20). Nunca ya se hará visible, pero siempre estará allá.
¿Podrá, quizás, abandonar a la Iglesia, su esposa? ¿Y no somos nosotros
los miembros de esta esposa amadísima?
LA PROMESA DEL ESPÍRITU SANTO.
— Pero Jesús hace más todavía por nosotros. Si se retira, no lo hace
sin decirnos con una ternura infinita: "No os dejaré huérfanos" (Juan, XIV, 18). Cuando
nos dice: "Es necesario que me vaya", añade: "Si no me marchase no
vendría a vosotros el Consolador" (Ibid., XVI, 7). Este Consolador es el Espíritu Santo,
el Espíritu del Padre y del Hijo que descenderá incesantemente a
nosotros, y que debe permanecer entre nosotros visible en sus obras,
hasta que Jesús vuelva a aparecer para sacar a sus elegidos de un mundo
que merecerá ser abandonado a las llamas. Pero el Espíritu no debe
descender a nosotros mientras no sea enviado, y, como nos enseña el
Evangelista: "No debe ser enviado hasta que Jesús no sea glorificado" (Juan, VII, 39).
Viene a continuar la obra. Pero esta obra debía ser primero llevada a
cabo por el Hijo de Dios hasta el término señalado por los decretos
eternos.
Después de sus trabajos, Jesús
entró en su reposo, llevando consigo la humanidad elevada en él a
honores divinos. El Espíritu Santo no revestirá esta naturaleza; pero
viene a consolarnos de la ausencia de Jesús y a acabar lo que falta
cumplir en la obra de nuestra santificación. Es aquel a quien ya hemos
visto trabajando estos dos días precedentes, cuando contemplamos los
prodigios de fe y de amor, después de la partida de aquel que es el
objeto de la una y del otro. El Espíritu Santo es quien produce la fe en
las almas y al mismo tiempo "derrama la caridad en los corazones"(Rom., V. 5)
Hemos llegado por fin al
momento de ver inaugurarse una nueva serie de maravillas del amor de
Dios a su creatura. Dentro de unas horas el reino del Espíritu Santo va a
comenzar; pero en este último día que nos queda, puesto que mañana va a
inaugurarse ya la solemnidad de Pentecostés, dejémonos arrastrar de esa
legítima necesidad de venerar todavía las huellas de nuestro Redentor
sobre la tierra. La Liturgia nos lo había ido presentando poco a poco,
desde el Adviento en que rodeamos a la Madre divina, esperando con
respeto el momento feliz en que nos diese su fruto bendito; y ahora,
para encontrarle, nos es preciso levantar nuestra mirada hacia el cielo,
salir de este mundo, donde ya no se deja ver.
¡Recuerdos gratos del
trato íntimo que tuvimos tanto tiempo con el Emmanuel, desde que nos
admitió a seguirle en todos sus caminos, ya no podemos relegaros al
olvido! Más aún, contamos con el Espíritu divino para grabaros más
profundamente en nuestras almas. ¿No ha anunciado Jesús que al venir a
nosotros este inefable Consolador nos haría recordar todo lo que
habíamos oído, gustado y experimentado en la compañía de aquel que,
siendo Dios, se dignó vivir con nosotros nuestra vida, para prepararnos a
vivir la suya eternamente?
LA PEREGRINACIÓN DEL CABALLERO.
— San Bernardino de Sena trae en su primer sermón de la fiesta de la
Ascensión una historia emocionante que puede servirnos de instrucción
útil, este día en que damos el último adiós a la presencia visible de
nuestro Redentor. Cuenta que un caballero emprendió un viaje con el
deseo de visitar los lugares que habían sido testigos de los misterios
de nuestra salvación. Quiso empezar su peregrinación por Nazaret, y en
el lugar mismo en que el Verbo se hizo carne, rindió sus homenajes al
amor infinito que le había traído a la tierra desde el cielo, para
sacarnos de nuestra perdición. Belén vio a continuación a nuestro
peregrino llegar a sus muros, buscando el lugar del bienaventurado
nacimiento que nos dio un Salvador. Sus lágrimas se deslizaron
abundantes sobre el lugar en que María había adorado a su recién nacido,
y como cuenta San Francisco de Sales, que también ha querido narrar
esta deliciosa historia, "lamió el polvo sobre el cual había comenzado
la primera infancia del divino bebé".
El viajero, que no temía
recorrer Palestina en todos los sentidos, marchó desde Belén a las
riberas del Jordán, y se detuvo en Bethabara, en el lugar llamado
Betania, donde el Precursor había bautizado al Redentor. Y para honrar
más enteramente este misterio, quiso a su vez penetrar en el cauce del
río, y se bañó en aquellas aguas que le recordaban, las que Jesús se
había dignado santificar por el contacto de sus miembros sagrados. Desde
allí, siguiendo las huellas del Hijo de Dios, penetró en el desierto,
para ver con sus propios ojos el teatro de la penitencia, de los
combates y de la victoria de nuestro Maestro. A continuación dirigió su
marcha hacia el Tabor; allí veneró el misterio de la Transfiguración de
Jesús, cuando dejó brillar ante la vista de tres de sus discípulos
algunos rayos de su gloria.
Por fin, el piadoso caballero
entró en Jerusalén. El Cenáculo le vio recoger con el amor más tierno
los recuerdos del lavatorio de los pies a los discípulos y la
institución del gran misterio de la Eucaristía. Aguijoneado por el deseo
de no dejar una estación sin haber orado en ella con lágrimas, pasó el
torrente de Cedrón y se dirigió al huerto de Getsemaní, donde el
pensamiento de su Salvador, cubierto de sangre, infundió en su corazón
una simpatía inefable hacia la víctima de nuestros pecados. En seguida
le vino a la imaginación la figura de este Salvador cargado de cadenas y
arrastrado por Jerusalén. "Entonces camina—nos dice el Santo Obispo de
Ginebra, a quien conviene dejar la palabra sobre este asunto—, camina
siguiendo por todas partes las huellas de su amado, y le ve en su
imaginación arrastrado de aquí para allá, en casa de Anás, en casa de
Caifás, en casa de Pilatos, en casa de Herodes, azotado, mofado,
escupido, coronado de espinas, presentado al pueblo, condenado a muerte,
cargado con su cruz, y mientras la lleva tiene el encuentro doloroso de
su madre, traspasada de dolor, y de las mujeres de Jerusalén, que
lloran por él.
"Por fin este devoto peregrino
sube al monte Calvario y ve en espíritu la cruz extendida sobre la
tierra y a Nuestro Señor, a quien se tiende y se clava cruelmente en
ella de pies y manos. Luego contempla cómo levantan la cruz y el
crucificado queda en el aire y su sangre surca por todas las partes de
su divino cuerpo. Mira a la pobre Virgen Santísima traspasada
completamente por una espada de dolor; luego vuelve los ojos al Salvador
crucificado, a quien escucha las siete palabras con un amor sin igual;
y, en fin, le ve moribundo, luego muerto, y después recibiendo la
lanzada y mostrando por la abertura de la herida su divino Corazón;
luego quitado de la cruz y llevado a un sepulcro, a donde le sigue
derramando un mar de lágrimas en los lugares regados con la sangre de su
Redentor; a continuación entra en el sepulcro y amortaja su corazón al
lado del cuerpo de su Maestro.
"Más tarde, resucitando con él,
va a Emaús, y ve todo lo que ocurre entre el Señor y los dos
discípulos; y, por fin, volviendo al monte Olívete, donde ocurre el
misterio de la Ascensión, y viendo allí las últimas huellas y vestigios
de los pies del divino Salvador, prosternado sobre ellos y besándolos
mil y mil veces con suspiros de un amor infinito, comenzó a concentrar
en sí toda la intensidad de sus afectos, como un arquero estira su
cuerda cuando quiere disparar su flecha; luego, levantando sus ojos y
sus manos al cielo: "Oh Jesús—dijo—, mi dulce Jesús, ya no sé dónde
buscarte y seguirte más en la tierra. ¡Ay! Jesús, Jesús, amor mío,
concede, pues, a mi corazón te siga y marche contigo a lo alto. Y con
estas ardientes palabras lanzó su alma al cielo, como una saeta sagrada
que, como divino arquero, tiró al blanco de su objeto feliz"
San Bernardino de Sena cuenta
que los compañeros y servidores del piadoso caballero, viéndole sucumbir
al esfuerzo de su amor, corrieron a buscar un médico, pensando que
sería posible todavía volverle a la vida. Pero esta alma bienaventurada
había volado siguiendo al Redentor y dejándonos un monumento inmortal
del amor que pudo nacer en el corazón de un hombre con la sola
contemplación de estos misterios divinos que nosotros hemos seguido a
nuestro gusto, conducidos por la Iglesia, en la sucesión de las escenas
de la Sagrada Liturgia. ¡Ojalá pudiésemos poseer ahora en nosotros a
Cristo, a quien tantas facilidades hemos tenido de conocer! ¡Dígnese el
Espíritu Santo, en su próxima visita, conservar en nuestras almas los
rasgos de este jefe divino, con el cual va a unirnos más estrechamente
todavía!
Año Litúrgico de Guéranger
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