jueves, 1 de junio de 2017

2 de Junio: VIERNES DESPUÉS DE LA OCTAVA DE LA ASCENSIÓN. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

PRESENCIA INVISIBLE DEL SEÑOR 
 
Ha acabado la octava; ya se ha acabado el misterio de la Ascensión; Jesús ya no se mostrará más a nuestras miradas hasta que venga a juzgar a los vivos y a los muertos. En adelante sólo la fe nos le revelará y sólo le podremos poseer por el amor: tal es la condición de nuestra prueba, hasta que, como recompensa de esta fe y de este amor, seamos admitidos al interior del santuario. 


Sin embargo, no murmuremos. Esperemos, más bien, con esa esperanza que nunca engaña, como dice el Apóstol (Rom., V, 5).

¿Y cómo no hemos de vivir enteramente en esta esperanza, cuando Jesús nos ha prometido estar con nosotros hasta la consumación de los siglos? (Mat., XXVIII, 20). Nunca ya se hará visible, pero siempre estará allá. ¿Podrá, quizás, abandonar a la Iglesia, su esposa? ¿Y no somos nosotros los miembros de esta esposa amadísima? 

LA PROMESA DEL ESPÍRITU SANTO. — Pero Jesús hace más todavía por nosotros. Si se retira, no lo hace sin decirnos con una ternura infinita: "No os dejaré huérfanos" (Juan, XIV, 18). Cuando nos dice: "Es necesario que me vaya", añade: "Si no me marchase no vendría a vosotros el Consolador" (Ibid., XVI, 7). Este Consolador es el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo que descenderá incesantemente a nosotros, y que debe permanecer entre nosotros visible en sus obras, hasta que Jesús vuelva a aparecer para sacar a sus elegidos de un mundo que merecerá ser abandonado a las llamas. Pero el Espíritu no debe descender a nosotros mientras no sea enviado, y, como nos enseña el Evangelista: "No debe ser enviado hasta que Jesús no sea glorificado" (Juan, VII, 39). Viene a continuar la obra. Pero esta obra debía ser primero llevada a cabo por el Hijo de Dios hasta el término señalado por los decretos eternos. 

Después de sus trabajos, Jesús entró en su reposo, llevando consigo la humanidad elevada en él a honores divinos. El Espíritu Santo no revestirá esta naturaleza; pero viene a consolarnos de la ausencia de Jesús y a acabar lo que falta cumplir en la obra de nuestra santificación. Es aquel a quien ya hemos visto trabajando estos dos días precedentes, cuando contemplamos los prodigios de fe y de amor, después de la partida de aquel que es el objeto de la una y del otro. El Espíritu Santo es quien produce la fe en las almas y al mismo tiempo "derrama la caridad en los corazones"(Rom., V. 5)

Hemos llegado por fin al momento de ver inaugurarse una nueva serie de maravillas del amor de Dios a su creatura. Dentro de unas horas el reino del Espíritu Santo va a comenzar; pero en este último día que nos queda, puesto que mañana va a inaugurarse ya la solemnidad de Pentecostés, dejémonos arrastrar de esa legítima necesidad de venerar todavía las huellas de nuestro Redentor sobre la tierra. La Liturgia nos lo había ido presentando poco a poco, desde el Adviento en que rodeamos a la Madre divina, esperando con respeto el momento feliz en que nos diese su fruto bendito; y ahora, para encontrarle, nos es preciso levantar nuestra mirada hacia el cielo, salir de este mundo, donde ya no se deja ver.

¡Recuerdos gratos del trato íntimo que tuvimos tanto tiempo con el Emmanuel, desde que nos admitió a seguirle en todos sus caminos, ya no podemos relegaros al olvido! Más aún, contamos con el Espíritu divino para grabaros más profundamente en nuestras almas. ¿No ha anunciado Jesús que al venir a nosotros este inefable Consolador nos haría recordar todo lo que habíamos oído, gustado y experimentado en la compañía de aquel que, siendo Dios, se dignó vivir con nosotros nuestra vida, para prepararnos a vivir la suya eternamente? 

LA PEREGRINACIÓN DEL CABALLERO. — San Bernardino de Sena trae en su primer sermón de la fiesta de la Ascensión una historia emocionante que puede servirnos de instrucción útil, este día en que damos el último adiós a la presencia visible de nuestro Redentor. Cuenta que un caballero emprendió un viaje con el deseo de visitar los lugares que habían sido testigos de los misterios de nuestra salvación. Quiso empezar su peregrinación por Nazaret, y en el lugar mismo en que el Verbo se hizo carne, rindió sus homenajes al amor infinito que le había traído a la tierra desde el cielo, para sacarnos de nuestra perdición. Belén vio a continuación a nuestro peregrino llegar a sus muros, buscando el lugar del bienaventurado nacimiento que nos dio un Salvador. Sus lágrimas se deslizaron abundantes sobre el lugar en que María había adorado a su recién nacido, y como cuenta San Francisco de Sales, que también ha querido narrar esta deliciosa historia, "lamió el polvo sobre el cual había comenzado la primera infancia del divino bebé". 

El viajero, que no temía recorrer Palestina en todos los sentidos, marchó desde Belén a las riberas del Jordán, y se detuvo en Bethabara, en el lugar llamado Betania, donde el Precursor había bautizado al Redentor. Y para honrar más enteramente este misterio, quiso a su vez penetrar en el cauce del río, y se bañó en aquellas aguas que le recordaban, las que Jesús se había dignado santificar por el contacto de sus miembros sagrados. Desde allí, siguiendo las huellas del Hijo de Dios, penetró en el desierto, para ver con sus propios ojos el teatro de la penitencia, de los combates y de la victoria de nuestro Maestro. A continuación dirigió su marcha hacia el Tabor; allí veneró el misterio de la Transfiguración de Jesús, cuando dejó brillar ante la vista de tres de sus discípulos algunos rayos de su gloria. 

Por fin, el piadoso caballero entró en Jerusalén. El Cenáculo le vio recoger con el amor más tierno los recuerdos del lavatorio de los pies a los discípulos y la institución del gran misterio de la Eucaristía. Aguijoneado por el deseo de no dejar una estación sin haber orado en ella con lágrimas, pasó el torrente de Cedrón y se dirigió al huerto de Getsemaní, donde el pensamiento de su Salvador, cubierto de sangre, infundió en su corazón una simpatía inefable hacia la víctima de nuestros pecados. En seguida le vino a la imaginación la figura de este Salvador cargado de cadenas y arrastrado por Jerusalén. "Entonces camina—nos dice el Santo Obispo de Ginebra, a quien conviene dejar la palabra sobre este asunto—, camina siguiendo por todas partes las huellas de su amado, y le ve en su imaginación arrastrado de aquí para allá, en casa de Anás, en casa de Caifás, en casa de Pilatos, en casa de Herodes, azotado, mofado, escupido, coronado de espinas, presentado al pueblo, condenado a muerte, cargado con su cruz, y mientras la lleva tiene el encuentro doloroso de su madre, traspasada de dolor, y de las mujeres de Jerusalén, que lloran por él.

"Por fin este devoto peregrino sube al monte Calvario y ve en espíritu la cruz extendida sobre la tierra y a Nuestro Señor, a quien se tiende y se clava cruelmente en ella de pies y manos. Luego contempla cómo levantan la cruz y el crucificado queda en el aire y su sangre surca por todas las partes de su divino cuerpo. Mira a la pobre Virgen Santísima traspasada completamente por una espada de dolor; luego vuelve los ojos al Salvador crucificado, a quien escucha las siete palabras con un amor sin igual; y, en fin, le ve moribundo, luego muerto, y después recibiendo la lanzada y mostrando por la abertura de la herida su divino Corazón; luego quitado de la cruz y llevado a un sepulcro, a donde le sigue derramando un mar de lágrimas en los lugares regados con la sangre de su Redentor; a continuación entra en el sepulcro y amortaja su corazón al lado del cuerpo de su Maestro. 

"Más tarde, resucitando con él, va a Emaús, y ve todo lo que ocurre entre el Señor y los dos discípulos; y, por fin, volviendo al monte Olívete, donde ocurre el misterio de la Ascensión, y viendo allí las últimas huellas y vestigios de los pies del divino Salvador, prosternado sobre ellos y besándolos mil y mil veces con suspiros de un amor infinito, comenzó a concentrar en sí toda la intensidad de sus afectos, como un arquero estira su cuerda cuando quiere disparar su flecha; luego, levantando sus ojos y sus manos al cielo: "Oh Jesús—dijo—, mi dulce Jesús, ya no sé dónde buscarte y seguirte más en la tierra. ¡Ay! Jesús, Jesús, amor mío, concede, pues, a mi corazón te siga y marche contigo a lo alto. Y con estas ardientes palabras lanzó su alma al cielo, como una saeta sagrada que, como divino arquero, tiró al blanco de su objeto feliz" 

San Bernardino de Sena cuenta que los compañeros y servidores del piadoso caballero, viéndole sucumbir al esfuerzo de su amor, corrieron a buscar un médico, pensando que sería posible todavía volverle a la vida. Pero esta alma bienaventurada había volado siguiendo al Redentor y dejándonos un monumento inmortal del amor que pudo nacer en el corazón de un hombre con la sola contemplación de estos misterios divinos que nosotros hemos seguido a nuestro gusto, conducidos por la Iglesia, en la sucesión de las escenas de la Sagrada Liturgia. ¡Ojalá pudiésemos poseer ahora en nosotros a Cristo, a quien tantas facilidades hemos tenido de conocer! ¡Dígnese el Espíritu Santo, en su próxima visita, conservar en nuestras almas los rasgos de este jefe divino, con el cual va a unirnos más estrechamente todavía!


Año Litúrgico de Guéranger



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