EL CANÓNIGO REGULAR. —
De los hijos de San Francisco de Asís, el más conocido, el más poderoso
ante los hombres y ante Dios, es S. Antonio, cuya fiesta celebramos
hoy.
Su vida fue corta: a los treinta y cinco años
volaba al cielo. Pero este corto número de años no impidió al Señor
preparar a su elegido para la alta misión que debía cumplir: tan verdad
es que, en los hombres apostólicos, lo que importa a Dios, que debe
hacer de ellos el instrumento de salvación de muchas almas, no es tanto
el tiempo que podrían dedicar a las obras exteriores, cuanto su propia
santificación y su abandono absoluto a los designios de la Providencia.
Se diría que la Sabiduría eterna se complacía en destruir hasta los
últimos momentos todos los planes de S. Antonio. De sus veinte años de
vida religiosa, pasó diez con los canónigos regulares, adonde el divino
llamamiento dirigió los pasos de su graciosa inocencia cuando contaba
quince años. Allí su alma seráfica se eleva a las alturas, que la
retienen para siempre, al parecer, en el secreto de la paz de Dios,
cautivada por los esplendores de la Liturgia, el estudio de las Sagradas
Escrituras y el silencio del claustro.
EL FRAILE MENOR. —
De pronto el Espíritu divino le invita al martirio: y le vemos
abandonar su claustro amado y seguir a los Frailes Menores a playas en
las cuales muchos han recibido ya la palma gloriosa. Pero el martirio
que le espera, es el del amor; enfermo, reducido a la impotencia antes
que su celo haya podido trabajar en el suelo africano, la obediencia le
llama a España, y he aquí que una tempestad le arroja a las costas de
Italia. Por entonces S. Francisco de Asís reunía por tercera vez,
después de su fundación, a toda su admirable familia. Antonio apareció
allí, tan humilde, tan modesto, que nadie se preocupó de él. El ministro
de la provincia de Bolonia fue quien le recogió, y, no encontrando en
él ninguna capacidad para el apostolado, le señaló como residencia la
ermita del monte de S. Pablo. Su cargo fue el de ayudar al cocinero y
barrer la casa. Durante este tiempo, los canónigos de S. Agustín
lloraban a aquel que poco antes había sido la gloria de su orden por su
nobleza, su ciencia y su santidad.
EL PREDICADOR. —
Pero luego sonó la hora que la Providencia se había reservado para
manifestar al mundo a su siervo Antonio. Una alocución que
inopinadamente tuvo que dirigir a sus hermanos jóvenes, revela tan
maravillosa elocuencia, que sus superiores, reconociendo su yerro, en
seguida le hacen predicador. Los prodigios continuos, en el orden
natural y de la gracia, aureolan los púlpitos en que predica el humilde
fraile. En Roma, mereció el glorioso título de arca del Testamento. En
Bolonia y en el norte de Italia convirtió a multitudes de herejes, y en
la última cuaresma que predicó en Lombardía, introdujo profundas
reformas sociales en favor de los pobres y desgraciados. En Padua, en
Verona, le pidieron frecuentemente su intervención en los negocios
temporales. Nos es imposible seguir en todos sus pasos su estela
luminosa; pero no podemos olvidar que pertenece a Francia una gran parte
de los años de su poderoso ministerio.
SAN ANTONIO Y FRANCIA.
— San Francisco había deseado ardientemente evangelizar personalmente a
Francia infestada en gran parte por la herejía; pero, al menos, envió a
su hijo más querido, a su imagen viviente. Lo que había sido Santo
Domingo en la primera cruzada contra los albigenses, lo fue Antonio en
la segunda; y entonces fue cuando mereció el apelativo de martillo de la
herejía. Desde la Provenza a Berry, todas las provincias se ven
removidas por su ardiente palabra. Predica en Bourges, en Limoges y
Arlés. Fue guardián en Lemousín. Fundó el convento de Brive, en el cual
se muestran aún las grutas que habitó. De todas partes acudían las
multitudes a oírle. En medio de sus triunfos y sus fatigas, el cielo
fortalece con deliciosos favores su alma, que ha permanecido como la de
un niño. En una casa solitaria del Limousín, el Niño Jesús, radiante con
una admirable belleza, descendió un día a sus brazos, le prodigó sus
caricias y le pidió las suyas. Un día de la Asunción, que estaba muy
triste con ocasión de cierto pasaje del Oficio de aquella época, poco
favorable a la subida de Nuestra Señora al cielo en cuerpo y alma, la
Virgen fue a consolarle en su pobre celda, le aseguró la verdadera
doctrina y le dejó extasiado por el encanto de su rostro y de su voz
melodiosa.
LOS OBJETOS PERDIDOS.
— Se cuenta que en la ciudad de Montpellier, donde enseñaba teología a
los Frailes, como desapareciese su Comentario a los Salmos, el mismo
Satanás obligó al ladrón a devolver el libro cuya pérdida tanta pena
causaba al santo. Muchos ven en este hecho el origen de la devoción que
reconoce a S. Antonio como el patrón de los objetos perdidos: devoción
que se apoya desde su origen en los milagros más resonantes y que se
halla confirmada hasta nuestros días por gracias incontables.
VIDA.- Antonio
nació en Lisboa hacia 1195. Admitido a la edad de quince años en los
Canónigos Regulares de San Vicente de Fora en esta misma ciudad, fue
enviado dos años más tarde al Monasterio de Sta. Cruz de Coimbra para
cursar sus estudios. En 1220, anhelando el martirio, entró en los
Frailes Menores, que le mudaron su nombre de Fernando por el de Fray
Antonio de Olivares. Aquel mismo año partió a Marruecos, pero, al cabo
de algunas semanas, una enfermedad le forzó a reembarcar. Arrojado por
una tempestad a Sicilia, tuvo que quedarse en Italia. En 1221, asistió
al capítulo general, del cual le enviaron a la ermita de San Pablo cerca
de Forli. Poco después comenzó su carrera de predicador en Italia del
Norte y de 1223 a 1226 en Francia. Fijóse finalmente en Padua, donde
murió el 13 de Junio de 1231. Al año siguiente le canonizó Gregorio IX;
y, como las obras que nos dejó, manifiestan sus dones de teólogo,
apologista, exégeta y moralista, Pío XII en 1946 le proclamó Doctor de
la Iglesia.
EL ESPÍRITU DE INFANCIA.
— La sencillez de tu alma, glorioso S. Antonio, hizo de ti el dócil
instrumento del Espíritu del amor. La infancia evangélica es el tema del
primero de los discursos que dedica a tu alabanza el Doctor seráfico;
la Sabiduría, que fue en ti el fruto de esta infancia bendita, forma el
tema del segundo. Fuiste prudente, oh Antonio, porque desde tus primeros
años procuraste alcanzar la Sabiduría eterna, y, no queriendo que se
alejase de ti, tuviste gran cuidado de encerrar tu amor en el claustro,
en presencia de Dios, para saborear sus delicias. No ambicionabas más
que el silencio y la obscuridad en su divino trato; y, aún aquí en la
tierra, tuvo ella sus delicias en adornarte con toda clase de
resplandores. Iba ante ti; tú la seguías gozoso, únicamente por ella
sola, sin saber que encontrarías todos los bienes con su compañía. (Sap., VII)
¡Feliz infancia, a la cual ahora, como en tu tiempo, ha reservado Dios
la Sabiduría y el amor!
EL DEFENSOR DE LA FE.
— Como recompensa a tu sumisión amorosa al Padre celestial, los pueblos
te obedecieron, los tiranos más feroces temblaron a tu voz. (Sap., VIII, 14-15). Sólo la
herejía se negó una vez a escuchar tu palabra, pero los peces salieron a
tu defensa, pues, vinieron en masa, ante las miradas de toda una
ciudad, a escuchar la palabra que no quisieron recibir los sectarios.
Mas ¡ay!, el error, que no acudía a oír tu voz, no se contenta ahora con
eso; quiere hablar solo. Cambiando de forma, renaciendo siempre,
intrigando en todos los países por medio del comunismo ateo y la
masonería, todo el mundo aspira ese veneno. Oh tú, que todos los días
socorres a tus devotos en sus necesidades privadas, tú que tienes ahora
en el cielo el mismo poder que tuviste sobre la tierra, socorre a la
Iglesia, al pueblo de Dios y a la sociedad, más universal y
profundamente perseguida que nunca. Oh Arca del Testamento, vuelve al
estudio de la Sagrada Escritura a nuestra generación sin fe y sin amor;
martillo de la herejía, hiere con esos golpes que regocijan a los
ángeles y hacen temblar al infierno.
Año Litúrgico de Guéranger
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