jueves, 8 de junio de 2017

9 de Junio: VIERNES DE PENTECOSTÉS. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger. DON DE ENTENDIMIENTO.

EL ESPÍRITU SANTO EN EL CORAZON DEL CRISTIANO 
 
Hasta aquí hemos considerado la acción del Espíritu Santo en la Iglesia; ahora la consideraremos en una extensión más reducida; necesitamos estudiarla en el corazón del cristiano. Expresaremos nuestros sentimientos de admiración y reconocimiento para con este Espíritu, que se digna atender a todas nuestras necesidades y conducirnos al fin dichoso para el que hemos sido criados. 


Así como el Espíritu Santo, enviado "para permanecer en nosotros", se ocupa en sostener y dirigir la Iglesia, para que sea siempre la Esposa fiel de Jesús, del mismo modo se interesa por nosotros para hacernos miembros dignos de este Jefe santo y glorioso. Su misión es unirnos a Jesús tan estrechamente, de modo que seamos incorporados a Él. A Él pertenece el crearnos en el orden sobrenatural, darnos y conservarnos la vida de la gracia, aplicándonos los méritos que Jesús, nuestro mediador y salvador, nos ha adquirido. 


LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU FUERA DE LA ESENCIA DIVINA. — Esta misión del Espíritu Santo que le ha sido confiada por el Padre y el Hijo, y que Él ejerce en el género humano, es sublime. En el seno de la divinidad el Espíritu Santo es producido y no produce. El Padre engendra al Hijo, el Padre y el Hijo producen al Espíritu Santo; esta diferencia se funda en la misma naturaleza divina que no está ni puede estar sino en tres personas. De ahí resulta, como enseñan los Padres, que el Espíritu Santo ha recibido para comunicarla fuera de sí la fecundidad que no ejerce en la esencia divina. Cuando se trata de producir la Humanidad del Hijo de Dios en el seno de María, Él es quien obra; y si se trata de crear al cristiano del fondo de la corrupción original y de llamarle a la vida de la gracia, también Él es quien ejerce su acción: de suerte que, según la enérgica expresión de San Agustín, "la misma gracia que en sus comienzos produjo a Cristo, produce al cristiano cuando comienza a creer; el mismo Espíritu, por el que Cristo fue concebido, es el principio del nuevo nacimiento del fiel" (San Agustín, de la predestinación de los santos., cap. 15). 


DA LA VIDA SOBRENATURAL. — Hemos tratado por extenso de la acción del Espíritu Santo en la formación y gobierno de la Iglesia; porque su obra principal es la de formar en la tierra a la Esposa del Hijo de Dios, de quien nos vienen todos los bienes. Es la depositaría de una parte de las gracias de este augusto Paráclito que se ha dignado ponerse a su disposición para salvarnos y santificarnos. Por nosotros también la ha hecho católica y visible a las miradas de todos, para que podamos hallarla más fácilmente; por nosotros mantiene en ella la verdad y la santidad para que nos empapemos en estas dos fuentes. Ahora consideremos lo que obra en las almas y en seguida nos hallaremos frente a su poder creador. ¿No es, acaso, verdadera creación el sacar un alma de la ruina original en que se hallaba sumergida o, lo que es aún más admirable, hacer que un alma, desfigurada por el pecado voluntario y personal, llegue a hacerse en un momento hija adoptiva del Padre celestial y miembro del Hijo de Dios? El Padre y el Hijo se complacen al ver cómo realiza esta obra el Espíritu Santo, que es su amor mutuo. Le han enviado para que obre y proceda como Señor en su misión y donde quiera que reine, reinen también ellos. 


El alma elegida ha sido presentada desde la eternidad a la Santísima Trinidad; pero, llegado el momento, el Espíritu desciende. Se apodera de esta alma como de objeto destinado a su amor. El vuelo de la misericordiosa paloma es más rápido que el del águila que cae sobre su presa. Si la voluntad humana no pone resistencia a su acción, ocurrirá a esta alma lo que ocurrió a la misma Iglesia, es decir: que "lo que no era triunfará de lo que era" (1 Cor., I, 28). Entonces se ven admirables prodigios: "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom., V, 20). 


Hemos visto al Emmanuel conferir a las aguas la virtud de purificar las almas; mas recordemos que, cuando descendió a las ondas del Jordán, vino la paloma a posarse en su cabeza y tomó posesión del elemento regenerador. La fuente bautismal queda en su poder. "Allí es, nos dice el gran San León, donde preside al nuevo nacimiento del hombre, haciendo fecunda la fuente sagrada como en otra ocasión fecundó el seno de la Virgen, con la diferencia de que el pecado estuvo ausente de la concepción del Hijo de Dios, mientras que el misterioso lavatorio lo destruye en nosotros" (Sermón 26, sobre el Nacimiento del Señor, 4). 


¡Con qué ternura contempla el Espíritu divino esta nueva criatura que sale de las aguas! ¡Con qué amor tan impetuoso entra en ella! Es el don del Dios Altísimo enviado para morar en nosotros. Tiene su habitación en esta alma completamente nueva, ya sea del niño de un día, ya la del adulto cargado de años. Se complace en esta estancia que ambicionó desde la eternidad; la inunda con su fuego y con su luz; y como por naturaleza es inseparable de las otras personas divinas, su presencia es causa de que el Padre y el Hijo vengan a hacer su morada en esta alma. 


Mas el Espíritu Santo ejerce su propia acción y su misión santificadora, y para comprender la naturaleza de su presencia en el cristiano hay que saber que no se limita tan sólo al alma. El cuerpo forma también parte del hombre y también él participa de la regeneración; por esto el Apóstol, a la vez que nos revela la "morada" del Espíritu en nosotros nos enseña que nuestros mismos miembros materiales son su templo. Quiere Él que sirvan a la justicia y santidad; deposita en ellos un germen de inmoralidad que les preservará de la podredumbre del sepulcro, de suerte que, el día de la resurrección, volverán a aparecer más espiritualizados, conservando la señal del espíritu que los ocupó en esta vida mortal. 


ADORNA EL ALMA CON LAS VIRTUDES Y DONES. — Siendo, pues, el cristiano morada del Espíritu Santo, no debemos extrañarnos de que este divino Espíritu trate de adornar dignamente la habitación que ha elegido. ¿Qué aderezo más noble que el de las virtudes teologales: la Fe, que nos pone en posesión segura y substancial de las verdades divinas que nuestra inteligencia no puede alcanzar; la Esperanza, que pone a nuestro alcance el socorro divino que necesitamos y la felicidad eterna que esperamos; la Caridad, que nos une a Dios con el lazo más fuerte y dulce? Ahora bien, estas tres virtudes, estos tres medios por los que el hombre regenerado está relacionado con su fin, los debe el cristiano a la presencia del Espíritu Santo, el cual se ha dignado dejar como señal de su venida este triple beneficio, que excede a todos nuestros méritos pasados, presentes y futuros. 


Debajo de las tres virtudes teologales pone otras cuatro, que son como los cimientos de la vida moral del hombre: la Prudencia, la Justicia, la Fortaleza y la Templanza, cualidades naturales que transforma, adaptándolas al fin sobrenatural del cristiano. Como último adorno que añade a su morada, deposita, finalmente, en ella el sagrado septenario de sus dones, para introducir el movimiento y la vida en las siete virtudes. 


COMUNICA LA GRACIA SANTIFICANTE. — Mas estas virtudes y dones que tienden a Dios exigen el elemento superior, que es el medio esencial de la unión con Él: elemento indispensable y al que nada puede sustituir, alma del alma, principio vivificante, sin el cual ella no podría ver ni poseer a Dios: es la gracia santificante. ¡Con qué satisfacción la infunde el Espíritu divino en aquella alma en que entra y a la que hace objeto de las divinas complacencias! Entre esta gracia y la presencia del Espíritu Santo existe una estrecha alianza; tanto, que si el alma diese entrada al pecado mortal, el Espíritu dejaría de habitar en esta alma en el mismo momento en que desapareciese la gracia santificante. 


... Y LAS GRACIAS ACTUALES. — Vela, también, sobre su herencia y no está nunca ocioso. Las virtudes que ha infundido en esta alma no deben permanecer inertes; es necesario que den fruto de actos virtuosos y que el mérito que adquieran acreciente el poder del elemento fundamental, que fortifique y desarrolle esta gracia santificante que tan estrechamente une al cristiano con Dios. El Espíritu Santo no deja de impulsar al alma para que obre, ya interior, ya exteriormente, por medio de estos toques divinos que la teología llama gracias actuales. Consigue así que su criatura se eleve en el bien y que se enriquezca y se afiance cada día más para que pueda dar gloria a su autor, el cual quiere que sea fecunda y activa. 


INSPIRA LA ORACIÓN. — Con esta intención, el Espíritu, que se ha entregado a ella, que habita en ella con ternura tan viva, la empuja a la oración, mediante la cual podrá alcanzarlo todo: luz, fortaleza y éxitos. Pero dice el Apóstol: "¿Sabemos cómo hay que orar?" El mismo responde a esta pregunta valiéndose de su experiencia: "El Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables" (Rom., VIII, 26). Además, el Espíritu divino se asocia a todas nuestras necesidades, es Dios, y gime como la paloma, para unir sus peticiones a las nuestras. "Grita a Dios en nuestros corazones", dice el mismo Apóstol, asegurándonos con su presencia y sus operaciones en nosotros que somos hijos de Dios ¿Puede haber algo más íntimo y debemos extrañarnos de que Jesús nos haya dicho que para recibir no hay más que pedir, cuando su mismo Espíritu es quien pide en nosotros? 


AYUDA A LA ACCIÓN. — Siendo autor de la oración, coopera a la acción poderosamente. Su intimidad con el alma hace que no deje a esta más que la libertad necesaria para el mérito; por lo demás, Él la mueve, la sostiene y la dirige, de tal suerte, que ella, a su vez, no tiene más que cooperar a lo que Él hace en ella y por ella. En esta acción común del Espíritu y del cristiano, el Padre celestial reconoce a aquellos que le pertenecen, y por esto nos dice el Apóstol: "Aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rom., VIII, 14). ¡Dichosa compañía que lleva al cristiano a la vida eterna y que hace triunfar en él a Jesús, cuyas huellas imprime el Espíritu Santo en su criatura para que sea miembro digno de ser incorporado a su Jefe! 


ES ARROJADO POR EL DEMONIO. — Mas, ¡ay!, esta sociedad puede disolverse. Nuestra libertad, que se perfecciona en el cielo, puede ocasionar, y muchas veces ocasiona, la ruptura entre el Espíritu santificador y el hombre santificado. El malvado deseo de independencia y las pasiones que el hombre podría dominar si fuese dócil al Espíritu, hace que el corazón imprudente codicie las cosas que son inferiores a él. Satanás, envidioso del reino del Espíritu, intenta hacer brillar a los ojos de los hombres la engañosa imagen de un bien o de una satisfacción fuera de Dios. El mundo, que es también un espíritu malo, quiere rivalizar con el Espíritu del Padre y del Hijo. Sutil, audaz, activo, llama la atención por su modo de seducir, y nadie podrá contar los naufragios que ha causado. Los cristianos fuimos amonestados por Jesús, que nos declaró que no rogaría por él; y también por el Apóstol, que nos advierte que "no es el espíritu del mundo lo que nosotros hemos recibido, sino el Espíritu de Dios". 


Con todo eso, con frecuencia tiene lugar el divorcio entre el hombre y su huésped divino, precedido de ordinario de un enfriamiento de la criatura para con su bienhechor. Una falta de atención, una ligera desobediencia, he ahí los preludios de la ruptura. Entonces tiene lugar en el Espíritu Santo ese disgusto que tan claramente muestra el amor que tiene al alma, y que el Apóstol nos revela tan expresivamente al recomendarnos que no contristemos al espíritu que puso en nosotros la señal de su sello el día que nos trajo la redención (Efes., IV, 30). Palabra llena de profundo sentimiento y que nos revela . la responsabilidad que lleva consigo el pecado venial. La morada del Espíritu Santo en el alma llega a serle causa de amargura, y es de temer una separación; y si, como enseña San Agustín, "Él no abandona si no es abandonado", y si la gracia santificante sigue aún, las gracias actuales vienen a ser más escasas y menos eficaces. Mas el colmo de la desgracia tiene lugar con la ruptura del pacto sagrado que unía en alianza tan íntima al alma con el Espíritu divino. El pecado mortal es un acto de grandísima audacia y de cruel ingratitud. Este Espíritu tan lleno de dulzura se ve expulsado del asilo que se había escogido y que tan ricamente había embellecido. Es el colmo del ultraje y no debemos admirarnos de la indignación del Apóstol cuando exclama: "¿Qué suplicio no merece aquel que ha pisoteado al Hijo de Dios, que ha despreciado la sangre de la alianza y hace tal injuria al Espíritu de gracia?" (Hebr., X, 29)


PREPARA EL ALMA PARA LA CONTRICIÓN. — Con todo eso, esta desoladora situación del cristiano infiel con el Espíritu Santo puede excitar la compasión del que, siendo Dios, nos ha sido enviado para ser nuestro huésped lleno de mansedumbre. ¡Es tan triste el estado del que al arrojar al Espíritu divino ha perdido el alma de su alma, que ha visto extinguirse en el mismo instante la llama de la gracia santificante y perderse todos los méritos que había conseguido! ¡Cosa admirable y digna de terno reconocimiento! El Espíritu Santo, arrojado del corazón del hombre, intenta volver a entrar en él. Tal es la extensión de misión que ha recibido del Padre y del Hijo. Aquel que es amor y que por amor no quiere que se pierda el despreciable e ingrato gusano que había querido elevar hasta la participación de la naturaleza divina. 


Se le verá, pues, con una abnegación, cuyo secreto sólo posee el amor, hacer como el asedio de esta alma, hasta que de nuevo se haya apoderado de ella. La atormentará con el terror de la justicia de Dios, la hará sentir la vergüenza y la desgracia donde se precipita quien ha perdido la vida de su alma. La aparta de este modo del mal con estos primeros golpes, que el Santo Concilio de Trento llama "impulsos del Espíritu Santo que mueve al alma desde afuera, sin habitar todavía en ella" (Ses., 14, cap. IV). El alma inquieta y descontenta de sí misma acaba por tratar de reconciliarse; rompe los lazos de su esclavitud, y luego el sacramento de la Penitencia infundirá en ella el amor que reanima la vida, completando con esto la justificación. ¿Quién podrá expresar la alegría y el triunfo del Espíritu Santo a la nueva entrada en su casa? El Padre y el Hijo vuelven a esta morada manchada poco ha y quizás desde hace tiempo. Todo vuelve a revivir en el alma renovada; la gracia santificante renace en ella como al salir de la pila bautismal. Los méritos adquiridos habían desarrollado su poder, pero les hemos visto naufragar en la tempestad; pero son restituidos por completo, y el Espíritu de vida se alegra al ver que su poder es igual a su amor. 


Este cambio tan maravilloso no tiene lugar una sola vez en un siglo; se realiza cada día y cada hora. Tal es la misión del Espíritu Santo. Vino a santificar al hombre y es necesario que lo haga. Vino el Hijo de Dios y se entregó a nosotros. Viendo que éramos presa de Satanás, nos rescató con el precio de su sangre; hizo lo posible para llevarnos a Él y a su Padre; y al subir a los cielos para preparar nuestro lugar, en seguida nos envió su mismo Espíritu, para que fuese nuestro segundo Consolador hasta su vuelta. Y he aquí que este auxiliar celestial ha puesto manos a la obra. Deslumhrados por la magnificencia de sus actos, celebremos con efusión el amor con que nos ha tratado, el poder y sabiduría que ha desarrollado en el cumplimiento de su misión. ¡Sea Él bendito, glorificado, conocido en este mundo que le debe todo, en la Iglesia, de la que es el alma, y en los millones de corazones que desea habitar para salvarlos y hacerlos eternamente felices! 


Este día está consagrado al ayuno como el miércoles anterior. Mañana tendrá lugar la ordenación de sacerdotes y ministros sagrados. Es necesario instar más vivamente a Dios para alcanzar de Él que la efusión de la gracia sea tan abundante como augusto y permanente será el carácter que el Espíritu imprimirá en los que le sean presentados. 


En Roma, la Estación tiene lugar hoy en la basílica de los doce Apóstoles, donde están las reliquias de San Felipe y de Santiago el Menor. Nunca será más a propósito recordar a los moradores del Cenáculo que en estos días que toda la Iglesia los saluda como a los primeros huéspedes del Espíritu Santo. 


EL DON DE ENTENDIMIENTO 


Este sexto don del Espíritu Santo hace que el alma entre en camino superior a aquel por el que hasta ahora marchaba. Los cinco primeros dones tienen como objeto la acción. El Temor de Dios coloca al hombre en su grada, humillándole; la Piedad abre su corazón a los afectos divinos; la Ciencia hace que distinga el camino de la salvación del camino de la perdición; la Fortaleza la prepara para el combate; el Consejo le dirije en sus pensamientos y en sus obras; con esto puede obrar ya y proseguir su camino con la esperanza de llegar al término. Mas la bondad del Espíritu divino la guarda otros favores aún. Ha determinado hacerla disfrutar en esta vida de un goce anticipado de la felicidad que la reserva en la otra. De esta manera afianzará su marcha, animará su valor y recompensará sus esfuerzos. La via de la contemplación estará para ella abierta de par en par y el Espíritu divino la introducirá en ella por medio del Entendimiento. 



Al oír la palabra contemplación, muchos, quizá, se inquieten, falsamente persuadidos de que lo que esa palabra significa no puede hallarse sino en las especiales condiciones de una vida pasada en el retiro y lejos del trato de los hombres. He aquí un grave y peligroso error, que a menudo retiene el vuelo de las almas. La contemplación es el estado a que, en cierta medida, está llamada toda alma que busca a Dios. No consiste ella en los fenómenos que el Espíritu Santo quiere manifestar en algunas personas privilegiadas, que destina a gustar la realidad de la vida sobrenatural. Sencillamente, consiste en las relaciones más íntimas que hay entre Dios y el alma que le es fiel en la acción; si no pone obstáculo, a esa alma la están reservados dos favores, el primero de los cuales es el don de Entendimiento, que consiste en la iluminación del Espíritu alumbrado en adelante con una luz superior. 


Esta luz no quita la fe, sino que esclarece los ojos del alma fortificándola y la da una vista más profunda de las cosas divinas. Se disipan muchas nubes que provenían de la flaqueza y tosquedad del alma no iniciada aún. La belleza encantadora de los misterios que no se sentía sino de un modo vago se revela y aparecen inefables e insospechadas armonías. No se trata de la visión cara a cara reservada para la eternidad, pero tampoco el débil resplandor que dirigía los pasos. Un conjunto de analogías, de conveniencias que sucesivamente aparecen a los ojos del espíritu producen una certeza muy suave. El alma se dilata en los destellos luminosos que son enriquecidos por la fe, acrecentados por la esperanza y desarrollados por el amor. Todo la parece nuevo; y al mirar hacia atrás, hace comparaciones y ve claramente que la verdad, siempre la misma, es comprendida por ella entonces de manera incomparablemente más completa. 


El relato de los Evangelios la impresiona más; encuentra en las palabras del Salvador un sabor que hasta entonces no había gustado. Comprende con más claridad el fin que se ha propuesto en la institución de los Sacramentos. La Sagrada Liturgia la mueve con sus augustas fórmulas y sus ritos tan profundos. La lectura de las vidas de los santos la atraen; y nada la extraña de sus sentimientos y acciones; saborea sus escritos más que todos los otros, y siente aumento de bienestar espiritual tratando con estos amigos de Dios. Abrumada con toda clase de ocupaciones, la antorcha divina la guía para cumplir con cada uno. Las virtudes tan varias que debe practicar se hermanan en su conducta; ninguna de ellas es sacrificada a la otra, puesto que ve la armonía que debe reinar entre ellas. Está tan lejos del escrúpulo como de la relajación y atenta siempre a reparar en seguida las pérdidas que ha podido tener. Algunas veces el mismo Espíritu divino la instruye con una palabra interior que su alma escucha e ilumina su situación con nuevos horizontes. 


Desde entonces el mundo y sus falsos errores son tenidos por lo que son y el alma se purifica por lo demás del apego y satisfacción que podía tener aún por ellos. Donde no hay más que grandezas y hermosuras naturales aparece mezquino y miserable a la mirada de aquel a quien el Espíritu Santo dirige a las grandezas y hermosuras divinas y eternas. Un solo aspecto salva de su condenación a este mundo exterior que deslumhra al hombre carnal: la criatura visible que manifiesta la hermosura divina y es susceptible de servir a la gloria de su autor. El alma aprende a usar de ella con hacimiento de gracias, sobrenaturalizándola y glorificando con el Rey Profeta, al que imprimió los rasgos de su hermosura en la multitud de seres que con frecuencia son causa de la perdición del hombre, aunque fueron determinados a ser escalas que le conducirían a Dios. 


Además, el don de Entendimiento da a conocer al alma el conocimiento de su propio camino. La hace comprender la sabiduría y misericordia de los planes de lo alto que frecuentemente la humillaron y condujeron por donde ella no pensaba caminar. Ve que, si hubiese sido dueña de su misma existencia, habría errado su fin, y que Dios se le ha hecho alcanzar, ocultándole desde un principio los designios de su Paternal Sabiduría. Ahora es feliz, porque goza de paz, y su corazón es pequeño para dar gracias a Dios que la conduce al término sin consultarla. Si por casualidad tuviere que aconsejar o dirigir, bien por deber o por caridad, se puede confiar en ella; el don de Entendimiento lo explota por igual para sí misma como para los demás. No da lecciones, con todo eso, a quien no se las pide; pero si alguno la pregunta, responde, y sus respuestas son tan luminosas como la llama que las alienta. 


Así es el don de Entendimiento, luz del alma cristiana, y cuya acción se deja sentir en ella en proporción a su fidelidad en el uso de los demás dones. Se conserva por medio de la humildad, de la continencia y el recogimiento interior. La disipación, en cambio, detiene su desarrollo y hasta podría ahogarle. En la vida ocupada y cargada de deberes, aun en medio de forzosas distracciones a las que el alma se entrega sin dejarse avasallar por ellas, el alma fiel puede conservarse recogida. Sea siempre sencilla, sea pequeña a sus propios ojos y lo que Dios oculta a los soberbios y manifiesta a los humildes (Lucas, X, 21) la será revelado y permanecerá en ella. 


Nadie pone en duda que semejante don es una ayuda inmensa para la salvación y santificación del alma. Debemos pedírselo al Espíritu Santo de todo corazón, estando plenamente convencidos de que le obtendremos más bien que por el esfuerzo de nuestro espíritu, por el ardor de nuestro corazón. Es cierto que la luz divina, objeto de este don, se asienta en el entendimiento, pero su efusión proviene más bien de la voluntad inflamada por el fuego de la caridad, según dijo Isaías: "Creed, y tendréis entendimiento" (Isaías, VI, 9, citado también por los Padres griegos y latinos.). Dirijámonos al Espíritu Santo y, sirviéndonos de las palabras de David, digámosle: "Abre mis ojos y contemplaré las maravillas de tus preceptos; dame inteligencia y tendré vida" (Ps., CXIII). Instruidos por el Apóstol, expresemos nuestra súplica de manera más apremiante apropiándonos la oración que él dirige a su Padre Celestial en favor de los fieles de Éfeso, cuando implora para los mismos: el Espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él, iluminando los ojos de vuestro corazón. Con esto entenderéis cuál es la esperanza a que os ha llamado, cuáles las riquezas y la gloria de la herencia otorgada a los santos (Eph,, I, 17-18).


Año Litúrgico de Guéranger


 

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