EL ESPÍRITU SANTO EN EL CORAZON DEL CRISTIANO
Hasta aquí hemos considerado la acción del
Espíritu Santo en la Iglesia; ahora la consideraremos en una extensión
más reducida; necesitamos estudiarla en el corazón del cristiano.
Expresaremos nuestros sentimientos de admiración y reconocimiento para
con este Espíritu, que se digna atender a todas nuestras necesidades y
conducirnos al fin dichoso para el que hemos sido criados.
Así como el Espíritu Santo, enviado "para
permanecer en nosotros", se ocupa en sostener y dirigir la Iglesia, para
que sea siempre la Esposa fiel de Jesús, del mismo modo se interesa por
nosotros para hacernos miembros dignos de este Jefe santo y glorioso.
Su misión es unirnos a Jesús tan estrechamente, de modo que seamos
incorporados a Él. A Él pertenece el crearnos en el orden sobrenatural,
darnos y conservarnos la vida de la gracia, aplicándonos los méritos que
Jesús, nuestro mediador y salvador, nos ha adquirido.
LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU FUERA DE LA ESENCIA DIVINA.
— Esta misión del Espíritu Santo que le ha sido confiada por el Padre y
el Hijo, y que Él ejerce en el género humano, es sublime. En el seno de
la divinidad el Espíritu Santo es producido y no produce. El Padre
engendra al Hijo, el Padre y el Hijo producen al Espíritu Santo; esta
diferencia se funda en la misma naturaleza divina que no está ni puede
estar sino en tres personas. De ahí resulta, como enseñan los Padres,
que el Espíritu Santo ha recibido para comunicarla fuera de sí la
fecundidad que no ejerce en la esencia divina. Cuando se trata de
producir la Humanidad del Hijo de Dios en el seno de María, Él es quien
obra; y si se trata de crear al cristiano del fondo de la corrupción
original y de llamarle a la vida de la gracia, también Él es quien
ejerce su acción: de suerte que, según la enérgica expresión de San
Agustín, "la misma gracia que en sus comienzos produjo a Cristo, produce
al cristiano cuando comienza a creer; el mismo Espíritu, por el que
Cristo fue concebido, es el principio del nuevo nacimiento del fiel" (San Agustín, de la predestinación de los santos., cap. 15).
DA LA VIDA SOBRENATURAL.
— Hemos tratado por extenso de la acción del Espíritu Santo en la
formación y gobierno de la Iglesia; porque su obra principal es la de
formar en la tierra a la Esposa del Hijo de Dios, de quien nos vienen
todos los bienes. Es la depositaría de una parte de las gracias de este
augusto Paráclito que se ha dignado ponerse a su disposición para
salvarnos y santificarnos. Por nosotros también la ha hecho católica y
visible a las miradas de todos, para que podamos hallarla más
fácilmente; por nosotros mantiene en ella la verdad y la santidad para
que nos empapemos en estas dos fuentes. Ahora consideremos lo que obra
en las almas y en seguida nos hallaremos frente a su poder creador. ¿No
es, acaso, verdadera creación el sacar un alma de la ruina original en
que se hallaba sumergida o, lo que es aún más admirable, hacer que un
alma, desfigurada por el pecado voluntario y personal, llegue a hacerse
en un momento hija adoptiva del Padre celestial y miembro del Hijo de
Dios? El Padre y el Hijo se complacen al ver cómo realiza esta obra el
Espíritu Santo, que es su amor mutuo. Le han enviado para que obre y
proceda como Señor en su misión y donde quiera que reine, reinen también
ellos.
El alma elegida ha sido presentada desde la
eternidad a la Santísima Trinidad; pero, llegado el momento, el Espíritu
desciende. Se apodera de esta alma como de objeto destinado a su amor.
El vuelo de la misericordiosa paloma es más rápido que el del águila que
cae sobre su presa. Si la voluntad humana no pone resistencia a su
acción, ocurrirá a esta alma lo que ocurrió a la misma Iglesia, es
decir: que "lo que no era triunfará de lo que era" (1 Cor., I, 28). Entonces se ven
admirables prodigios: "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom., V, 20).
Hemos visto al Emmanuel conferir a las aguas la
virtud de purificar las almas; mas recordemos que, cuando descendió a
las ondas del Jordán, vino la paloma a posarse en su cabeza y tomó
posesión del elemento regenerador. La fuente bautismal queda en su
poder. "Allí es, nos dice el gran San León, donde preside al nuevo
nacimiento del hombre, haciendo fecunda la fuente sagrada como en otra
ocasión fecundó el seno de la Virgen, con la diferencia de que el pecado
estuvo ausente de la concepción del Hijo de Dios, mientras que el
misterioso lavatorio lo destruye en nosotros" (Sermón 26, sobre el Nacimiento del Señor, 4).
¡Con qué ternura contempla el Espíritu divino
esta nueva criatura que sale de las aguas! ¡Con qué amor tan impetuoso
entra en ella! Es el don del Dios Altísimo enviado para morar en
nosotros. Tiene su habitación en esta alma completamente nueva, ya sea
del niño de un día, ya la del adulto cargado de años. Se complace en
esta estancia que ambicionó desde la eternidad; la inunda con su fuego y
con su luz; y como por naturaleza es inseparable de las otras personas
divinas, su presencia es causa de que el Padre y el Hijo vengan a hacer
su morada en esta alma.
Mas el Espíritu Santo ejerce su propia acción y
su misión santificadora, y para comprender la naturaleza de su
presencia en el cristiano hay que saber que no se limita tan sólo al
alma. El cuerpo forma también parte del hombre y también él participa de
la regeneración; por esto el Apóstol, a la vez que nos revela la
"morada" del Espíritu en nosotros nos enseña que nuestros mismos
miembros materiales son su templo. Quiere Él que sirvan a la justicia y
santidad; deposita en ellos un germen de inmoralidad que les preservará
de la podredumbre del sepulcro, de suerte que, el día de la
resurrección, volverán a aparecer más espiritualizados, conservando la
señal del espíritu que los ocupó en esta vida mortal.
ADORNA EL ALMA CON LAS VIRTUDES Y DONES.
— Siendo, pues, el cristiano morada del Espíritu Santo, no debemos
extrañarnos de que este divino Espíritu trate de adornar dignamente la
habitación que ha elegido. ¿Qué aderezo más noble que el de las virtudes
teologales: la Fe, que nos pone en posesión segura y substancial de las
verdades divinas que nuestra inteligencia no puede alcanzar; la
Esperanza, que pone a nuestro alcance el socorro divino que necesitamos y
la felicidad eterna que esperamos; la Caridad, que nos une a Dios con
el lazo más fuerte y dulce? Ahora bien, estas tres virtudes, estos tres
medios por los que el hombre regenerado está relacionado con su fin, los
debe el cristiano a la presencia del Espíritu Santo, el cual se ha
dignado dejar como señal de su venida este triple beneficio, que excede a
todos nuestros méritos pasados, presentes y futuros.
Debajo de las tres virtudes teologales pone
otras cuatro, que son como los cimientos de la vida moral del hombre: la
Prudencia, la Justicia, la Fortaleza y la Templanza, cualidades
naturales que transforma, adaptándolas al fin sobrenatural del
cristiano. Como último adorno que añade a su morada, deposita,
finalmente, en ella el sagrado septenario de sus dones, para introducir
el movimiento y la vida en las siete virtudes.
COMUNICA LA GRACIA SANTIFICANTE.
— Mas estas virtudes y dones que tienden a Dios exigen el elemento
superior, que es el medio esencial de la unión con Él: elemento
indispensable y al que nada puede sustituir, alma del alma, principio
vivificante, sin el cual ella no podría ver ni poseer a Dios: es la
gracia santificante. ¡Con qué satisfacción la infunde el Espíritu divino
en aquella alma en que entra y a la que hace objeto de las divinas
complacencias! Entre esta gracia y la presencia del Espíritu Santo
existe una estrecha alianza; tanto, que si el alma diese entrada al
pecado mortal, el Espíritu dejaría de habitar en esta alma en el mismo
momento en que desapareciese la gracia santificante.
... Y LAS GRACIAS ACTUALES.
— Vela, también, sobre su herencia y no está nunca ocioso. Las virtudes
que ha infundido en esta alma no deben permanecer inertes; es necesario
que den fruto de actos virtuosos y que el mérito que adquieran
acreciente el poder del elemento fundamental, que fortifique y
desarrolle esta gracia santificante que tan estrechamente une al
cristiano con Dios. El Espíritu Santo no deja de impulsar al alma para
que obre, ya interior, ya exteriormente, por medio de estos toques
divinos que la teología llama gracias actuales. Consigue así que su
criatura se eleve en el bien y que se enriquezca y se afiance cada día
más para que pueda dar gloria a su autor, el cual quiere que sea fecunda
y activa.
INSPIRA LA ORACIÓN.
— Con esta intención, el Espíritu, que se ha entregado a ella, que
habita en ella con ternura tan viva, la empuja a la oración, mediante la
cual podrá alcanzarlo todo: luz, fortaleza y éxitos. Pero dice el
Apóstol: "¿Sabemos cómo hay que orar?" El mismo responde a esta pregunta
valiéndose de su experiencia: "El Espíritu aboga por nosotros con
gemidos inefables" (Rom., VIII, 26). Además, el Espíritu divino se asocia a todas
nuestras necesidades, es Dios, y gime como la paloma, para unir sus
peticiones a las nuestras. "Grita a Dios en nuestros corazones", dice el
mismo Apóstol, asegurándonos con su presencia y sus operaciones en
nosotros que somos hijos de Dios ¿Puede haber algo más íntimo y debemos
extrañarnos de que Jesús nos haya dicho que para recibir no hay más que
pedir, cuando su mismo Espíritu es quien pide en nosotros?
AYUDA A LA ACCIÓN.
— Siendo autor de la oración, coopera a la acción poderosamente. Su
intimidad con el alma hace que no deje a esta más que la libertad
necesaria para el mérito; por lo demás, Él la mueve, la sostiene y la
dirige, de tal suerte, que ella, a su vez, no tiene más que cooperar a
lo que Él hace en ella y por ella. En esta acción común del Espíritu y
del cristiano, el Padre celestial reconoce a aquellos que le pertenecen,
y por esto nos dice el Apóstol: "Aquellos que son guiados por el
Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rom., VIII, 14). ¡Dichosa compañía que lleva al
cristiano a la vida eterna y que hace triunfar en él a Jesús, cuyas
huellas imprime el Espíritu Santo en su criatura para que sea miembro
digno de ser incorporado a su Jefe!
ES ARROJADO POR EL DEMONIO.
— Mas, ¡ay!, esta sociedad puede disolverse. Nuestra libertad, que se
perfecciona en el cielo, puede ocasionar, y muchas veces ocasiona, la
ruptura entre el Espíritu santificador y el hombre santificado. El
malvado deseo de independencia y las pasiones que el hombre podría
dominar si fuese dócil al Espíritu, hace que el corazón imprudente
codicie las cosas que son inferiores a él. Satanás, envidioso del reino
del Espíritu, intenta hacer brillar a los ojos de los hombres la
engañosa imagen de un bien o de una satisfacción fuera de Dios. El
mundo, que es también un espíritu malo, quiere rivalizar con el Espíritu
del Padre y del Hijo. Sutil, audaz, activo, llama la atención por su
modo de seducir, y nadie podrá contar los naufragios que ha causado. Los
cristianos fuimos amonestados por Jesús, que nos declaró que no rogaría
por él; y también por el Apóstol, que nos advierte que "no es el
espíritu del mundo lo que nosotros hemos recibido, sino el Espíritu de
Dios".
Con todo eso, con frecuencia tiene lugar el
divorcio entre el hombre y su huésped divino, precedido de ordinario de
un enfriamiento de la criatura para con su bienhechor. Una falta de
atención, una ligera desobediencia, he ahí los preludios de la ruptura.
Entonces tiene lugar en el Espíritu Santo ese disgusto que tan
claramente muestra el amor que tiene al alma, y que el Apóstol nos
revela tan expresivamente al recomendarnos que no contristemos al
espíritu que puso en nosotros la señal de su sello el día que nos trajo
la redención (Efes., IV, 30). Palabra llena de profundo sentimiento y que nos revela . la
responsabilidad que lleva consigo el pecado venial. La morada del
Espíritu Santo en el alma llega a serle causa de amargura, y es de temer
una separación; y si, como enseña San Agustín, "Él no abandona si no es
abandonado", y si la gracia santificante sigue aún, las gracias
actuales vienen a ser más escasas y menos eficaces. Mas el colmo de la
desgracia tiene lugar con la ruptura del pacto sagrado que unía en
alianza tan íntima al alma con el Espíritu divino. El pecado mortal es
un acto de grandísima audacia y de cruel ingratitud. Este Espíritu tan
lleno de dulzura se ve expulsado del asilo que se había escogido y que
tan ricamente había embellecido. Es el colmo del ultraje y no debemos
admirarnos de la indignación del Apóstol cuando exclama: "¿Qué suplicio
no merece aquel que ha pisoteado al Hijo de Dios, que ha despreciado la
sangre de la alianza y hace tal injuria al Espíritu de gracia?" (Hebr., X, 29)
PREPARA EL ALMA PARA LA CONTRICIÓN.
— Con todo eso, esta desoladora situación del cristiano infiel con el
Espíritu Santo puede excitar la compasión del que, siendo Dios, nos ha
sido enviado para ser nuestro huésped lleno de mansedumbre. ¡Es tan
triste el estado del que al arrojar al Espíritu divino ha perdido el
alma de su alma, que ha visto extinguirse en el mismo instante la llama
de la gracia santificante y perderse todos los méritos que había
conseguido! ¡Cosa admirable y digna de terno reconocimiento! El Espíritu
Santo, arrojado del corazón del hombre, intenta volver a entrar en él.
Tal es la extensión de misión que ha recibido del Padre y del Hijo.
Aquel que es amor y que por amor no quiere que se pierda el despreciable
e ingrato gusano que había querido elevar hasta la participación de la
naturaleza divina.
Se le verá, pues, con una abnegación, cuyo
secreto sólo posee el amor, hacer como el asedio de esta alma, hasta que
de nuevo se haya apoderado de ella. La atormentará con el terror de la
justicia de Dios, la hará sentir la vergüenza y la desgracia donde se
precipita quien ha perdido la vida de su alma. La aparta de este modo
del mal con estos primeros golpes, que el Santo Concilio de Trento llama
"impulsos del Espíritu Santo que mueve al alma desde afuera, sin
habitar todavía en ella" (Ses., 14, cap. IV). El alma inquieta y descontenta de sí misma
acaba por tratar de reconciliarse; rompe los lazos de su esclavitud, y
luego el sacramento de la Penitencia infundirá en ella el amor que
reanima la vida, completando con esto la justificación. ¿Quién podrá
expresar la alegría y el triunfo del Espíritu Santo a la nueva entrada
en su casa? El Padre y el Hijo vuelven a esta morada manchada poco ha y
quizás desde hace tiempo. Todo vuelve a revivir en el alma renovada; la
gracia santificante renace en ella como al salir de la pila bautismal.
Los méritos adquiridos habían desarrollado su poder, pero les hemos
visto naufragar en la tempestad; pero son restituidos por completo, y el
Espíritu de vida se alegra al ver que su poder es igual a su amor.
Este cambio tan maravilloso no tiene lugar una
sola vez en un siglo; se realiza cada día y cada hora. Tal es la misión
del Espíritu Santo. Vino a santificar al hombre y es necesario que lo
haga. Vino el Hijo de Dios y se entregó a nosotros. Viendo que éramos
presa de Satanás, nos rescató con el precio de su sangre; hizo lo
posible para llevarnos a Él y a su Padre; y al subir a los cielos para
preparar nuestro lugar, en seguida nos envió su mismo Espíritu, para que
fuese nuestro segundo Consolador hasta su vuelta. Y he aquí que este
auxiliar celestial ha puesto manos a la obra. Deslumhrados por la
magnificencia de sus actos, celebremos con efusión el amor con que nos
ha tratado, el poder y sabiduría que ha desarrollado en el cumplimiento
de su misión. ¡Sea Él bendito, glorificado, conocido en este mundo que
le debe todo, en la Iglesia, de la que es el alma, y en los millones de
corazones que desea habitar para salvarlos y hacerlos eternamente
felices!
Este día está consagrado al ayuno como el
miércoles anterior. Mañana tendrá lugar la ordenación de sacerdotes y
ministros sagrados. Es necesario instar más vivamente a Dios para
alcanzar de Él que la efusión de la gracia sea tan abundante como
augusto y permanente será el carácter que el Espíritu imprimirá en los
que le sean presentados.
En Roma, la Estación tiene lugar hoy en la
basílica de los doce Apóstoles, donde están las reliquias de San Felipe y
de Santiago el Menor. Nunca será más a propósito recordar a los
moradores del Cenáculo que en estos días que toda la Iglesia los saluda
como a los primeros huéspedes del Espíritu Santo.
EL DON DE ENTENDIMIENTO
Este sexto don del Espíritu Santo hace que el
alma entre en camino superior a aquel por el que hasta ahora marchaba.
Los cinco primeros dones tienen como objeto la acción. El Temor de Dios
coloca al hombre en su grada, humillándole; la Piedad abre su corazón a
los afectos divinos; la Ciencia hace que distinga el camino de la
salvación del camino de la perdición; la Fortaleza la prepara para el
combate; el Consejo le dirije en sus pensamientos y en sus obras; con
esto puede obrar ya y proseguir su camino con la esperanza de llegar al
término. Mas la bondad del Espíritu divino la guarda otros favores aún.
Ha determinado hacerla disfrutar en esta vida de un goce anticipado de
la felicidad que la reserva en la otra. De esta manera afianzará su
marcha, animará su valor y recompensará sus esfuerzos. La via de la
contemplación estará para ella abierta de par en par y el Espíritu
divino la introducirá en ella por medio del Entendimiento.
Al oír la palabra contemplación, muchos, quizá,
se inquieten, falsamente persuadidos de que lo que esa palabra
significa no puede hallarse sino en las especiales condiciones de una
vida pasada en el retiro y lejos del trato de los hombres. He aquí un
grave y peligroso error, que a menudo retiene el vuelo de las almas. La
contemplación es el estado a que, en cierta medida, está llamada toda
alma que busca a Dios. No consiste ella en los fenómenos que el Espíritu
Santo quiere manifestar en algunas personas privilegiadas, que destina a
gustar la realidad de la vida sobrenatural. Sencillamente, consiste en
las relaciones más íntimas que hay entre Dios y el alma que le es fiel
en la acción; si no pone obstáculo, a esa alma la están reservados dos
favores, el primero de los cuales es el don de Entendimiento, que
consiste en la iluminación del Espíritu alumbrado en adelante con una
luz superior.
Esta luz no quita la fe, sino que esclarece los
ojos del alma fortificándola y la da una vista más profunda de las
cosas divinas. Se disipan muchas nubes que provenían de la flaqueza y
tosquedad del alma no iniciada aún. La belleza encantadora de los
misterios que no se sentía sino de un modo vago se revela y aparecen
inefables e insospechadas armonías. No se trata de la visión cara a cara
reservada para la eternidad, pero tampoco el débil resplandor que
dirigía los pasos. Un conjunto de analogías, de conveniencias que
sucesivamente aparecen a los ojos del espíritu producen una certeza muy
suave. El alma se dilata en los destellos luminosos que son enriquecidos
por la fe, acrecentados por la esperanza y desarrollados por el amor.
Todo la parece nuevo; y al mirar hacia atrás, hace comparaciones y ve
claramente que la verdad, siempre la misma, es comprendida por ella
entonces de manera incomparablemente más completa.
El relato de los Evangelios la impresiona más;
encuentra en las palabras del Salvador un sabor que hasta entonces no
había gustado. Comprende con más claridad el fin que se ha propuesto en
la institución de los Sacramentos. La Sagrada Liturgia la mueve con sus
augustas fórmulas y sus ritos tan profundos. La lectura de las vidas de
los santos la atraen; y nada la extraña de sus sentimientos y acciones;
saborea sus escritos más que todos los otros, y siente aumento de
bienestar espiritual tratando con estos amigos de Dios. Abrumada con
toda clase de ocupaciones, la antorcha divina la guía para cumplir con
cada uno. Las virtudes tan varias que debe practicar se hermanan en su
conducta; ninguna de ellas es sacrificada a la otra, puesto que ve la
armonía que debe reinar entre ellas. Está tan lejos del escrúpulo como
de la relajación y atenta siempre a reparar en seguida las pérdidas que
ha podido tener. Algunas veces el mismo Espíritu divino la instruye con
una palabra interior que su alma escucha e ilumina su situación con
nuevos horizontes.
Desde entonces el mundo y sus falsos errores
son tenidos por lo que son y el alma se purifica por lo demás del apego y
satisfacción que podía tener aún por ellos. Donde no hay más que
grandezas y hermosuras naturales aparece mezquino y miserable a la
mirada de aquel a quien el Espíritu Santo dirige a las grandezas y
hermosuras divinas y eternas. Un solo aspecto salva de su condenación a
este mundo exterior que deslumhra al hombre carnal: la criatura visible
que manifiesta la hermosura divina y es susceptible de servir a la
gloria de su autor. El alma aprende a usar de ella con hacimiento de
gracias, sobrenaturalizándola y glorificando con el Rey Profeta, al que
imprimió los rasgos de su hermosura en la multitud de seres que con
frecuencia son causa de la perdición del hombre, aunque fueron
determinados a ser escalas que le conducirían a Dios.
Además, el don de Entendimiento da a conocer al
alma el conocimiento de su propio camino. La hace comprender la
sabiduría y misericordia de los planes de lo alto que frecuentemente la
humillaron y condujeron por donde ella no pensaba caminar. Ve que, si
hubiese sido dueña de su misma existencia, habría errado su fin, y que
Dios se le ha hecho alcanzar, ocultándole desde un principio los
designios de su Paternal Sabiduría. Ahora es feliz, porque goza de paz, y
su corazón es pequeño para dar gracias a Dios que la conduce al término
sin consultarla. Si por casualidad tuviere que aconsejar o dirigir,
bien por deber o por caridad, se puede confiar en ella; el don de
Entendimiento lo explota por igual para sí misma como para los demás. No
da lecciones, con todo eso, a quien no se las pide; pero si alguno la
pregunta, responde, y sus respuestas son tan luminosas como la llama que
las alienta.
Así es el don de Entendimiento, luz del alma
cristiana, y cuya acción se deja sentir en ella en proporción a su
fidelidad en el uso de los demás dones. Se conserva por medio de la
humildad, de la continencia y el recogimiento interior. La disipación,
en cambio, detiene su desarrollo y hasta podría ahogarle. En la vida
ocupada y cargada de deberes, aun en medio de forzosas distracciones a
las que el alma se entrega sin dejarse avasallar por ellas, el alma fiel
puede conservarse recogida. Sea siempre sencilla, sea pequeña a sus
propios ojos y lo que Dios oculta a los soberbios y manifiesta a los
humildes (Lucas, X, 21) la será revelado y permanecerá en ella.
Nadie pone en duda que semejante don es una
ayuda inmensa para la salvación y santificación del alma. Debemos
pedírselo al Espíritu Santo de todo corazón, estando plenamente
convencidos de que le obtendremos más bien que por el esfuerzo de
nuestro espíritu, por el ardor de nuestro corazón. Es cierto que la luz
divina, objeto de este don, se asienta en el entendimiento, pero su
efusión proviene más bien de la voluntad inflamada por el fuego de la
caridad, según dijo Isaías: "Creed, y tendréis entendimiento" (Isaías, VI, 9, citado también por los Padres griegos y latinos.).
Dirijámonos al Espíritu Santo y, sirviéndonos de las palabras de David,
digámosle: "Abre mis ojos y contemplaré las maravillas de tus preceptos;
dame inteligencia y tendré vida" (Ps., CXIII). Instruidos por el Apóstol,
expresemos nuestra súplica de manera más apremiante apropiándonos la
oración que él dirige a su Padre Celestial en favor de los fieles de Éfeso, cuando implora para los mismos: el Espíritu de sabiduría y de
revelación en el conocimiento de Él, iluminando los ojos de vuestro
corazón. Con esto entenderéis cuál es la esperanza a que os ha llamado,
cuáles las riquezas y la gloria de la herencia otorgada a los santos (Eph,, I, 17-18).
Año Litúrgico de Guéranger
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