RAZÓN DE ESTA FIESTA Y DE SU TARDÍA INSTITUCIÓN.
— Vimos a los Apóstoles el día de Pentecostés, recibir al Espíritu
Santo, y fieles al mandato del Maestro, partir cuanto antes a enseñar a
todas las naciones y a bautizar a los hombres en nombre de la Santísima
Trinidad. Era natural que la solemnidad cuyo objeto es honrar a Dios uno
en tres personas, siguiese inmediata a la de Pentecostés, con quien se
une por misterioso lazo. Sin embargo, hasta después de muchos siglos no
fue admitida en el Año Litúrgico, que va completándose en el curso de
los tiempos.
Todos los homenajes que la Liturgia rinde a
Dios, tienen por objeto a la Santísima Trinidad. Los tiempos son tan
suyos como la eternidad; ella es el término de toda nuestra religión.
Cada día, cada hora la pertenecen. Las fiestas instituidas para
conmemorar los misterios de nuestra salvación, siempre tienen fin en
ella. Las de la Santísima Virgen y de los Santos son otros tantos medios
que nos conducen a la glorificación del Señor, único en esencia y trino
en personas. El Oficio divino del Domingo en particular, encierra cada
semana la expresión especialmente formulada de la adoración y del
servicio hacia este misterio, fundamento de los demás y fuente de toda
gracia.
Se comprende, por lo mismo, por qué la Iglesia
tardó tanto en instituir una fiesta especial en honor de la Santísima
Trinidad. La causa ordinaria de la institución de las fiestas faltaba
aquí por completo. Una fiesta es el monumento de un hecho que se ha
realizado en el tiempo, y cuyo recuerdo e influencia es oportuno
perpetuar; ahora bien, desde toda la eternidad, antes de toda creación,
Dios vive y reina, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta institución no
podía, pues, consistir sino en señalar en el Calendario un día
particular en que los cristianos se uniesen de un modo más directo en la
glorificación solemne del misterio de la unidad y de la trinidad en una
misma naturaleza divina.
SÍNTESIS HISTÓRICA DE ESTA FIESTA.
— La idea nació primero en algunas de esas almas piadosas y amantes de
la soledad, que reciben de lo alto el presentimiento de las cosas que el
Espíritu Santo ha de obrar más tarde en la Iglesia. En el siglo VIII, el
sabio monje Alcuino, lleno del espíritu de la Liturgia, creyó llegado el
momento de componer una Misa votiva en honor del misterio de la
Santísima Trinidad. Y hasta parece haber sido animado a ello por el
apóstol de Alemania, San Bonifacio. Esta Misa era sólo una ayuda a la
piedad privada, y nada hacía prever la institución de la fiesta que un
día había de establecerse. Pero la devoción a esta Misa se extendió poco
a poco, y la vemos introducida en Alemania por el Concilio de
Seligenstadt en 1022.
Pero ya por esa época una fiesta propiamente
dicha de la Santísima Trinidad había sido inaugurada en una iglesia de
Bélgica. Esteban, Obispo de Lieja, instituyó solemnemente la fiesta de
la Santísima Trinidad en su Iglesia el 920, y mandó componer un oficio
completo en honor del misterio. No existía aún la disposición del
derecho común, que ahora reserva a la Sede apostólica la institución de
las nuevas fiestas, y Riquier, sucesor de Esteban en la silla de Lieja,
mantuvo la determinación de su predecesor.
Se extendió poco a poco, y la Orden monástica,
al parecer, la acogió favorablemente; porque vemos, desde los primeros
años del s. XI, que Bernón, abad de Reichenau, se ocupaba de su
propagación. En Cluny se estableció la fiesta muy pronto durante este
mismo siglo, como se ve por el Ordinario del Monasterio, redactado en
1091, donde se halla mencionada como que estaba instituida desde hacía
mucho tiempo.
En el Pontificado de Alejandro II (1061- 1073),
la Iglesia Romana, que, a menudo, ha dado fuerza de ley a los usos de
Iglesias particulares, adoptándolos, se vió precisada a dar un juicio
acerca de esta nueva fiesta. El Pontífice, en una de sus Decretales,
constatando que la fiesta estaba ya extendida por muchos lugares,
declara que la Iglesia Romana no la ha aceptado, por la razón de que la
adorable Trinidad es, sin cesar, invocada todos los días por la
repetición de estas palabras: Gloria Patri, et Filio et Spiritui Sancto,
y en otras muchas fórmulas de alabanza.
Sin embargo de eso, la fiesta continuaba
extendiéndose, como atestigua el Micrologio; y en la primera mitad del
s. XII, el Abad Ruperto proclama la conveniencia de esta institución
expresándose respecto de ella como lo haríamos hoy: "Después de celebrar
la solemnidad de la venida del Espíritu Santo, cantamos la gloria de la
Santísima Trinidad en el Oficio del Domingo siguiente; esta disposición
es muy oportuna, porque después de la venida de este Espíritu divino,
comenzaron la predicación y la creencia, y, en el bautismo, la fe y la
confesión del nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo'".
En Inglaterra la institución de la fiesta de la
Santísima Trinidad tuvo por autor principal al Mártir Santo Tomás de
Cantorbery; en 1162 instituyóla en su Iglesia, en memoria de su
consagración episcopal que tuvo lugar el primer domingo después de
Pentecostés. En Francia encontramos en 1260 un Concilio de Arlés,
presidido por el Arzobispo Florentino, que, en su canon sexto, proclama
solemnemente la fiesta añadiendo el privilegio de una octava. Desde
1230, la Orden Cistercíense, extendida por Europa entera, la instituyó
para todas sus casas; y Durando de Mende, en su Rational, da pie para
concluir que la mayor parte de las Iglesias latinas, en el curso del s. XIII, gozaban ya de la celebración de esta fiesta. Entre estas Iglesias se
encontraban algunas que la colocaban, no en el primero, sino en el
último domingo después de Pentecostés; y otras que la celebraban dos
veces: primero, a la cabeza de los domingos que siguen a la solemnidad
de Pentecostés, y después en el domingo que precede inmediatamente al
Adviento. Tal era en particular el uso de las Iglesias de Narbona, de
Mans y de Auxerre.
Desde entonces se podía prever que la Silla
Apostólica acabaría por sancionar una institución que la cristiandad
anhelaba ver establecida en todas partes. Juan XXII, que ocupó la
cátedra de San Pedro hasta 1334, consumó la obra por un decreto en el
que la Iglesia Romana aceptaba la fiesta de la Santísima Trinidad y la
extendía a todas las Iglesias.
Si buscamos ahora el motivo que tuvo la
Iglesia, dirigida en todo por el Espíritu Santo, al asignar un día
especial en el año para rendir homenaje solemne a la Trinidad, cuando
todas nuestras adoraciones, todas nuestras acciones de gracias, todos
nuestros votos, en todo tiempo suben a ella, lo hallaremos en la
modificación que se introducía entonces en el calendario litúrgico.
Hasta el año 1000, las fiestas de los Santos universalmente honrados eran
raras. Desde esta época son más numerosas y habría que prever el que se
multiplicarían cada vez más. Vendría un tiempo, y duraría siglos, en
que el Oficio del Domingo, que está especialmente consagrado a la
Santísima Trinidad, cedería frecuentemente el lugar al de los Santos que
lleva consigo el curso del año. Era necesario, para legitimar de algún
modo el culto de los siervos en el día consagrado a la suma Majestad,
que por lo menos una vez al año, el domingo ofreciese la expresión plena
y directa de esta religión profunda que el culto de la Santa Iglesia
profesa al supremo Señor que se ha dignado revelarse a los hombres en su
Unidad inefable y en su eterna Trinidad.
LA ESENCIA DE LA FE.
— La esencia de la fe cristiana consiste en el conocimiento y adoración
de Dios uno en tres personas. De este misterio salen los otros; y, si
nuestra fe se nutre de él como de su alimento supremo, aguardando a que
su visión eterna nos eleve a una felicidad sin fin, es por haberse
complacido el Señor en manifestarse tal cual es, a nuestra humilde
inteligencia, quedando en su "luz inaccesible" La razón humana puede
llegar a conocer la existencia de Dios como creador de todos los seres,
puede tener una idea de sus perfecciones contemplando sus obras; pero la
noción del ser íntimo de Dios no puede llegar hasta nosotros, sino por
la revelación que se ha dignado hacernos.
Ahora bien, queriendo el Señor manifestarnos
misericordiosamente su esencia, a fin de unirnos a Él más estrechamente y
prepararnos de alguna manera a la visión que debe darnos de Él mismo
cara a cara en la eternidad, nos ha conducido sucesivamente de claridad
en claridad, hasta que seamos suficientemente iluminados para que
reconozcamos y adoremos la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la
Unidad. Durante los siglos que preceden a la encarnación del Verbo
eterno, Dios parece preocupado sobre todo de inculcar a los hombres la
idea de su unidad, porque el politeísmo iba siendo el mayor mal del
género humano, y la noción misma de la causa espiritual y única de todas
las cosas se hubiera apagado sobre la tierra, si la bondad soberana no
hubiese mirado constantemente por su conservación.
EL HIJO REVELA AL PADRE.
— Era preciso que la plenitud de los tiempos llegara; entonces Dios
enviaría a este mundo a su Hijo único, engendrado de Él eternamente.
Realizó este designio de su munificencia, "y el Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros". Al ver su gloria, que es la del Hijo único del
Padre, sabemos que en Dios hay Padre e Hijo. La misión del Hijo sobre la
tierra, como nos reveló El mismo, nos enseña que Dios es Padre
eternamente; porque todo lo que hay en Dios, es eterno. Sin esta
revelación, que anticipa en nosotros la luz que esperamos después de
esta vida, nuestro conocimiento de Dios quedaría muy imperfecto.
Convenía que hubiera relación entre la luz de la fe y la de la visión
que nos está reservada, y no bastaba al hombre saber que Dios es uno.
Ahora conocemos al Padre, del cual, como dice
el Apóstol, dimana toda paternidad, aun sobre la tierra. El Padre no es
sólo para nosotros un poder creador que produce seres fuera de Sí;
nuestros ojos, guiados por la fe, penetran hasta el seno de la esencia
divina, y allí contemplamos al Padre engendrando un Hijo semejante a Él.
Pero, para enseñárnoslo, el Hijo bajó a nosotros. Lo dijo expresamente:
"Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien al Hijo plugo
revelarlo" (S. Mat., XI, 27). ¡Gloria, pues, al Hijo que se dignó manifestarnos al Padre,
y gloria al Padre que el Hijo nos ha revelado!
De este modo, la ciencia íntima de Dios nos ha
venido por el Hijo, que el Padre, en su amor, nos ha dado; y a fin de
elevar nuestros pensamientos hasta su naturaleza divina, este Hijo de
Dios que se revistió de nuestra naturaleza humana en su Encarnación, nos
enseñó que Él y su Padre son uno (Ibíd., XVII, 22), que son una misma esencia en la
distinción de las personas. Uno engendra, el otro es engendrado; el uno
se dice poder, el otro, sabiduría, inteligencia. El poder no puede
existir sin inteligencia, ni la inteligencia sin poder, en el ser
soberanamente perfecto; pero uno y otro requieren un tercer término.
EL PADRE Y EL HIJO ENVÍAN AL ESPÍRITU SANTO. El Hijo, enviado por el Padre, subió a los cielos con su naturaleza
humana que unió a sí por toda la eternidad. Y ahora el Padre y el Hijo
envían a los hombres el Espíritu que procede de uno y otro. Por este
nuevo don, el hombre llega a conocer que en Dios hay tres personas. El
Espíritu, lazo eterno de las dos primeras, es la voluntad, el amor, en
la esencia divina. En Dios está, pues, la plenitud del ser sin
principio, sin sucesión, sin aumento, porque nada le falta. En estos
tres términos eternos de su sustancia increada, Él es acto puro e
infinito.
LA LITURGIA, ALABANZA DE LA TRINIDAD.
— La sagrada Liturgia, que tiene por objeto la glorificación de Dios y
la conmemoración de sus obras, sigue cada año las fases de estas
manifestaciones, en las que el sumo Señor se declaró por entero a los
simples mortales. Bajo los sombríos colores del Adviento, atravesamos un
período de espera durante el cual, el refulgente triángulo dejaba
apenas penetrar algunos rayos a través de la nube. El mundo imploraba un
libertador, un Mesías, y el propio Hijo de Dios debía ser el
libertador, el Mesías. Para que comprendiésemos por completo los
oráculos que nos le anunciaban, era necesario que Él viniese. Un
párvulo nos ha nacido (Isaías, IX, 6), y tenemos ya la llave de las profecías.
Adorando al Hijo, adoramos también al Padre que nos le inviaba en la
carne y con quien era consustancial. Este Verbo de Vida, a quien hemos
visto, a quien hemos escuchado, a quien nuestras manos han tocado en la
humanidad que se dignó tomar, nos convenció que es verdaderamente una
persona, que es distinta del Padre, puesto que el uno envía y el otro es
enviado. En esta segunda persona divina, encontramos al mediador que
unió la creación a su Autor, al redentor de nuestros pecados, a la luz
de nuestras almas, al Esposo a quien aspiran.
Al acabarse la serie de los misterios que le
son propios, celebramos la venida del Espíritu Santificador, anunciando
como quien debía venir para perfeccionar la obra del Hijo de Dios. Le
hemos adorado y reconocido como distinto del Padre y del Hijo, que nos
lo enviaban con la misión de permanecer con nosotros. Sé ha manifestado
en las operaciones divinas que le son propias; porque son el objeto de
su venida. Es el alma de la Iglesia, a quien conserva en la verdad que
el Hijo la enseñó. Es el principio de la santificación de nuestras
almas, donde quiere hacer su morada. En una palabra, el misterio de la
Santísima Trinidad ha llegado a ser para nosotros—hijos adoptivos del
Padre, hermanos y coherederos del Hijo, movidos y habitados por el
Espíritu Santo—no sólo un dogma dado a conocer a nuestra inteligencia
por la revelación, sino una verdad conocida prácticamente por nosotros,
gracias a la generosidad inaudita de las tres divinas personas.
MISA
Aunque el Sacrificio de la Misa se celebra
siempre en honor de la Santísima Trinidad, hoy la Iglesia, en sus
cantos, oraciones y lecturas, glorifica más expresamente el gran
misterio que es el fundamento de la fe cristiana. Pero se hace
conmemoración del Primer Domingo de Pentecostés, para no interrumpir el
orden de la Liturgia. La Iglesia emplea para esta solemnidad el blanco,
en señal de alegría, y para expresar la sencillez y pureza de la esencia
divina.
El Introito no está sacado de las Sagradas
Escrituras. Es una fórmula de alabanza propia de ese día, y la Santísima
Trinidad está en ella representada como la fuente divina de las
misericordias que se han derramado sobre los hombres.
INTROITO
Bendita sea la Santa Trinidad y la indivisible
Unidad: alabémosla, porque ha obrado con nosotros su misericordia. —
Salmo: Señor, Señor nuestro: ¡qué admirable es tu nombre en toda la
tierra! V. Gloria al Padre...
En la colecta, la Iglesia pide para nosotros la
firmeza en la fe que nos hace confesar en Dios la Unidad y la Trinidad.
Es la primera condición de salvación, el primer lazo con Dios. Con éste
venceremos a nuestros enemigos y saldremos triunfantes de todos los
obstáculos.
COLECTA
Omnipotente y sempiterno Dios, que diste a tus
siervos la gracia de conocer, en la confesión de la verdadera fe, la
gloria de la eterna Trinidad, y de adorar la Unidad en la potencia de tu
Majestad: suplicámoste hagas que con la firmeza de la misma fe, seamos
protegidos siempre contra toda adversidad. Por nuestro Señor.
CONMEMORACION DEL PRIMER DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTES
Oh Dios, fortaleza de los que esperan en ti,
escucha propicio nuestras súplicas: y, puesto que la flaqueza mortal no
puede nada sin ti, danos el auxilio de tu gracia: para que, cumpliendo
tus mandatos, te agrademos con la voluntad y con la acción. Por nuestro
Señor...
EPÍSTOLA
Lección de la Epístola del Apóstol S. Pablo a los Romanos. (XI, 33-36).
¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría
y de la ciencia de Dios: cuán incomprensibles son sus juicios, y cuán
impenetrables sus caminos! Porque, ¿quién ha conocido el secreto de
Dios? o ¿quién ha sido su consejero? o ¿quién le dió primero a Él para
que se le retribuya? Porque de Él, y por Él y en Él existe todo: a Él la
gloria por los siglos. Amén.
LOS DESIGNIOS DE DIOS.
— No podemos detener nuestra mente en los decretos divinos sin
experimentar una especie de vértigo. Lo eterno e infinito deslumhran
nuestra débil razón y esta razón al mismo tiempo los reconoce y los
confiesa. Ahora bien, si los designios de Dios sobre las criaturas
exceden nuestros alcances, ¿cómo la naturaleza íntima del soberano ser
nos será conocida? Sin embargo de eso, distinguimos y glorificamos en
esta esencia increada al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; porque el
Padre se ha revelado a sí mismo enviándonos a su Hijo, objeto de sus
eternas complacencias; porque el Hijo nos ha manifestado su personalidad
tomando nuestra carne, que el Padre y el Espíritu Santo no tomaron con Él; porque el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, ha venido a
cumplir en nosotros la misión que recibió de ellos. Nuestros ojos
escudriñan estas profundidades sagradas, y nuestro corazón se enternece
pensando que, si conocemos a Dios, por sus beneficios es como formó en
nosotros la noción de lo que es. Guardemos con amor esta fe, y esperemos
con confianza el momento en que cesará para dar lugar a la visión
eterna de lo que en este mundo creímos.
El Gradual y el Verso aleluyático respiran
alegría y admiración, en presencia de esta elevada majestad que se dignó
hacer bajar sus rayos hasta el fondo de nuestras tinieblas.
GRADUAL
Bendito seas tú, Señor, que escrutas los
abismos, y te sientas sobre Querubines. V. Bendito seas tú, Señor, en el
firmamento estrellado, y alabado por los siglos.
Aleluya, aleluya, V. Bendito seas tú, Señor, Dios de nuestros padres, y alabado por los siglos. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del Santo Evangelio según S. Mateo. (XXVIII, 18-20).
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Me
ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, enseñad a
todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y
del Espíritu Santo: enseñándolas a observar todo cuanto os he mandado. Y
he aquí que yo estoy con vosotros hasta la consumación del mundo.
LA FE EN LA TRINIDAD.—
El misterio de la Santísima Trinidad, manifestado por la misión del
Hijo de Dios a este mundo y por la promesa del advenimiento próximo del
Espíritu Santo, se intima a los hombres por estas solemnes palabras que
Jesús pronunció antes de subir al cielo. Dijo: "El que creyere y se
bautizare, será salvo" (S. Marcos, XVI, 17), pero añade que el bautismo será administrado en
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es preciso que en
adelante el hombre confiese no sólo la unidad de Dios, abjurando el
politeísmo, sino que adore a la Trinidad de personas en la unidad de la
esencia. El gran secreto del cielo es una verdad divulgada ahora por
toda la tierra.
ACCIÓN DE GRACIAS.
— Pero si confesamos humildemente a Dios conocido tal cual es en sí,
debemos también rendir homenaje con eterno reconocimiento a la gloriosa
Trinidad. No sólo se dignó imprimir sus rasgos divinos en nuestra alma,
haciéndola a su semejanza; sino que, en el orden sobrenatural, se
apoderó de nuestro ser y lo elevó a una grandeza inconmensurable: El
Padre nos adoptó en su Hijo encarnado; el Verbo ilumina nuestra
inteligencia con su luz; el Espíritu Santo nos escogió para morada suya:
es lo que indica la forma del bautismo. Por estas palabras pronunciadas
sobre nosotros con la infusión del agua, toda la Trinidad tomó posesión
de su creatura. Recordamos esta maravilla cada vez que invocamos a las
tres divinas personas al hacer sobre nosotros la señal de la cruz.
Cuando nuestros despojos mortales sean llevados a la casa de Dios para
recibir allí las últimas bendiciones y el adiós de la Iglesia de la
tierra, el sacerdote pedirá al Señor que no entre en juicio con su
siervo; y para atraer sobre este cristiano, entrado ya en su eternidad,
las miradas de la misericordia divina, recordará al supremo Juez que
este miembro de la raza humana "estuvo marcado durante su vida con el
sello de la Santísima Trinidad." Veneremos en nosotros esta augusta
imagen; que será eterna. La misma reprobación no la borrará. Sea ella
nuestra esperanza, nuestro mejor título, y vivamos para gloria del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
En el Ofertorio la Iglesia se prepara al
sacrificio invocando sobre la oblación el nombre de las tres personas, y
proclamando siempre la divina misericordia.
OFERTORIO
Bendito sea Dios Padre, y el Hijo unigénito de Dios, y el Espíritu Santo: porque ha obrado con nosotros su misericordia.
La Iglesia pide en la Secreta que el homenaje
de nosotros mismos, que ofrecemos en este Sacrificio a la divina
Trinidad, no le sea presentado sólo hoy, sino que sea eterno por nuestra
admisión en el cielo, donde contemplaremos sin velos el misterio de
Dios uno en tres personas.
SECRETA
Suplicámoste Señor, Dios nuestro, santifiques,
por la invocación de tu santo nombre, la hostia de esta oblación; y,
por ella, conviértenos para ti en un don eterno. Por nuestro Señor.
CONMEMORACION DEL DOMINGO
Suplicámoste Señor, aceptes aplacado nuestras
hostias, a ti dedicadas: y haz que nos sirvan de perpetuo auxilio. Por
nuestro Señor...
En la Antífona de la Comunión la Iglesia
continúa ensalzando la misericordia de Dios que hizo servir sus propios
beneficios para iluminarnos e instruirnos sobre su esencia
incomprensible.
COMUNIÓN
Bendeciremos al Dios del cielo, y le alabaremos ante todos los vivientes: porque ha obrado con nosotros su misericordia.
Dos cosas son necesarias para ir a Dios: la luz
de la fe, que hace le conozca nuestra inteligencia, y el alimento
divino que nos une a Él.
La Iglesia, en la Poscomunión, pide que ambos
nos lleven a este feliz fin de nuestra creación:
POSCOMUNIÓN
Aproveche, Señor, Dios nuestro, a la salud de
nuestro cuerpo y alma la recepción de este Sacramento, y la confesión de
la sempiterna y santa Trinidad y la de su indivisible Unidad. Por
nuestro Señor...
CONMEMORACIÓN DEL DOMINGO
Llenos, Señor, de tan grandes presentes:
suplicámoste hagas que obtengamos tus saludables dones y no cesemos
nunca en tu alabanza. Por nuestro Señor...
El último Evangelio es el del primer Domingo de Pentecostés, que el sacerdote lee en vez del de San Juan:
EVANGELIO
Continuación del Santo Evangelio según S. Lucas. (VI, 36-42).
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
Sed misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso. No
juzguéis, y no seréis juzgados: no condenéis, y no seréis condenados.
Perdonad, y seréis perdonados. Dad, y se os dará: darán en vuestro
regazo una medida buena, y apiñada, y agitada, y rebosante. Porque con
la misma medida con que midiereis, seréis medidos. Y les decía esta
semejanza: ¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos
en el hoyo? No está el discípulo sobre el maestro: antes, aquel será
perfecto, que fuere como el maestro. ¿Porqué, pués, ves la paja en el
ojo de tu hermano, y no miras la viga que hay en el tuyo? o ¿cómo podrás
decir a tu hermano: Hermano, deja que saque la paja de tu ojo, no
viendo la viga en tu propio ojo? Hipócrita, saca primero la viga de tu
ojo: y entonces verás, para sacar la paja del ojo de tu hermano.
ALABANZA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD.
— Unidad indivisible, Trinidad distinta en una sola naturaleza, Dios
soberano que te revelaste a los hombres, permítenos que en tu presencia
ofrezcamos nuestras adoraciones, y que nos desahoguemos en acciones de
gracias que salen de nuestro corazones, cuando nos sentimos inundados de
tus inefables resplandores. Unidad divina, Trinidad divina, no te hemos
contemplado todavía, pero sabemos lo que eres; porque te has dignado
manifestárnoslo. Esta tierra que habitamos, oye proclamar cada día
distintamente el augusto misterio, cuya visión es el principio de la
felicidad de los seres glorificados en tu seno. La raza humana esperó
muchos siglos antes de que la divina fórmula le fuese plenamente
revelada; pero nuestra generación está en posesión de ella, confiesa con
alegría la Unidad y Trinidad en tu esencia divina. Antiguamente, la
palabra del escritor sagrado, parecida al relámpago que surca la nube y
deja después la obscuridad más profunda, atravesaba el horizonte del
pensamiento. Decía: "No conozco la verdadera Sabiduría, ignoro lo que es
santo. ¿Qué hombre subió al cielo y volvió a bajar? ¿Quién tiene en sus
manos la tempestad? ¿Quién contiene las aguas como en un recinto?
¿Quién fijó los confines de la tierra? ¿Sabes cómo se llama? ¿Conoces el
nombre de su hijo?"
Señor Dios, gracias a tu infinita misericordia,
conocemos hoy tu nombre: te llamas Padre, y el que engendras
eternamente se llama Verbo, la Sabiduría. Sabemos también que del Padre y
del Hijo, procede el Espíritu de amor. El Hijo, revestido de nuestra
carne, habitó esta tierra y vivió entre los hombres; el Espíritu
descendió después y se quedará con nosotros hasta la consumación de los
destinos de la familia humana en el mundo. He ahí por qué confesamos la
Unidad y la Trinidad; porque, habiendo oído el divino testimonio, hemos
creído, y "porque hemos creído, hablamos con toda seguridad".
A tus Serafines, oh Dios, les oyó el Profeta
que cantaban: "¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!".
Somos hombres mortales; pero, más felices que Isaías, sin ser profetas
como él, podemos articular la palabra angélica y decir: "¡Santo es el
Padre, Santo es el Hijo y Santo es el Espíritu Santo!" Manteníanse
volando con dos de sus alas; con las otras dos velaban respetuosamente
su cara, y las dos últimas cubrían sus pies. Nosotros también,
fortificados por el Espíritu divino que nos fue dado, procuremos
levantar "sobre las alas del deseo el peso de nuestra mortalidad;
cubramos con el dolor la responsabilidad de nuestras faltas, y velando
con la nube de la fe el ojo débil de nuestra inteligencia, recibamos
dentro la luz que se nos infunda. Dóciles a la palabra revelada, nos
conformamos con lo que enseña; ella nos trae la noción, no sólo
distinta, sino luminosa del misterio que es la fuente y el centro de
todos los demás. Los Ángeles y los Santos contemplan en el cielo, con
este inefable temor que el profeta nos indicó al mostrarnos su mirada
semicubierta con sus alas. Nosotros no vemos aún, ni podríamos ver, pero
sabemos, y esta ciencia ilumina nuestros pasos y nos fija en la verdad.
Guardémonos de "escudriñar la majestad", no sea que "seamos aplastados
con su gloria" (Prov., XXV, 87); pero repasando lo que el cielo se dignó revelarnos de
sus secretos, digamos:
ALABANZA A DIOS UNO.
— Gloria sea a ti, ESENCIA única, acto puro, ser necesario, infinito,
sin división, independiente, completo desde toda la eternidad, tranquilo
y supremamente feliz. En Ti reconocemos, con la inviolable Unidad,
fundamento de todas tus grandezas, tres personas distintamente
subsistentes; pero en su producción y en su distinción, la misma
naturaleza les es común, de suerte que la subsistencia personal, que las
constituye a cada una y las distingue a la una de la otra, no lleva
entre ellas ninguna desigualdad. ¡Oh bienaventuranza infinita en esta
sociedad de tres personas que contemplan en si mismas las mismas
perfecciones inefables de la esencia que las reúne, y la propiedad de
cada una de las tres que anima divinamente esta naturaleza que nada
puede limitar ni turbar! ¡Oh maravillosa esencia infinita, cuando se
digna obrar fuera de sí, creando seres con su poder y bondad, operando
las tres de acuerdo, de suerte que la que interviene por un modo que le
es propio, lo hace en virtud de una voluntad común! ¡Amor especial sea
dado a la divina persona, que en la acción común de las tres, se digna
revelarse más especialmente a las criaturas; y al mismo tiempo ríndanse
gracias a las otras dos que, en una misma voluntad, se unen a la que
manifiesta en nuestro favor!
ALABANZA AL PADRE.
— ¡Gloria a Ti, oh PADRE, Anciano de días, innascible, sin principio,
pero que comunicas esencial y necesariamente al Hijo y al Espíritu Santo
la divinidad que reside en Ti! Eres Dios y Padre; Él que te conoce como
Dios y no como Padre, no te conoce tal cual eres. Produces, engendras,
pero en tu propio seno; porque lo que está fuera de Ti no es Dios. Eres
el ser, el poder, pero nunca dejaste de tener un Hijo. Te dices a Ti
mismo lo que eres; te comunicas, y el fruto de la fecundidad de tu
pensamiento, igual a Ti, es la segunda persona que sale de Ti, es tu
Hijo, tu Verbo, tu palabra increada. Hablaste una vez, y tu palabra es
eterna como Tú, como tu pensamiento, del que es expresión infinita. Así,
el sol que brilla a nuestra vista nunca estuvo sin resplandor. Este
resplandor existe por él, está con él, emuna de él sin disminuirle, sin
salir de él. Perdona, Padre, a nuestra débil inteligencia al buscar
comparación entre los seres que creaste. Y, si nos estudiamos a nosotros
mismos, que creaste a tu imagen, ¿no sentimos que nuestro pensamiento,
por ser distinto en nuestro espíritu, tiene necesidad de término que le
fije y le determine?
Padre, te conocimos por el Hijo que engendraste
eternamente, y que se dignó revelarse a nosotros. Nos enseñó que Tú
eres Padre y El es Hijo, y que a la vez eres con El una misma cosa.
Cuando un Apóstol exclamó: "Señor, muéstranos al Padre", respondió: "El
que me ve, ve al Padre" (S. Juan, XIV, 8-9). ¡Oh unidad de la naturaleza divina, en que el
Hijo, distinto del Padre, no es menor que el Padre! ¡Oh complacencia
del Padre en el Hijo, por quien tiene conciencia de Sí mismo;
complacencia de amor íntimo que proclama a nuestros oídos mortales a
orillas del Jordán y en la cumbre del Tabor!
¡Oh Padre, Te adoramos, pero también Te amamos:
porque un Padre debe ser amado de sus hijos, y nosotros somos tus
hijos! ¿No nos enseña un Apóstol que toda paternidad procede de Ti, no
sólo en el cielo, sino en la tierra? Nadie es padre, nadie tiene
autoridad paterna en la familia, en el Estado, en la Iglesia, sino por
Ti, en Ti y a semejanza tuya. Es más, quisiste "que no sólo fuésemos
llamados hijos tuyos, sino que esta cualidad fuese real en nosotros (S. Juan, III, 1); no
por generación como en tu único Verbo, sino por una adopción que nos
hace sus "coherederos" (Rom., VIII, 17). Tu Hijo divino dijo hablando de Ti: "Yo honro a
mi Padre" (S. Juan, VIII, 49); también nosotros Te honramos, Padre sumo, Padre de majestad
inmensa, y desde lo profundo de nuestra nada, en espera de la
eternidad, te glorificamos con los santos Ángeles y los Bienaventurados
de nuestra raza. Tu mirada paternal nos proteja, y se complazca también
en los hijos que has previsto y que has elegido y has llamado a la fe, y
que con el Apóstol se atreven a llamarte "Padre de las misericordias, y
Dios de todo consuelo."
ALABANZA AL HIJO.
— ¡Gloria a Ti, oh HIJO, oh Verbo, oh Sabiduría del Padre! Emanado de
su esencia divina, el Padre te dió nacimiento "antes de la aurora" y te
dijo: "Hoy te he engendrado", y el hoy, que no tiene ni ayer ni mañana,
es la eternidad. Eres Hijo e Hijo único, este nombre expresa una misma
naturaleza con el que te produce; excluye la creación y te dice
consustancial al Padre, del que procedes con una semejanza perfecta.
Sales del Padre, sin salir de la esencia divina, siendo coeterno con tu
principio; porque en Dios nada hay nuevo, nada temporal. En Ti, la
filiación no es una dependencia; porque el Padre no puede existir sin el
Hijo, como tampoco el Hijo sin el Padre. Si es noble para el Padre
producir al Hijo, no lo es menos para el Hijo agotar y terminar en Sí
mismo, por su filiación, el poder generador del Padre. ¡Oh Hijo de Dios,
eres el Verbo del Padre! Palabra increada, eres tan íntimo con Él como
su pensamiento, y su pensamiento es su ser. En Ti este ser se expresa
por entero en su infinidad, en Ti se conoce. Eres el fruto inmaterial
producido por el entendimiento divino del Padre, la expresión de todo lo
que es, bien te guarde misteriosamente "en su seno" (S. Juan, I, 18), bien te produzca
fuera. ¡Qué términos emplearemos para definirte en tu magnificencia, oh
Hijo de Dios! El Espíritu Santo se dignó ayudarnos en los libros que
dictó; nos atreveremos, pues, a decir con las palabras que nos sugiere:
"Eres el esplendor de la gloria del Padre, la forma de su sustancia".
Eres el resplandor de la luz eterna, el espejo sin imperfección de la
majestad de Dios, el reflejo de su eterna bondad. Con la Iglesia reunida
en Nicea, nos atrevemos a decir: "Eres Dios de Dios, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero." Con los Padres y los doctores añadimos:
"Eres la llama eternamente alumbrada por la llama eterna. Tu luz no
disminuye en nada a la que se comunica en Ti, y en Ti nada tiene de
inferior a la que te produjo."
Pero, cuando esta inefable fecundidad que da un
Hijo eterno al Padre, al Padre y al Hijo un tercer término, quiso
manifestarse fuera de la esencia divina, y, no pudiendo producir nada
que fuese igual a Sí, se dignó llamar de la nada a la naturaleza
intelectual y razonable, como más cercana a su principio, y a la
naturaleza material como la menos alejada de la nada, entonces la
producción íntima de tu persona en el seno del Padre, oh Hijo único de
Dios, se reveló al mundo en el acto creador. El Padre lo hizo todo, pero
"en su Sabiduría", es decir, por medio de Ti "lo hizo" (Ps., CIII, 24). Esta misión de
obrar que recibiste del Padre, deriva de la generación eterna por la
que Te produce de Sí mismo. Saliste de tu descanso misterioso, y las
criaturas visibles e invisibles procedieron de la nada a tu mandato.
Obrando en íntimo acuerdo con el Padre, extendiste sobre los mundos al
crearlos, algo de esta bondad y armonía cuyo reflejo eres en la esencia
divina. Pero tu misión no se agotó con la creación. El ángel y el
hombre, seres inteligentes y libres, fueron destinados a ver y a poseer a
Dios eternamente. Para ellos no bastaba el orden natural, era necesario
que una vía sobrenatural les fuese abierta para conducirlos a su fin.
Esta vía eres Tú mismo, oh Hijo único de Dios. Al tomar en Ti la
naturaleza humana, Te uniste a tu obra, levantaste hasta Dios al ángel y
al hombre, y, en tu naturaleza finita, apareciste como el tipo supremo
de creación que el padre realizó por medio de Ti. ¡ Oh misterio
inefable! eres el Verbo increado, y a la vez "el primogénito' de toda
creatura" (Col., I, 15), que debía manifestarse a su tiempo; pero precediste en la
intención divina a todos los seres que fueron creados para ser subditos
tuyos.
La raza humana, llamada a poseerte en su seno
como divino intermediario, rompió con Dios: el pecado la precipitó en la
muerte. ¿Quién podrá levantarla, volverla a su sublime destino? Tú
sólo, ¡oh Hijo único del Padre! Nunca lo hubiéramos pensado; pero "el
Padre amó tanto al mundo, que le dió su Hijo único" (Col., I, 15), no sólo como
mediador, sino como redentor de todos. ¡Oh primogénito nuestro!, le
pediste que "Te restituyese tu herencia", y esta herencia tuviste que
rescatarla Tú mismo. El Padre entonces Te confió la misión de Salvador
para nuestra raza perdida. Tu sangre en la cruz fue nuestro rescate, y
renacimos para Dios y a nuestros primeros honores; por eso, oh Hijo de
Dios, nos gloriamos nosotros tus rescatados, de llamarte SEÑOR NUESTRO.
Librados de la muerte, purificados del pecado,
Te dignaste devolvernos todas nuestras grandezas. Eres para el futuro
CABEZA y nosotros tus miembros. Eres REY y nosotros tus dichosos
súbditos. Eres PASTOR y nosotros las ovejas de tu único rebaño. Eres
ESPOSO, y la Iglesia nuestra Madre es tu Esposa. Eres PAN vivo bajado
del cielo, y nosotros tus convidados. ¡Oh Hijo de Dios, oh Emmanuel, oh
hijo del Hombre, bendito sea el Padre que Te envió; pero sé bendito con
El Tú, que cumpliste su misión, y Te dignaste decirnos que "tus delicias
son estar con los hijos de los hombres!"
ALABANZA AL ESPÍRITU SANTO.
— ¡Gloria a Ti, oh ESPÍRITU SANTO, que emanas por siempre del Padre y
del Hijo en la unidad de la sustancia divina! El acto eterno, por el
cual el Padre se conoce así mismo, produce al Hijo, que es la imagen
infinita del Padre, y el Padre se complace amorosamente en este
esplendor salido de Él antes de todos los siglos. El Hijo, al contemplar
el principio de que emana eternamente, concibe para con este principio
un amor igual a aquel del que es objeto. ¡Qué lengua podrá describir
este ardor, esta aspiración mutua que es la atracción y el movimiento de
una persona hacia la otra, en la inmovilidad eterna de la esencia! Tú
eres este amor, oh Espíritu divino, que sales del Padre y del Hijo como
de un mismo principio, distinto del uno y del otro, pero formando el
lazo que los une en las inefables delicias de la divinidad: Amor
viviente, personal, que procede del Padre por el Hijo, último término
que completa la naturaleza divina y consuma eternamente la Trinidad. En
el seno impenetrable de Dios, la personalidad Te viene a la vez del
Padre, cuya expresión eres por un nuevo modo de producción, y del Hijo,
que recibiéndola del Padre, Te la da de Sí mismo; porque el amor
infinito que los une estrechamente, es de los dos y no de uno solo.
Nunca estuvo el Padre sin el Hijo; nunca estuvo el Hijo sin el Padre;
pero tampoco el Padre y el Hijo estuvieron sin Ti, ¡oh Espíritu Santo!
Eternamente se han amado, y Tú eres el amor infinito que reina en ellos,
y al cual comunican su divinidad. La procesión de uno y otro agota la
virtud productiva de la esencia increada, y así las divinas personas
realizan el número de tres; fuera de ellas no hay sino la creación.
Era necesario que en la esencia divina
existiese no sólo el poder y la inteligencia, sino también el querer,
del que procede toda acción. La voluntad y el amor son una sola y misma
cosa, y Tú eres, oh divino Espíritu, este querer y este amor. Cuando la
Trinidad dichosa obra fuera de sí misma, el acto concebido por el Padre y
expresado por el Hijo, se realiza por Ti. Por Ti también, el amor que
el Padre y el Hijo se tienen el uno al otro, y que se personaliza en Ti,
se extiende a los seres que serán creados. Por su Verbo, el Padre los
conoce; por Ti, oh Espíritu de amor, los ama, de suerte que toda
creación procede de la bondad divina.
Emanando del Padre y del Hijo, sin perder la
igualdad que eternamente tienes con ellos, eres enviado por uno y otro a
la criatura. El Hijo, enviado por el Padre, reviste por toda la
eternidad la naturaleza humana, y su persona, por las operaciones que le
son propias, nos parece distinta de la del Padre. Del mismo modo, oh
Espíritu Santo, Te reconocemos distinto del Padre y del Hijo, cuando
bajas para cumplir en nosotros la misión que Te ha sido dada por uno y
otro. Inspiras a los profetas intervienes en María en la Encarnación
divina, descansas sobre la flor de Jesé, conduces al desierto a Jesús,
le ensalzas con milagros. Su Esposa la Iglesia Te recibe y la enseñas
todo lo verdadero y Te quedas en ella, como su amigo, hasta el último
día del mundo. Nuestras almas están señaladas con tu sello Tú las animas
con la vida sobrenatural; vives hasta en nuestro cuerpo, que es templo;
en fin, eres para nosotros el don de Dios", la fuente que mana hasta la
vida eterna. ¡Gracias distintas Te sean dadas, oh Espíritu divino, por
las distintas obras que haces en nuestro favor!
ACCIÓN DE GRACIAS A LA SANTÍSIMA TRINIDAD.
— Y ahora, después de adorar una a una a las divinas personas,
recorriendo sus beneficios en el mundo, nos atrevemos a levantar
nuestros ojos mortales hacia esta triple Majestad que resplandece en la
unidad de tu esencia, oh supremo Señor, y confesamos con San Agustín lo
que aprendimos de Ti, acerca de Ti mismo. "Tres es su número; uno, que
ama al que es de él; uno, que ama a aquél de quien es; y, por fin, el
amor mismo". Pero nos queda por cumplir un deber de agradecimiento, el
celebrar la inefable conducta por la cual Te dignaste imprimir en
nosotros tu imagen. Habiendo determinado eternamente darnos sociedad en
Ti, nos preparaste según un tipo tomado de tu ser divino. Tres:
facultades en nuestra única alma atestiguan nuestro origen, que viene de
Ti; pero este frágil espejo de tu ser, que es la gloria de nuestra
naturaleza, no era más que un preludio a los designios de tu amor.
Después de darnos el ser natural, determinaste en tu consejo, oh
Trinidad divina, comunicarnos aún el ser sobrenatural. En la plenitud de
los tiempos, el Padre nos envía a su Hijo, y este Verbo increado aporta
la luz a nuestra inteligencia: el Padre y el Hijo envían al Espíritu, y
el Espíritu trae el amor a nuestra voluntad; y el Padre, que no puede
ser enviado, viene por si mismo, y se da a nuestra alma cuyo poder
transforma. En el Bautismo, en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, se cumple en el cristiano esta producción de las tres
divinas personas, en correspondencia inefable con las facultades dadas a
nuestra alma, como el bosquejo de la obra maestra que la obra
sobrenatural de Dios puede sólo acabar.
¡Oh unión por la que Dios está en el hombre y
el hombre en Dios! ¡Unión por la cual llegamos a la adopción del Padre, a
la fraternidad con el Hijo, a la herencia eterna! Pero esta permanencia
de Dios en la criatura, el amor eterno es quien la formó gratuitamente,
y se mantiene por el tiempo que el amor de reciprocidad no falta en el
hombre. El pecado mortal tendrá la fuerza de quebrantarla; la presencia
de las divinas personas, que habían establecido su morada en el alma y
que permanecían unida a ella, cesarían en el mismo instante en que la
gracia santificante se extinguiese. Dios no estaría ya en el alma más
que por su inmensidad, y el alma ya no le poseería. Entonces Satanás
restablecería en ella el reino de su odiosa trinidad: "la concupiscencia
de la carne, la concupiscencia de los ojos, y el orgullo de la vida",
¡desgraciado el que se atreva a provocar a Dios por una ruptura tan
sangrienta, y sustituir así, por el mal, el sumo bien! El celo del Señor
menospreciado, expulsado, es el que ha abierto los abismos del infierno
y ha encendido la llama eterna.
Luego esta ruptura, ¿no tendrá posibilidad de
reconciliación? No, por parte del hombre pecador, incapaz de reanudar
con la adorable Trinidad las relaciones que un avance gratuito había
preparado y que una bondad incomprensible había consumado. Pero la
misericordia de Dios, que es, como lo enseña la Iglesia en la Liturgia el
atributo supremo de su poder, puede realizar tal prodigio, y lo hace
cada vez que un pecador se convierte. A este movimiento de la augusta
Trinidad que se digna bajar de nuevo al corazón del hombre arrepentido,
una alegría inmensa, nos dice el Evangelio, se apodera de los Ángeles y
de los Santos hasta en lo más alto del cielo; porque el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo señalaron su amor, y buscaron la gloria haciendo
justo al que era pecador, viniendo a habitar en esta oveja antes
extraviada, en este pródigo, empleado hasta ahora en la guarda de los
animales inmundos, en este ladrón que, hace poco, en la cruz, insultaba
con su compañero al inocente crucificado. Sean, pues, adoración y amor a
Ti, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad perfecta que Te dignaste
revelarte a los mortales, Unidad eterna e inconmensurable, que libraste a
nuestros padres del yugo de los falsos dioses. Gloria a Ti como era en
el principio, antes de todos los seres creados; como es ahora, en el
momento en que contemplamos la verdadera vida, que consiste en
contemplarte cara a cara; como será por los siglos de los siglos, cuando
la eterna bienaventuranza nos reúna en tu seno infinito. Amén.
Año Litúrgico de Guéranger
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