lunes, 26 de junio de 2017

27 de Junio: MARTES DE LA INFRAOCTAVA DEL S. C. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

EL DEBER DE LA REPARACION UNA DEUDA DE JUSTICIA AMOR. — Al deber de la consagración va aneja, como consecuencia natural, otra obligación: la de ofrecer al amor olvidado y despreciado de nuestro Dios, una compensación por las indiferencias, ofensas e injurias que le infiere el género humano. Esto es lo que se llama reparación. 


Doble es el motivo, dice la Encíclica Miserentissimus, que nos obliga a la reparación: uno de justicia, con el fin de que la ofensa hecha a Dios con nuestros crímenes, sea expiada, y que el orden violado sea restablecido con la penitencia; otro de amor que nos inclina a participar en el sufrimiento de Cristo, doliente y saturado de oprobios, y procurarle, según nuestra pequeñez lo permita, algún consuelo." 

Obligación de justicia y amor; ciertamente, el pecado no es sólo la violación de una ley que tiene a Dios por autor y custodio; es, además, una injuria personal contra Él, y un desprecio práctico de su amor. Es, pues, natural que Dios, como requisito para alcanzar el perdón, exija una reparación que sea el reconocimiento de su grandeza y amor. Y el hombre, lejos de extrañarse de esta exigencia divina, debería adelantarse por si mismo y persuadirse de la necesidad que tiene de hacer olvidar, en cierto sentido, a Dios, la ingratitud de que es culpable; y, fijos los ojos en el Crucifijo, en la llaga del costado del Salvador, viendo aquel Corazón traspasado, debía decidirse a reparar a la justicia divina todo el mal, por medio de obras exteriores de penitencia. 

Ahora bien: todos hemos pecado, y a todos nos incumbe el deber de la expiación. Pero de nosotros mismos no podemos ofrecer a Dios una reparación suficiente. Criaturas con poderes muy limitados, somos incapaces de saldar una deuda en cierto sentido infinita. Y por eso el Verbo, en su misericordia, quiso tomar una naturaleza humana, para rescatar, por la virtud de su sacrificio, toda la raza humana: "Cargó con nuestras enfermedades y dolores; por nuestras iniquidades estuvo cubierto de llagas; sobrellevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz... para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia." Pero quiso Él dejar voluntariamente su obra incompleta: habiéndonos rescatado sin nosotros, no quiso salvarnos sin nosotros, y debemos completar en nuestra carne lo que falta a la Pasión de Cristo."
 
HACER PENITENCIA. — ¿Qué hacer en consecuencia? Nos lo dice San Pedro como se lo dijo a los judíos de Jerusalén: "¡Haced penitencia!"; y ¿cuál es la primera penitencia que se nos impone? "La penitencia de que habla el Príncipe de los Apóstoles, no excluye seguramente las obras aflictivas de las que se sirve el hombre para castigar en su propia carne el pecado y evita el retorno; pero su pensamiento se extiende más lejos: tiende al cambio de vida, el renunciamiento a toda disposición y costumbre reprobadas por Dios" (Dom Delatte, Epitres de S. Paul, I, 33). Este es también el pensamiento de San Pablo cuando nos pide, "que llevemos en nuestros cuerpos la mortiñcación de Jesús" y "crucifiquemos nuestra carne con sus concupiscencias" y "rechacemos la corrupción de la concupiscencia que reina en el mundo" Y ¿porqué esto? "Para que la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos" (II Cor., IV, 10), y para que unidos a la inmolación de la única Víctima, hechos partícipes del sacerdocio eterno del Sumo Sacerdote, ofrezcamos a Dios, "dones y sacrificios por los pecados" (Hebr., V, 1). Es también el pensamiento del Papa cuando nos dice: "Cuanto nuestra oblación y nuestro sacrificio respondan más perfectamente al sacrificio del Señor, es decir, cuanto la inmolación de nuestro amor propio y de nuestra concupiscencia sea más perfecta; cuanto mayor sea la crucifixión de nuestra carne, esa crucifixión mística de que nos habla el Apóstol, más abundantes serán los frutos propiciatorios y expiatorios que alcanzaremos para nosotros y para los demás. — He ahí, sin duda, la intención del misericordioso Jesús cuando nos descubrió su Corazón, aureolado con los emblemas de la Pasión y rodeado de llamas: quería que después de haber considerado la malicia infinita del pecado, y admirado el amor infinito del Redentor, detestáramos con energía el pecado, y le devolviéramos, con un fervor más ardiente, amor por amor." 

ACTO DE DESAGRAVIO. — Animados de este espíritu, podemos hacerle este acto de desagravio redactado por el P. Croiset. Escribiéndole Santa Margarita María con respecto a esta oración, le decía: "Estoy segura que Jesucristo le ha ayudado en su trabajo, puesto que todo, si no me equivoco, es tan de su agrado, que no creo que haya que cambiar nada."
 
"Adorabilísimo y amantísimo Jesús, siempre lleno de amor hacia nosotros, siempre conmovido por nuestras miserias, siempre animado del deseo de hacernos partícipes de tus tesoros y de darte tú mismo a nosotros; Jesús, Señor y Dios uno, que por un exceso del más ardiente y prodigioso de los amores, has permanecido en estado de Víctima en la adorable Eucaristía, donde te ofreces por nosotros en sacrificio millones de veces al día. ¿Cuáles deben de ser tus sentimientos en este estado, cuando no hallas en los corazones de la mayor parte de los hombres sino frialdad, olvido, ingratitud y desprecio? ¿No te bastó, Salvador mío, el haber escogido para salvarnos, el camino más espinoso, pudiéndonos testimoniar tu excesivo amor con menos coste tuyo? ¿No te bastó el haberte abandonado una vez a esta cruel agonía y a esta mortal postración que te causó el horrible espectáculo que ofrecían nuestros pecados, con los que habías cargado? ¿Por qué, pues, quieres exponerte aún diariamente, a todas las irreverencias de que es capaz la malicia de los hombres y de los demonios? ¡Ah! Dios mío y mi amabilísimo Redentor, ¿cuáles fueron los sentimientos de tu Sagrado Corazón al contemplar tanta ingratitud y pecado? ¿Cuál ha sido tu amargura, cuando tanto sacrilegio y ultraje ha sufrido tu Corazón? 

"Arrepentido sinceramente de todas estas indignidades, héme aquí, Señor, prosternado y confundido ante tu divinidad, para hacer un acto de desagravio, a los ojos del cielo y de la tierra, por todas las irreverencias y ultrajes que has recibido en nuestros altares, desde que fue instituido este divino Sacramento. Con corazón humilde y contrito, te pido una y mil veces perdón por todas esas irreverencias. ¡Quién me diera, Dios mío, anegar con mis lágrimas y regar con mi propia sangre, todos los lugares en que tu Corazón ha sido tan horriblemente ultrajado, y las señales de tu amor divino recibidas con indiferencia tan desdeñosa! ¡Ojalá pudiera, por un nuevo género de homenaje, de humillación, de anonadamiento, expiar tanto sacrilegio y profanación! ¡Quién pudiera ser, nada más un momento, señor de todos los corazones humanos, para compensar, en cierto modo, por el sacrificio que te ofrecería, el olvido y la indiferencia de todos aquellos que no han querido conocerte, o que, habiéndote conocido, no te han amado! 

"Mas ¡oh amabilísimo Salvador! lo que más me llena de confusión y me hace llorar amargamente, es pensar que yo mismo he sido del número de esos ingratos. Dios mío, que ves el fondo de mi corazón, tú conoces el dolor que siento por mis ingratitudes, y la pena de verte tratado tan indignamente. Estoy dispuesto a sufrirlo todo para borrarlas. Héme aquí, Señor, con el corazón transido de dolor, humillado y prosternado, presto a aceptar de tu mano cuanto exijas de mí. Hiere, Señor, hiere; bendeciré y besaré cien veces la mano que ejerza sobre mí un castigo tan justo. ¡Ojalá fuera yo una víctima propia para reparar tantas injurias! ¡Sería feliz si pudiera, por toda clase de tormentos, indemnizarte de tanto desprecio e impiedad! Y si no merezco esta gracia, acepta por lo menos mi deseo. 

"Recibe, Padre eterno, este acto de desagravio, en unión de aquel que este Sagrado Corazón te hizo en el Calvario y que te ofreció María al pie de la cruz de su Hijo; y por la oración que te dirije su Corazón, perdóname tanto número de irreverencias e indignidades cometidas, y haz eficaz, por tu gracia, mi deseo y resolución de no perdonar fatiga para amar ardientemente y honrar por todos los medios posibles a mi Soberano, a mi Salvador y a mi Juez, que confieso realmente presente en la adorable Eucaristía, y en la que quiero mostrar en adelante, con mi conducta respetuosa ante su presencia y por mi asiduidad en visitarle, que lo creo realmente presente. Y así como hago profesión de honrar de un modo especial su Sacratísimo Corazón, en ese mismo Corazón quiero pasar el resto de mi vida. Concédeme la gracia que te pido, de exhalar mi último suspiro en ese mismo Corazón a la hora de mi muerte. Así sea."


Año Litúrgico de Guéranger


 

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