EL DEBER DE LA REPARACION UNA DEUDA DE JUSTICIA AMOR. — Al
deber de la consagración va aneja, como consecuencia natural, otra
obligación: la de ofrecer al amor olvidado y despreciado de nuestro
Dios, una compensación por las indiferencias, ofensas e injurias que le
infiere el género humano. Esto es lo que se llama reparación.
Doble es el motivo, dice la Encíclica Miserentissimus,
que nos obliga a la reparación: uno de justicia, con el fin de que la
ofensa hecha a Dios con nuestros crímenes, sea expiada, y que el orden
violado sea restablecido con la penitencia; otro de amor que nos inclina
a participar en el sufrimiento de Cristo, doliente y saturado de
oprobios, y procurarle, según nuestra pequeñez lo permita, algún
consuelo."
Obligación de justicia y amor; ciertamente, el
pecado no es sólo la violación de una ley que tiene a Dios por autor y
custodio; es, además, una injuria personal contra Él, y un desprecio
práctico de su amor. Es, pues, natural que Dios, como requisito para
alcanzar el perdón, exija una reparación que sea el reconocimiento de su
grandeza y amor. Y el hombre, lejos de extrañarse de esta exigencia
divina, debería adelantarse por si mismo y persuadirse de la necesidad
que tiene de hacer olvidar, en cierto sentido, a Dios, la ingratitud de
que es culpable; y, fijos los ojos en el Crucifijo, en la llaga del
costado del Salvador, viendo aquel Corazón traspasado, debía decidirse a
reparar a la justicia divina todo el mal, por medio de obras exteriores
de penitencia.
Ahora bien: todos hemos pecado, y a todos nos
incumbe el deber de la expiación. Pero de nosotros mismos no podemos
ofrecer a Dios una reparación suficiente. Criaturas con poderes muy
limitados, somos incapaces de saldar una deuda en cierto sentido
infinita. Y por eso el Verbo, en su misericordia, quiso tomar una
naturaleza humana, para rescatar, por la virtud de su sacrificio, toda
la raza humana: "Cargó con nuestras enfermedades y dolores; por nuestras
iniquidades estuvo cubierto de llagas; sobrellevó nuestros pecados en
su cuerpo sobre la cruz... para que, muertos al pecado, viviéramos para
la justicia." Pero quiso Él dejar voluntariamente su obra incompleta:
habiéndonos rescatado sin nosotros, no quiso salvarnos sin nosotros, y
debemos completar en nuestra carne lo que falta a la Pasión de Cristo."
HACER PENITENCIA.
— ¿Qué hacer en consecuencia? Nos lo dice San Pedro como se lo dijo a
los judíos de Jerusalén: "¡Haced penitencia!"; y ¿cuál es la primera
penitencia que se nos impone? "La penitencia de que habla el Príncipe de
los Apóstoles, no excluye seguramente las obras aflictivas de las que
se sirve el hombre para castigar en su propia carne el pecado y evita el
retorno; pero su pensamiento se extiende más lejos: tiende al cambio de
vida, el renunciamiento a toda disposición y costumbre reprobadas por
Dios" (Dom Delatte, Epitres de S. Paul, I, 33). Este es también el pensamiento de San Pablo cuando nos pide,
"que llevemos en nuestros cuerpos la mortiñcación de Jesús" y
"crucifiquemos nuestra carne con sus concupiscencias" y "rechacemos la
corrupción de la concupiscencia que reina en el mundo" Y ¿porqué esto?
"Para que la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos" (II Cor., IV, 10), y para
que unidos a la inmolación de la única Víctima, hechos partícipes del
sacerdocio eterno del Sumo Sacerdote, ofrezcamos a Dios, "dones y
sacrificios por los pecados" (Hebr., V, 1). Es también el pensamiento del Papa cuando
nos dice: "Cuanto nuestra oblación y nuestro sacrificio respondan más
perfectamente al sacrificio del Señor, es decir, cuanto la inmolación de
nuestro amor propio y de nuestra concupiscencia sea más perfecta;
cuanto mayor sea la crucifixión de nuestra carne, esa crucifixión
mística de que nos habla el Apóstol, más abundantes serán los frutos
propiciatorios y expiatorios que alcanzaremos para nosotros y para los
demás. — He ahí, sin duda, la intención del misericordioso Jesús cuando
nos descubrió su Corazón, aureolado con los emblemas de la Pasión y
rodeado de llamas: quería que después de haber considerado la malicia
infinita del pecado, y admirado el amor infinito del Redentor,
detestáramos con energía el pecado, y le devolviéramos, con un fervor
más ardiente, amor por amor."
ACTO DE DESAGRAVIO.
— Animados de este espíritu, podemos hacerle este acto de desagravio
redactado por el P. Croiset. Escribiéndole Santa Margarita María con
respecto a esta oración, le decía: "Estoy segura que Jesucristo le ha
ayudado en su trabajo, puesto que todo, si no me equivoco, es tan de su
agrado, que no creo que haya que cambiar nada."
"Adorabilísimo y amantísimo Jesús, siempre
lleno de amor hacia nosotros, siempre conmovido por nuestras miserias,
siempre animado del deseo de hacernos partícipes de tus tesoros y de
darte tú mismo a nosotros; Jesús, Señor y Dios uno, que por un exceso
del más ardiente y prodigioso de los amores, has permanecido en estado
de Víctima en la adorable Eucaristía, donde te ofreces por nosotros en
sacrificio millones de veces al día. ¿Cuáles deben de ser tus
sentimientos en este estado, cuando no hallas en los corazones de la
mayor parte de los hombres sino frialdad, olvido, ingratitud y
desprecio? ¿No te bastó, Salvador mío, el haber escogido para salvarnos,
el camino más espinoso, pudiéndonos testimoniar tu excesivo amor con
menos coste tuyo? ¿No te bastó el haberte abandonado una vez a esta
cruel agonía y a esta mortal postración que te causó el horrible
espectáculo que ofrecían nuestros pecados, con los que habías cargado?
¿Por qué, pues, quieres exponerte aún diariamente, a todas las
irreverencias de que es capaz la malicia de los hombres y de los
demonios? ¡Ah! Dios mío y mi amabilísimo Redentor, ¿cuáles fueron los
sentimientos de tu Sagrado Corazón al contemplar tanta ingratitud y
pecado? ¿Cuál ha sido tu amargura, cuando tanto sacrilegio y ultraje ha
sufrido tu Corazón?
"Arrepentido sinceramente de todas estas
indignidades, héme aquí, Señor, prosternado y confundido ante tu
divinidad, para hacer un acto de desagravio, a los ojos del cielo y de
la tierra, por todas las irreverencias y ultrajes que has recibido en
nuestros altares, desde que fue instituido este divino Sacramento. Con
corazón humilde y contrito, te pido una y mil veces perdón por todas
esas irreverencias. ¡Quién me diera, Dios mío, anegar con mis lágrimas y
regar con mi propia sangre, todos los lugares en que tu Corazón ha sido
tan horriblemente ultrajado, y las señales de tu amor divino recibidas
con indiferencia tan desdeñosa! ¡Ojalá pudiera, por un nuevo género de
homenaje, de humillación, de anonadamiento, expiar tanto sacrilegio y
profanación! ¡Quién pudiera ser, nada más un momento, señor de todos los
corazones humanos, para compensar, en cierto modo, por el sacrificio
que te ofrecería, el olvido y la indiferencia de todos aquellos que no
han querido conocerte, o que, habiéndote conocido, no te han amado!
"Mas ¡oh amabilísimo Salvador! lo que más me
llena de confusión y me hace llorar amargamente, es pensar que yo mismo
he sido del número de esos ingratos. Dios mío, que ves el fondo de mi
corazón, tú conoces el dolor que siento por mis ingratitudes, y la pena
de verte tratado tan indignamente. Estoy dispuesto a sufrirlo todo para
borrarlas. Héme aquí, Señor, con el corazón transido de dolor, humillado
y prosternado, presto a aceptar de tu mano cuanto exijas de mí. Hiere,
Señor, hiere; bendeciré y besaré cien veces la mano que ejerza sobre mí
un castigo tan justo. ¡Ojalá fuera yo una víctima propia para reparar
tantas injurias! ¡Sería feliz si pudiera, por toda clase de tormentos,
indemnizarte de tanto desprecio e impiedad! Y si no merezco esta gracia,
acepta por lo menos mi deseo.
"Recibe, Padre eterno, este acto de desagravio,
en unión de aquel que este Sagrado Corazón te hizo en el Calvario y que
te ofreció María al pie de la cruz de su Hijo; y por la oración que te
dirije su Corazón, perdóname tanto número de irreverencias e
indignidades cometidas, y haz eficaz, por tu gracia, mi deseo y
resolución de no perdonar fatiga para amar ardientemente y honrar por
todos los medios posibles a mi Soberano, a mi Salvador y a mi Juez, que
confieso realmente presente en la adorable Eucaristía, y en la que
quiero mostrar en adelante, con mi conducta respetuosa ante su presencia
y por mi asiduidad en visitarle, que lo creo realmente presente. Y así
como hago profesión de honrar de un modo especial su Sacratísimo
Corazón, en ese mismo Corazón quiero pasar el resto de mi vida.
Concédeme la gracia que te pido, de exhalar mi último suspiro en ese
mismo Corazón a la hora de mi muerte. Así sea."
Año Litúrgico de Guéranger
No hay comentarios:
Publicar un comentario