El Espíritu Santo tomó ayer posesión del mundo, y sus
comienzos en la misión que había recibido del Padre y del Hijo
anunciaron su poder, y preludiaron con ostentación sus futuras
conquistas. Vamos a seguir su camino y sus acciones sobre la tierra que
le fue confiada; la sucesión de los días de Octava tan solemne nos
permitirá señalar una tras otra sus obras en la Iglesia y en las almas.
ISRAEL Y LA GENTILIDAD.—
Jesús es el Rey del mundo; recibió de su Padre las naciones en
herencia. El mismo nos declaró que "le ha sido otorgado todo (Ps II, 8) poder en
el cielo y en la tierra" (S. Mat XXVIII, 18). Pero subió al cielo antes de establecerse su
imperio en este mundo. El pueblo de Israel a quien hizo escuchar su
palabra, a cuyos ojos realizó los prodigios que atestiguaban su misión,
le despreció y dejó de ser su pueblo (Dan., IX, 26). Sólo algunos de sus miembros le
recibieron y le recibirán todavía; pero la masa de Israel suscribe la
exclamación sacrilega de sus pontífices: "No queremos que reine sobre
nosotros" (S Lucas, XIX, 14).
La gentilidad está también tan alejada de
recibir al hijo de Maria por su señor. Desconoce su persona, su doctrina
y su misión. Las antiguas tradiciones de la religión primitiva se han
borrado gradualmente. El culto de la materia ha invadido tanto al mundo
civilizado como al mundo bárbaro, y se ha prodigado adoración a toda
criatura. La moral está alterada hasta en sus fuentes más sagradas y más
inviolables. La razón se ha oscurecido en esta minoría imperceptible
que se gloría del nombre de filósofos; "se desvanecieron sus
pensamientos y se oscureció su insensato corazón" (Rom.. I. 21). Las razas humanas
emigradas se han mezclado sucesivamente por la conquista. Tantos
transtornos sólo dejaron en los pueblos la idea de la fuerza, y el
colosal imperio romano del César cae con todo su peso sobre la tierra.
Es el momento que el Padre celestial escogió para enviar a su Hijo a
este mundo. No hay lugar para un rey de las inteligencias y de los
corazones; con todo eso, es necesario que Jesús reine sobre los hombres y
que su reino sea recibido.
EL PRÍNCIPE DE ESTE MUNDO.
— Entretanto, se ha presentado otro señor y los pueblos le acogieron.
Es Satanás, y su imperio se ha establecido con tanto poder, que Jesús
mismo le llama el Príncipe de este mundo. Es menester "echarle fuera" (S. Juan, XII. 31);
se trata de arrojarle de sus templos, de expulsarle de las costumbres,
del pensamiento, de la literatura, de las artes, de la política; porque
todo lo posee. No es sólo la humanidad depravada quien resiste; es el
fuerte armado (S. Lucas, XI, 21) quien la guarda como su dominio y que no cederá ante una
fuerza creada.
Todo está, pues, contra el reino de Cristo, y
nada a su favor. ¿Qué sirve a la impiedad moderna decir, contra la
evidencia de los hechos, que el mundo estaba preparado a una tan
completa revolución? ¡Como si todos los vicros y todos los errores
fuesen una preparación a todas las virtudes y a todas las verdades!;
¡como si bastase al hombre vicioso sentir la miseria, para comprénder
que su desgracia viene de que está en el mal y resolverse a ser de
repente, y a costa de todos los sacrificios, un héroe de virtud!
No, para que Jesús reinase sobre este mundo
perverso era necesario un milagro y el mayor de todos, un prodigio que,
como dijo Bossuet, no tiene término de comparación más que con el acto
creador que hizo salir los seres de la nada. Además, este prodigio,
¿quién lo ha hecho sino el Espíritu Santo? Fue él quien quiso que
nosotros, que no vimos a Nuestro Señor Jesucristo, estuviésemos tan
seguros de su naturaleza divina y de su misión de Salvador, como si
hubiésmos sido testigos de sus milagros y oyentes de sus enseñanzas. Con
este fin ha obrado este prodigio de los prodigios, esta conversión del
mundo, en la que "Dios escogió lo que era más débil en el mundo para
hacerlo fuerte, lo que no es nada para destruir lo que es" (1 Cor., I, 27). En este
hecho inmenso y más luminoso que el sol, el Espíritu Santo ha hecho
visible su presencia y se ha dado testimonio de sí mismo.
ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO SOBRE LOS APÓSTOLES.
— Veamos de qué medio se ha servido para asegurar el reino de Jesús
sobre el mundo. Volvamos de nuevo al Cenáculo. Considera a estos hombres
revestidos ahora de la virtud de lo alto. ¿Qué eran ha poco? Gente sin
influencia, de condición baja, sin letras, de una debilidad conocida.
¿No es verdad que el Espíritu Santo hizo de ellos en seguida hombres
elocuentes y del más alto valor, hombres a los que el mundo conocerá
pronto y que obtendrán sobre él una victoria ante la cual palidecerán de
los más gloriosos conquistadores? También es menester que la
incredulidad lo confiese, el hecho es demasiado evidente: el mundo se ha
transformado, y esta transformación es la obra de estos pobres judíos
del Cenáculo. Recibieron el Espíritu Santo el día de Pentecostés y este
Espíritu Santo cumplió en ellos lo que tenía que hacer.
Les ha dado tres cosas ese día: la palabra
figurada por las lenguas, el ardor del amor representado por el fuego y
el don de los milagros que ejercen al punto. La palabra es la espada de
que están armados, el amor es el alimento del valor que les hará
desafiarlo todo y por el milagro atraerán la atención de los hombres.
Tales son los medios ante los cuales el Príncipe del mundo será obligado
a capitular, por los que el reino del Emmanuel se establecerá en su
dominio, y todos estos medios proceden del Espíritu Santo.
...SOBRE TODOS LOS HOMBRES.
— Pero no limita allí su acción. No basta que los hombres oigan resonar
la palabra, que admiren el valor, que vean los prodigios. No basta que
vean el esplendor de la verdad, que sientan la belleza de la virtud y
reconozcan la vergüenza y el crimen de su situación. Para llegar a la
conversión del corazón, para reconocer un Dios en este Jesús, que se les
va a predicar, para amarle y ofrecerse a él en el bautismo y hasta el
mismo martirio, es necesario que el Espíritu Santo intervenga. Él solo,
como dice el Profeta, puede quitar de su pecho el corazón de piedra y
sustituirle por un corazón de carne capaz de experimentar el sentimiento
sobrenatural de la fe y del amor. El Espíritu divino acompañará siempre
a sus enviados; para ellos la acción visible, para él la acción
invisible, y la salvación del hombre resultará de esta colaboración.
Será necesario que ambas acciones se ejerzan sobre cada individuo, que
la libertad de cada uno acepte y se entregue a la predicación exterior
del apóstol y a la moción interior del Espíritu. Ciertamente es una gran
obra llevar a la raza humana a confesar a Jesús por su rey y señor; la
voluntad perversa se resistirá mucho tiempo; pero, pasados tres siglos,
el mundo civilizado se pondrá bajo la cruz del Redentor.
LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS.
— Era justo que el Espíritu Santo y sus enviados se dirigiesen primero
al pueblo de Dios. Este pueblo "había recibido en depósito los oráculos
divinos" (Rom., III, 2). Había suministrado la sangre de la redención, Jesús había
declarado que era enviado "a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (S. Mat., XV, 24).
Pedro, su vicario, debía heredar la gloria de ser el Apóstol del pueblo
circuncidado, aunque la gentilidad, en la persona de Cornelio el
Centurión, debía ser por él introducida en la Iglesia, y la emancipación
de los gentiles bautizados proclamada por él en la asamblea de
Jerusalén. Pero el honor se debía en primer lugar a la familia de
Abraham, de Isaac y de Jacob; por eso, el primer Pentecostés es judío,
porque nuestros primeros antepasados en este día son judíos. El Espíritu
Santo reparte primero sus dones a la raza de Israel.
Ved partir ahora de Jerusalén a estos judíos
que han recibido la palabra, y cuyo bautismo ha hecho verdaderos hijos
de Abraham. Terminada la solemnidad, vuelven a las provincias de la
gentilidad que habitan, llevando en sus corazones a Jesús, a quien han
reconocido por el Mesías rey y salvador. Saludemos estas primicias de la
Iglesia, a estos trofeos del Espíritu, a estos portadores de la buena
nueva. No tardarán en ver llegar a los hombres del Cenáculo que se
volverán hacia los gentiles, después de la inútil intimación hecha a la
orgullosa e ingrata Jerusalén.
Una débil minoría de la nación judía ha
consentido, pues, en reconocer al hijo de David por el heredero del
Padre de familia; la masa ha permanecido rebelde y corre obstinadamente a
su pérdida. ¿Cómo calificar su crimen? Esteban, el Protomártir, nos lo
enseña. Dirigiéndose a estos indignos hijos de Abraham: "Hombres de dura
cabeza, les dijo, corazones y oídos incircuncisos, resistís
continuamente al Espíritu Santo" (Act., VII, 51). Tan culpable negativa de obedecer en
la nación privilegiada da la señal de la emigración de los Apóstoles
hacia la gentilidad. El Espíritu Santo no les abandona ya, y en
adelante, sobre los pueblos sentados en las sombras de la muerte,
esparcirá los torrentes de la gracia que Jesús mereció a los hombres por
su Sacrificio sobre la cruz.
LA CONVERSIÓN DE LOS PAGANOS.
— Estos portadores de la palabra de vida se llegan a las regiones
paganas. Todo se auna contra ellos, pero triunfan de todo. El Espíritu
que les anima fecundiza en ellos sus dones. Obra al mismo tiempo sobre
las almas de sus oyentes, la fe en Jesús se extiende con rapidez y
pronto Antioquía, luego Roma y Alejandría, ven levantarse en su seno una
población cristiana. La lengua de fuego recorre el mundo; no se detiene
ni en los límites del imperio romano, predestinado, según los Profetas,
a servir de base al imperio de Cristo. La India, China, Etiopía y cien
pueblos lejanos oyen la voz de los Evangelistas de la paz.
Pero no les basta dar testimonio por la palabra
a la dignidad real de un Señor, también le deben el testimonio de la
sangre. No serán tardos. El fuego que les abrasó en el Cenáculo les
consume en el holocausto del martirio.
Admiremos aquí el poder y la fecundidad del
Espíritu divino. A estos primeros enviados sucede una generación nueva.
Los nombres están cambiados, pero la acción continúa y continuará hasta
el fin de los tiempos, porque es menester que Jesús sea reconocido por
salvador y señor de la humanidad, y que el Espíritu Santo ha sido
enviado para operar este reconocimiento sobre la tierra.
LA DERROTA DE SATANÁS.
— El Príncipe de este mundo, "la vieja serpiente" (Apoc., XII, 9), se agita con violencia
para impedir las conquistas de los enviados del Espíritu. Crucificó a
Pedro, cortó la cabeza a Pablo e inmoló a sus compañeros; mas cuando los
jefes desaparecieron, su orgullo fue sometido a una prueba más dura
todavía.
El misterio de Pentecostés produjo un pueblo
entero; la semilla apostólica germinó en proporciones gigantescas. La
persecución de Nerón pudo derribar los jefes judíos del Nuevo
Testamento; pero ved ahí a la gentilidad establecida en la Iglesia. Como
cantábamos ayer "el Espíritu del Señor llenó toda la tierra" (Introito de la fiesta de Pentecostés tomado del libro de la Sabiduría). Vemos,
desde fines del primer siglo, la espada de Domiciano cebarse aun en los
miembros de la familia imperial. Pronto los Trajanos, los Adrianos, los
Antoninos, los Marco Aurelios, espantados del competidor Jesús Nazareno,
se lanzan sobre su rebaño; pero en vano. El Príncipe del mundo les
había armado con la política y con la filosofía; el Espíritu Santo
deshace estos falsos prestigios, y la verdad se extiende sobre la faz
del mundo. A estos sabios suceden tiranos furiosos, un Severo, un Decio,
un Gallo, un Valeriano, un Aureliano, un Maximiano; la carnicería se
extiende por todo el imperio, porque hay cristianos por todas partes. En
fin, el esfuerzo supremo del Príncipe del mundo está en la horrorosa
persecución decretada por Diocleciano y los feroces Césares que
comparten con él el poder. Habían decretado el exterminio del
cristianismo, y ellos son los que, después de derramar torrentes de
sangre, se hunden en la desesperación y en la ignominia.
¡Qué magníficos son tus triunfos, divino
Espíritu! ¡Qué sobrehumano es el imperio del Hijo de Dios, cuando lo
estableces así contra todas las resistencias de la debilidad y de la
malignidad humanas, ante Satanás, cuyo reino parecía consolidado para
siempre en la tierra! Pero amas el futuro rebaño del Redentor y
extiendes en millones de almas el atractivo por una verdad que exige tan
tremendos sacrificios. Derribaste los pretextos de una vana razón
conprodigios innumerables, y caldeando luego por el amor estos corazones
arrancados de la concupiscencia y del orgullo, les envías llenos de un
entusiasmo tranquilo a la muerte y a las torturas.
LA VICTORIA DE LOS MÁRTIRES.
— La promesa de Jesús se cumplió cuando sus fieles comparecían ante los
ministros del Príncipe del mundo. Había dicho: "No os preocupéis por lo
que habéis de hablar o decir. Entonces se os dará lo que tengáis que
decir; porque no hablaréis vosotros, sino el Espíritu de vuestro Padre
será quien hable por vosotros" (S. Muí., X, 20). Podemos juzgar aún de ello leyendo las
Actas de nuestros mártires, siguiendo estos interrogatorios y estas
respuestas sencillas y sublimes que se escapan de en medio de los
tormentos. La voz del Espíritu es quien lucha y quien triunfa. Los
asistentes decían: "¡Grande es el Dios de los cristianos!", y más de una
vez se vió que los verdugos seducidos por una elocuencia tan elevada,
se declaraban discípulos de Dios tan poderoso, y se colocaban de súbito
entre las víctimas que desgarraban poco ha. Sabemos, por los monumentos
contemporáneos, que la arena del martirio fue la tribuna de la fe, y que
la sangre de los mártires, unida a la belleza de su palabra, fue la
semilla de los cristianos.
Tres siglos después de estas maravillas del
divino Espíritu, la victoria fue completa, Jesús era declarado Rey y
Salvador del mundo, doctor y redentor de los hombres. Satanás era
expulsado del dominio que había usurpado, el politeísmo, cuyo autor fue,
era reemplazado por la fe en un solo Dios, y el culto bajo de la
materia era objeto de vergüenza y de desprecio. Así, tal victoria, que
tuvo por primer teatro el imperio romano, y que no ha dejado de
extenderse de siglo en siglo a tantas naciones infieles, es la obra del
Espíritu Santo. La manera milagrosa con que se cumplió contra todas las
previsiones humanas es uno de los principales argumentos sobre los que
descansa la fe. No hemos visto, no hemos oído al Señor Jesús; pero le
confesamos por Dios nuestro, a causa del testimonio que de él ha dado
tan visiblemente el Espíritu Santo que nos ha enviado. ¡Gloria sea por
siempre a este divino Espíritu, reconocimiento y amor de toda criatura!,
porque nos ha puesto en posesión de la salvación que el Emmanuel nos
habla traído.
MISA
Hoy la estación es en la Basílica de San Pedro
ad vincula. Esta iglesia, llamada también la Basílica de Eudoxia, del
nombre de la emperatriz que la erigió, guarda precisamente las cadenas
con que San Pedro fue atado en Jerusalén por orden de Herodes, y en Roma
por orden de Nerón. La reunión del pueblo en su recinto recuerda la
fuerza con el que el Espíritu Santo revistió a los Apóstoles el día de
Pentecostés. Pedro se ha dejado atar para servir a su maestro Jesús, y
se ha gloriado de sus ligaduras. Este apóstol, que había temblado a la
voz de una criada, después de recibir el don del Espíritu Santo, marchó
ante las cadenas. El Príncipe del mundo creyó que podría encadenar la
palabra divina; pero esta palabra estaba libre hasta en los hierros.
El Introito hace alusión a los neófitos que
acaban de ser bautizados y están allí presentes con sus vestiduras
blancas. Al salir de la fuente han sido alimentados con el pan de vida
que es la flor fina del manjar celestial. Se les ha dado a gustar la
dulzura de la miel que sale de la piedra. La Piedra es Cristo, nos dice
el Apóstol, y Cristo ha admitido a Simón, hijo de Jonás, en la
participación de este noble símbolo. Le dijo: "Tú eres Piedra", y las
sagradas cadenas que hay allí muestran bien con qué fidelidad Simón
comprendió el unirse al seguimiento de su Maestro. El mismo Espíritu que
le fortificó en la lucha descansa ahora sobre los neófitos de
Pentecostés.
INTROITO
Les alimentó con grosura de trigo, aleluya: y
les saturó de miel de roca, aleluya, aleluya. — Salmo: Ensalzad a Dios,
nuestro ayudador: cantad jubilosos al Dios de Jacob. V. Gloria al Padre.
En la Colecta, la Iglesia recuerda el
descendimiento del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, y dando gracias a
Dios que se ha dignado infundir el don de la fe en los nuevos
cristianos, pide para ellos el de la paz que Jesús resucitado aportó a
sus discípulos.
COLECTA
Oh Dios, que diste a tus Apóstoles el Espíritu
Santo: concede a tu pueblo el efecto de su piadosa petición; para que, a
los que has dado la fe, les des también la paz. Por el Señor... en la
unidad del mismo Espíritu Santo.
EPÍSTOLA
Lección de los Hechos de los Apóstoles.
En aquellos días, abriendo Pedro su boca, dijo:
Varones hermanos, a nosotros nos ordenó el Señor predicar al pueblo, y
atestiguar que es Él mismo el que ha sido constituido por Dios juez de
vivos y muertos. De Él dan testimonio todos los profetas, diciendo que,
todos los que creen, reciben por su nombre el perdón de los pecados. Aún
estaba Pedro diciendo estas palabras, cuando bajó el Espíritu Santo
sobre todos los que escuchaban la palabra. Y se pasmaron los fieles de
la circuncisión, que habían venido con Pedro: porque la gracia del
Espíritu Santo se derramaba también en las naciones. Pues les oían
hablar en lenguas, y glorificar a Dios. Entonces respondió Pedro: ¿Acaso
puede alguien negar el agua, para que no se bauticen éstos, que han
recibido el Espíritu Santo como nosotros? Y mandó que fueran bautizados
en el nombre del Señor Jesucristo.
EL BAUTISMO DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS.
— Este pasaje del libro de los Actos de los Apóstoles tiene una subida
elocuencia en tal día y en tal lugar. Pedro, el vicario de Cristo, está
en presencia de los cristianos salidos de la Sinagoga; a sus ojos se
reúnen muchos gentiles que la gracia condujo por la predicación de Pedro
a reconocer a Jesús por el Hijo de Dios. El Apóstol llegó al momento
solemne en que debe abrir la puerta de la Iglesia a los gentiles. Para
tener miramientos con la susceptibilidad de los antiguos judíos apela a
sus profetas. ¿Qué han dicho estos profetas? Han anunciado que todos los
que, sin excepción, creyeren en Jesús recibirían la remisión de sus
pecados por su Nombre. De repente, el Espíritu Santo interrumpe al
Apóstol, decide al cuestión infundiéndose como el día de Pentecostés,
sobre estos gentiles humildes y creyentes. Las señales de su presencia
arranca un grito de admiración a los cristianos circuncisos: "¡Cómo!
—exclaman—. ¡La gracia del Espíritu Santo es también para los gentiles!"
Entonces Pedro, con toda la autoridad del Jefe de la Iglesia, decide la
cuestión. "¿Osaríamos rehusar el bautismo a hombres que han recibido el
Espíritu Santo como nosotros lo hemos recibido?" Y sin esperar
respuesta, ordena conferir inmediatamente el bautismo a estos felices
catecúmenos.
Tal lectura, en el seno de Roma, centro de la
gentilidad, en una basílica dedicada a San Pedro, en presencia de los
neófitos, tan recientemente iniciados en los dones del Espíritu Santo
por el Bautismo, ofrecía una oportunidad que nos es fácil percibir.
Saquemos al mismo tiempo un profundo sentimiento de acción de gracias
hacia el Señor nuestro Dios que se ha dignado llamar a nuestros padres
del seno de la infidelidad asociarnos a los favores de su divino
Espíritu.
ALELUYA
Aleluya, aleluya. V. Hablaban los Apóstoles en varias lenguas las maravillas de Dios.
Aleluya. (Aquí se arrolilla.) V. Ven, Espíritu
Santo, llena los corazones de tus fieles: y enciende en ellos el fuego
de tu amor. La Secuencia Veni, Sáncte Spiritus, AQUÍ.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Juan.
En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: Tanto
amó Dios al mundo, que dió a su Hijo unigénito: para que, todo el que
crea en Él, no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque no envió Dios
a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo se
salve por Él. El que cree en Él, no es juzgado; pero, el que no cree, ya
está juzgado: porque no cree en el nombre del Hijo unigénito de Dios. Y
este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más
las tinieblas que la luz: porque eran malas sus obras. Pues, todo el que
obra mal, odia la luz, y no va a la luz, para que no sean reprochadas
sus obras: mas el que obra la verdad, va a la luz, para que se
manifiesten sus obras, porque han sido hechas en Dios.
LA VIRTUD DE LA FE.
— El Espíritu Santo crea la fe en nuestras almas, y por la fe
conseguimos la vida eterna; porque la fe no es la adhesión a una tesis
razonalmente demostrada, sino una virtud que procede de la voluntad
fecundada por la gracia. En el tiempo en que vivimos, la fe es rara. El
orgullo del espíritu ha llegado al colmo, y la docilidad de la razón a
las enseñanzas de la Iglesia falta en un gran número. Se cree cristiano y
católico, y a la vez no está dispuesto a renunciar a sus ideas con toda
sencillez, si fuesen desaprobadas por la autoridad, que sólo tiene el
derecho de dirigirnos en la creencia.
Se permiten lecturas imprudentes, a veces
malas, sin intranquilizarse si se contraviene a sagradas prohibiciones.
Se hace poco por trabajar en una instrucción seria y completa en cosas
de religión, de suerte que se conserva en su espíritu, como un veneno
oculto, muchas ideas eterodoxas, que tienen curso en la atmósfera que se
respira. Con frecuencia ocurre que un hombre se cuenta entre los
católicos, y cumple los deberes exteriores de la fe por principio de
educación, por tradición de familia, por cierta disposición natural del
corazón o de la imaginación. Es triste decirlo, muchos juzgan tener fe,
pero está extinguida en ellos.
Con todo, la fe es el primer lazo con Dios; por
la fe, nos dice el Apóstol, se acerca uno a Dios (Hebr., XI, 6) y se queda unido a Él. Tal es la importancia de la fe, que el Señor nos dice que "el que
cree no es juzgado". En efecto, el que cree en el sentido de nuestro
Evangelio, no sólo se adhiere a una doctrina; cree, porque se somete de
corazón y de espíritu, porque quiere amar lo que cree. La fe obra por la
caridad que la completa, pero es un gusto anticipado de la caridad. Y
por eso el Señor promete ya la salvación al que cree. Esta fe sufre
obstáculos de parte de nuestra naturaleza caída. Acabamos de oírlo: "La
luz ha venido al mundo, pero los hombres han preferido las tinieblas a
la luz" En nuestro siglo, las tinieblas reinan y se hacen más densas;
también se ve levantarse falsas luces; espejismos falsos extravían a los
viajeros, y lo repetimos, la fe se ha hecho más rara, esta fé que une
con Dios y salva de sus juicios. Espíritu divino, líbranos de las
tinieblas, corrige el orgullo de nuestro espíritu, rescátanos de esta
vana libertad que se la propone como el único fin de todo, y que es tan
estéril para el bien de las almas. Amamos la luz, deseamos poseerla,
conservarla y merecer por la docilidad y la sencillez de niños la dicha
de verla abierta en el día eterno.
El Ofertorio está sacado de uno de los mejores
cánticos de David. En él se anuncia el ruido de la tempestad que anuncia
la llegada del Espíritu. Pronto las fuentes de agua viva se derraman y
fertilizan la tierra; es el viento impetuoso de Pentecostés y el
bautismo que sucede a la emisión de los fuegos.
OFERTORIO
Tronó desde el cielo el Señor, y el Altísimo dió suvoz: y aparecieron las fuentes de las aguas, aleluya.
En la Secreta, la Iglesia pide que no haya más
que una ofrenda sobre el altar, y que por obra del Espíritu Santo esté
formada a la vez de los elementos sagrados y de los corazones de los
fieles.
SECRETA
Suplicámoste, Señor, santifiques propicio
estos dones: y, aceptada la oblación de esta hostia espiritual, haz que
nosotros mismos seamos para ti un don eterno. Por el Señor.
La Antífona de la Comunión está formada de las
palabras de Cristo al anunciar a sus discípulos el ministerio que va a
realizar el Espíritu Santo sobre la tierra. Presidirá las enseñanzas de
las verdades que Jesús mismo ha revelado.
COMUNIÓN
El Espíritu Santo os enseñará, aleluya: cuanto yo os he dicho, aleluya, aleluya.
En la Poscomunión, la Santa Iglesia se preocupa
de la suerte de sus neófitos. Acaban de participar del Misterio
celestial, pero además de graves pruebas les aguardan: Satanás, el
mundo, los perseguidores. La Madre común Interviene cerca de Dios, para
obtener que sus nuevos hijos sean tratados con los miramientos
proporcionados a su edad aún tierna.
POSCOMUNIÓN
Suplicámoste, Señor, asistas a tu pueblo: y,
al que has imbuido de tus celestiales Misterios, defiéndele del furor de
los enemigos. Por el Señor.
EL DON DE PIEDAD
El don de Temor de Dios está destinado a sanar
en nosotros la plaga del orgullo; el don de piedad es derramado en
nuestras almas por el Espíritu Santo para combatir el egoísmo, que es
una de las malas pasiones del hombre caído, y el segundo obstáculo a su
unión con Dios. El corazón del cristiano no debe ser ni frío ni
indiferente; es preciso que sea tierno y dócil; de otro modo no podría
elevarse en el camino al que Dios, que es amor, se ha dignado llamarle.
El Espíritu Santo produce, pues, en el hombre
el don de Piedad, inspirándole un retorno filial hacia su Creador.
"Habéis recibido el Espíritu de adopción, nos dice el Apóstol, y por
este Espíritu llamamos a Dios: ¡Padre! ¡Padre!" (Rom., VIII, 15). Esta disposición hace
al alma sensible a todo lo que atañe al honor de Dios. Hace que el
hombre nutra en sí mismo la compunción de sus pecados, a la vista de la
infinita bondad que se ha dignado soportarle y perdonarle, con el
pensamiento de los sufrimientos y de la muerte del Redentor. El alma
iniciada en el don de Piedad desea constantemente la gloria de Dios;
querría llevar a todos los hombres a sus pies, y los ultrajes que recibe
le son particularmente sensibles. Goza viendo los progresos de las
almas en el amor y los sacrificios que este amor les inspira para el que
es el soberano bien. Llena de una sumisión filial para con este Padre
universal que está en los cielos, está presta a cumplir todas sus
voluntades. Se resigna de corazón a todas las disposiciones de la
Providencia.
Su fe es sencilla y viva. Se mantiene
amorosamente sometida a la Iglesia, siempre pronta a renunciar a sus
ideas más queridas, si se apartan de su enseñanza o de su práctica,
teniendo horror instintivo a la novedad y a la independencia.
Esta ofrenda a Dios que inspira el don de
Piedad al unir el alma a su Creador por el afecto filial, le une con un
afecto fraterno a todas las criaturas, porque son la obra del poder de
Dios y porque le pertenecen.
En primer lugar, en los afectos del cristiano
animado del don de Piedad se colocan las criaturas glorificadas, en los
que Dios se regocija eternamente, y que ellas se regocijan de él para
siempre. Ama con ternura a María, y está celoso de su honor; venera con
amor a los santos; admira con efusión a los mártires, y los actos
heróicos de virtud cumplidos por los amigos de Dios; ama sus milagros,
honra religiosamente las reliquias sagradas.
Pero su afecto no es sólo para las criaturas
coronadas en el cielo; las que están aún aquí tienen gran acogida en su
corazón. El don de Piedad le hace encontrar en ellas a Jesús en persona.
Su benevolencia para con sus hermanos es universal. Su corazón está
dispuesto al perdón de las injurias, a soportar las imperfecciones de
otro, excusando las faltas del prójimo. Es compasivo con el pobre,
solícito con el enfermo. Una dulzura afectuosa revela el fondo de su
corazón; y en sus relaciones con los hermanos de la tierra se le ve
siempre dispuesto a llorar con los que lloran, a regocijarse con los que
se regocijan.
Tal es, Espíritu divino, la disposición de los
que cultivan el don de Piedad que has derramado en sus almas. Por este
beneficio inefable neutralizas el triste egoísmo que marchita su
corazón, le libras de esta aridez odiosa que hace al hombre indiferente
con sus hermanos, y cierras su alma a la envidia y al rencor. Por eso ha
tenido necesidad de esta piedad filial para su Creador. Ha enternecido
su corazón, y este corazón se ha fundido en un vivo afecto por todo lo
que sale de las manos de Dios. Haz que fructifique en nosotros tan
precioso don; no permitas que sea sofocado por el amor a npsotros
mismos. Jesús nos ha animado diciendo que su Padre celestial "hace salir
su sol sobre los buenos y los malos" (S. Mat., V, 45); no consientas, Paráclito
divino, que indulgencia tan paternal sea ejemplo perdido, y dígnate
desarrollar en nuestras almas este germen de sacrificio, de benevolencia
y de compasión que has colocado allí cuando tomabas posesión de ella
por el Bautismo.
Año Litúrgico de Guéranger
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