Debemos exponer durante toda esta semana las diversas
operaciones del Espíritu Santo en la Iglesia y en el alma fiel; pero
es preciso anticipar desde hoy las enseñanzas que hemos de presentar.
Siete días se nos han dado para estudiar y conocer el Don Supremo que el
Padre y el Hijo han querido enviarnos, y el Espíritu que procede de
ambos se manifiesta de siete formas a las almas. Es, pues, justo que
cada uno de los días de esta semana esté consagrado a honrar y recoger
este septenario de beneficios, por el que deben realizarse nuestra;
salvación y nuestra santificación.
Los siete dones del Espíritu Santo son siete
energías que se digna depositar en nuestras almas, cuando se introduce
en ellas por la gracia santificante. Las gracias actuales ponen en
movimiento simultánea o separadamente estos poderes divinamente
infundidos en nosotros, y el bien sobrenatural y meritorio de la vida
eterna es producido con el consentimiento de nuestra voluntad.
El profeta Isaías, guiado por inspiración
divina, nos ha dado a conocer estos siete Dones en aquel pasaje en que,
al describir la acción del Espíritu Santo sobre el alma del Hijo de Dios
hecho hombre, al cual nos lo representa como la flor salida del tallo
virginal que nace del tronco de Jessé, nos dice: "Sobre él descansará el
Espíritu del Señor, el Espíritu de Sabiduría y de Entendimiento, el de
Consejo y el de Fortaleza, el Espíritu de Ciencia y de Piedad; le
llenará el Espíritu de Temor de Dios" (Isaias, XI, 2-3). Nada más misterioso que estas
palabras; pero se prevé que lo que estas palabras expresan no es una
simple enumeración de los caracteres del Espíritu divino, sino más bien
la descripción de los efectos que realiza en el alma humana. Así lo ha
entendido la tradición cristiana expuesta en los escritos de los
antiguos Padres y formulada por la Teología.
La sagrada humanidad del Hijo de Dios encarnado
es el tipo sobrenatural de la nuestra, y lo que el Espíritu Santo obró
en ella para santificarla debe en proporción tener lugar en nosotros.
Puso en el Hijo de María las siete energías que describe el Profeta; los
mismos dones están reservados al hombre regenerado. Se debe notar la
progresión que se manifiesta en su serie. Isaías puso primero el
Espíritu de Sabiduría, y concluye con el Temor de Dios. La Sabiduría es,
en efecto, como veremos, la más alta de las prerrogativas a que puede
estar elevada el alma humana, mientras que el Temor de Dios, según la
profunda expresión del Salmista, no es más que el principio y el
bosquejo de esta divina cualidad. Se entiende fácilmente que el alma de
Jesús destinada a contraer la unión personal con el Verbo haya sido
tratada con dignidad particular, de suerte que el don de Sabiduría tuvo
que ser infundido en ella de una manera primordial, y que el Don de
Temor de Dios, cualidad necesaria a una naturaleza creada, fue puesto en
ella como un complemento. Para nosotros, al contrario, frágiles e
inconstantes, el Temor de Dios es la base de todo el edificio, y por él
nos elevamos de grado en grado hasta esta Sabiduría que une con Dios. En
orden inverso al que Isaías puso para el Hijo de Dios encarnado, el
hombre sube a la perfección mediante los Dones del Espíritu Santo que le
fueron dados en el Bautismo, y restituidos en el sacramento de la
reconciliación, si tuvo la desgracia de perder la gracia santificante
por el pecado mortal.
Admiremos con profundo respeto el augusto
septenario que se halla impreso en toda la obra de nuestra salvación y
de nuestra santificación. Siete virtudes hacen al alma agradable a Dios;
por los siete Dones, el Espíritu Santo la encamina a su fin; siete
Sacramentos la comunican los frutos de la encarnación y de la redención
de Jesucristo; finalmente, después de las siete semanas de Pascua, el
Espíritu es enviado a la tierra para establecer y consolidar en ella el
reino de Dios. No nos admiremos de que Satanás haya tratado de parodiar
sacrilegamente la obra divina, oponiendo el horroroso septenario de los
pecados capitales, por los cuales procura perder al hombre que Dios
quiere salvar.
EL DON DE TEMOR
En nosotros, el obstáculo para el bien es el
orgullo. Este nos lleva a resistir a Dios, a poner el fin en nosotros
mismos; en una palabra, a perdernos. Solamente la humildad puede
librarnos de peligro tan grande. ¿Quién nos dará la humildad?: el
Espíritu Santo, al derramar en nosotros el Don de Temor de Dios.
Este sentimiento se asienta en la idea que la
fe nos sugiere sobre la majestad de Dios, en cuya presencia somos nada,
sobre su santidad infinita ante la cual somos indignidad y miseria,
sobre el juicio soberanamente equitativo que debe ejercer sobre nosotros
al salir de esta vida y el riesgo de una caída siempre posible, si
faltamos a la gracia que nunca nos falta, pero a la cual podemos
resistir.
La salvación del hombre se obra, pues, "en el
temor y en el miedo", como enseña el Apóstol, (Philip., II, 12) pero este temor, que es un
don del Espíritu Santo, no es un sentimiento vil que se limitaría a
arrojarnos en el espantoso pensamiento de los castigos eternos. Nos
mantiene en la compunción del corazón, aun cuando nuestros pecados
fuesen perdonados hace mucho; nos impide olvidar que somos pecadores,
que todo lo debemos a la misericordia divina y que sólo somos salvos en
esperanza (Rom., VIII, 24).
Este temor de Dios no es un temor servil; es,
por el contrario, la fuente de los más delicados sentimientos. Puede
unirse con el amor, porque es un sentimiento filial que detesta el
pecado a causa del ultraje hecho a Dios. Inspirado por el respeto a la
majestad divina, por el sentimiento de su santidad infinita pone a la
criatura en su verdadero lugar, y San Pablo nos enseña que, purificado
de este modo, contribuye "a completar la santificación" (II Cor., VII, 1). Así oímos a este
gran Apóstol, que había sido arrebatado hasta el tercer cielo, confesar
que es riguroso consigo mismo "para no ser condenado" (1 Cor., IX, 27).
El espíritu de independencia y de falsa
libertad que reina actualmente hace poco común el temor de Dios, y esa
es la plaga de nuestros tiempos. La familiaridad con Dios reemplaza a
menudo a esta disposición fundamental de la vida cristiana, y desde
entonces todo progreso se detiene, la ilusión se introduce en el alma y
los Sacramentos, que en el momento del retorno hacia Dios habían obrado
con tanto poder, se hacen estériles. Es que el Don de Temor de Dios se
ha sofocado con la vana complacencia del alma en sí misma. La humildad
se ha extinguido; un orgullo secreto y universal ha paralizado los
movimientos de esta alma. Llega, sin saberlo, a no conocer a Dios, por
el hecho mismo de que no tiembla en su presencia.
Conserva en nosotros, Espíritu divino, el Don
de Temor de Dios que nos otorgaste en el bautismo. Este temor asegurará
nuestra perseverancia en el fin, deteniendo los progresos del espíritu
del orgullo. Sea como un dardo que atraviese nuestra alma de parte a
parte, y quede siempre fijo en ella como nuestra salvaguardia. Abata
nuestra soberbia y nos preserve de la molicie, revelándonos sin cesar la
grandeza y la santidad del que nos ha creado y nos tiene que juzgar.
Sabemos, Espíritu divino, que este feliz temor
no ahoga el amor; antes retira los obstáculos que impedirían su
desarrollo. Las Virtudes celestiales ven y aman al soberano Bien con
ardor, están embriagadas de él por toda la eternidad; con todo eso,
tiemblan ante su tremenda majestad, tremunt Potestates. ¡Y
nosotros, cubiertos de las cicatrices del pecado, llenos de
imperfección, expuestos a mil ardides, obligados a luchar con tantos
enemigos, no hemos de sentir que es necesario estimular por un temor
fuerte y filial al mismo tiempo, nuestra voluntad que se duerme tan
fácilmente, nuestro espíritu al que rodean tantas tinieblas!, preserva
en nosotros tu obra, divino Espíritu, el precioso don que te has dignado
hacernos; enséñanos a conciliar la paz y la alegría del corazón con el
temor de Dios, según la advertencia del Salmista: "Servid al Señor con
temor, y os estremeceréis de gozo temblando delante de él" (Ps.., II, 11).
Año Litúrgico de Guéranger
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