LA REPARACIÓN EN EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN
El espíritu de reparación o expiación ha ocupado
siempre un lugar principal en el culto tributado al Sagrado Corazón de
Jesús, y, al elevar el Papa Pío XI su fiesta al rito de primera clase,
con octava, dotándola de una nueva Misa y Oficio, quiso hacerla la
fiesta por excelencia de la reparación.
En sus apariciones a la Santa Salesa, Nuestro
Señor le declaró la infinidad de su amor y se quejó suavemente de no
recibir como respuesta por parte de los hombres, aún de los que le están
consagrados, sino injurias e ingratitudes.
PARTICIPAR EN LOS SUFRIMIENTOS DE CRISTO.
— Puede parecer inverosímil que Nuestro Señor Jesucristo, que se halla
en los Cielos rodeado de las alabanzas de los Ángeles y Bienaventurados,
inaccesible al sufrimiento y al dolor, anhele todavía consuelos de sus
criaturas terrenas. La Encíclica nos lo aclara: "Si por causa de
nuestros pecados que se habían de cometer, y eran previstos, se
entristeció el alma de Cristo hasta verse en trance de muerte, no hay
duda que ya entonces recibió también algún otro consuelo de nuestra
cooperación, asimismo prevista, cuando se le apareció un Ángel del Cielo
para consolar su Corazón oprimido por el tedio y la angustia." De
nosotros depende, pues, de nuestra cobardía o generosidad, el que en la
noche del Jueves al Viernes Santo, Cristo sufra o se halle confortado.
Este amor y esta reparación brotarán
espontáneamente de nuestras almas, si consideramos atentamente todo lo
que Nuestro Señor Jesucristo sufrió por nosotros durante su Pasión "pues
fue triturado por nuestras iniquidades, para sanarnos con sus heridas" (Isaías, LIII, 5). "Su Corazón soportó la ingratitud e improperio, y esperó a que alguien
se contristara con Él y no lo hubo, y quien le consolase y no le halló". (Salm., LXVIII, 21)
PARTICIPAR DE LOS SUFRIMIENTOS DE SU CUERPO MÍSTICO.
— Pero esta Pasión que Cristo padeció en su cuerpo físico, continúa
experimentándola en su Cuerpo místico que es la Iglesia. Todo el mal que
se hace a la Iglesia, le hiere a Él personalmente, pues la Iglesia es,
en cierto sentido Él mismo, pues ha dicho: "Quien os desprecia, a mí me
desprecia" (S. Lucas, X, 16). Amó a la Iglesia y se entregó a la muerte por ella, con el
fin de santificarla y de prepararse una Esposa bella en todos los
sentidos, sin mancha, sin arruga, siempre joven. La envió el Espíritu
Santo, y después de Pentecostés, engendra ella, sin cesar, numerosos
hijos a la vida de la gracia. Se comprende por lo mismo lo que ya había
dicho a Saulo, y que podría repetir a todos aquellos que impiden a la
Iglesia su obra de enseñanza y santificación de los hombres, que
calumnian su doctrina, su jerarquía y sus miembros, que corrompen las
almas por la prensa, la escuela y los espectáculos de todo género: "Yo
soy Jesús, a quien vosotros perseguís"; hacia mí van dirigidos vuestros
crueles golpes. "Con mucha razón, pues, —concluye Pío XI—padeciendo como
padece todavía Cristo en su Cuerpo místico, desea tenernos por
compañeros de su expiación y esto exige también nuestra misma unión con Él; pues como somos "cuerpo de Cristo y miembros del miembro
principal" (I Cor., XII, 27), cualquier cosa que padezca la cabeza, es menester que
padezcan con ella todos los miembros."
Nuestro Señor lo pidió muchas veces a la
confidente de su Corazón. He aquí lo que ella misma nos cuenta "... Se
presentó a mí en figura de Ecce Homo, cargado con su cruz, cubierto de
espinas y de contusiones. Su sangre adorable corría de todas partes, y
decía con voz dolorosa y triste: ¿No se encontrará una persona que se
apiade de mí y que quiera compadecerse y tomar parte en mi dolor en el
lastimoso estado en que me ponen los pecadores, sobre todo los actuales?
— Otro día Nuestro Señor me presentó cinco corazones que se habían
segregado del suyo y se apartaban voluntariamente de su amor, y me dijo:
"Toma tú esta carga y participa de las amarguras de mi Corazón; derrama
lágrimas de sangre ante la insensibilidad de estos corazones que yo
había elegido para consagrarlos a mi amor".
QUEJA DEL SAGRADO CORAZÓN.
— Este lamento del Señor, que partía de dolor el alma de Santa
Margarita María, también se dirije a nosotros, tanto más, cuanto que
quizás por nuestras faltas hayamos sido causa de mayores sufrimientos
para nuestro Redentor. Escuchémosle al dirigirse a nosotros como a la
Santa: "Tú, al menos, proporcióname el placer de desquitarme de las
ingratitudes de los hombres, en cuanto seas capaz... Primero me
recibirás en el Smo. Sacramento, cuantas veces te lo permita la
obediencia. Comulgarás, además, todos los primeros Viernes de mes; y
todas las noches del Jueves al Viernes te haré partícipe de la tristeza
mortal que quise sentir en el monte de los Olivos... y para que me
acompañes en la humilde oración que hice entonces a mi Padre, en medio
de mi angustia, te levantarás a las once de la noche para meditar una
hora conmigo, rostro en tierra, para calmar la cólera divina, pidiendo
misericordia para los pecadores, y para suavizar la amargura del
abandono de mis Apóstoles" (Vie et CEuvres, II, p. 71-72).
Tales son las prácticas que nos recomienda
también la Encíclica y que ha aprobado y enriquecido la Iglesia, con
abundantes indulgencias, para animarnos a responder al deseo del Sagrado
Corazón de Jesús y a consolarle. Terminaremos dando el texto de la
consagración compuesta por el Beato Claudio de la Colombière.
"Oh adorable Redentor mío, me entrego y me
consagro a tu Corazón lo más perfecta y ampliamente posible. Me he
clavado a tu Cruz por los votos de mi profesión; los renuevo en este
Corazón divino ante el cielo y la tierra; te doy gracias por habérmelos
inspirado. Confieso que el yugo de tu santo servicio no es duro ni
pesado, que no me hallo cohibido ni molesto por mis lazos. Quisiera, al
contrario, multiplicarlos y apretar más los nudos".
"Me abrazo, pues, a la amable cruz de mi
vocación hasta la muerte; en ella cifro todo mi placer, mi gloria y mis
delicias. Absit mihi gloriari nisi in Cruce Domini Nostri Jesu Christi
per quem mihi mundus crucifixus est et ego mundo. No quiera Dios que yo
me alegre, sino en la Cruz de Jesucristo".
"¡No quiera Dios que tenga otro tesoro que el
de su pobreza, otras delicias que las de sus sufrimientos, otro amor que Él mismo! No, no, amado Salvador mío, jamás; me apartaré de Ti, y a Ti
solo me uniré; no me aterran ya los estrechísimos senderos de la vida
perfecta, a la que me siento llamado, porque Tú eres mi luz y mi
fortaleza.
"Espero, pues, Señor, que Tú me harás
inquebrantable en las tentaciones, victorioso frente a los esfuerzos de
mis enemigos, y extenderás sobre mí esa mano que tantos favores me ha
hecho, para que cada día sea más liberal conmigo".
"¡Te lo pido, mi adorable Jesús, por tu sangre,
por tus llagas y por tu Corazón Sagrado: Haz, que por la consagración
que te hago de todo mi ser, llegue a ser en este día una nueva
manifestación de tu amor! Así sea."
Año Litúrgico de Guéranger
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