LA PAZ DE CRISTO. — El
reino que los Apóstoles deben establecer en el mundo, es el reino de la
paz. Esta fue prometida, por los cielos a la tierra en la noche de
Navidad; y en el curso de aquella noche que presenció la despedida del
Señor, en la Cena, el Hombre-Dios fundó el nuevo Testamento sobre el
doble legado que confió a la Iglesia de su sagrado Cuerpo y de la paz
que habían anunciado los ángeles: paz que hasta entonces no había
conocido el mundo, dice el Salvador: paz completamente suya porque de
solo Él procede, don sustancial y divino, que no es otro sino el
Espíritu Santo en persona. Los días de Pentecostés derramaron esta paz,
como levadura sagrada, por todo el mundo. Hombres y pueblos sintieron su
influencia. El hombre, en lucha con el cielo y dividido contra sí,
justamente castigado por su insumisión a Dios con el triunfo de los
sentidos en su carne sublevada, ha visto que entraba de nuevo en su ser
la admirable armonía. Además Dios se complace en tratar como a hijo al
obstinado rebelde de los tiempos pasados. Los hijos del Altísimo
formarán en el mundo un pueblo nuevo, el pueblo de Dios, que se
extenderá hasta los confines de la tierra.
LA IGLESIA Y LA PAZ.
— Antiguamente las naciones, empeñadas siempre en disputas y atroces
combates que terminaban con la exterminación del vencido, una vez
convertidas al cristianismo, se tratarán en adelante como hermanas en la
filiación del Padre común, que está en los cielos. Súbditas fieles del
Rey pacífico, dejarán que el Espíritu Santo modere sus costumbres; y si
la guerra, consecuencia del pecado, hace, y con harta frecuencia, su
aparición en el mundo para recordarle los desastres que siguieron al
primer pecado, el azote inevitable reconocerá al menos otras leyes que
la fuerza. El derecho de gentes, derecho completamente cristiano que no
admitió la antigüedad pagana, la fidelidad en los tratados, el arbitraje
del Papa, moderador supremo de la conciencia de los reyes, alejarán las
ocasiones de conflictos sangrientos. En algunos siglos, la paz de Dios y
la tregua de Dios, juntamente con otras mil industrias de la Iglesia,
determinarán los días y años en que podrá desenvainarse la espada que
mata el cuerpo; si traspasa los límites señalados, será quebrantada por
el poderío de la espada espiritual, más temible que la del guerrero. De
tal magnitud será la fuerza del Evangelio, que, incluso en nuestros
tiempos de decadencia general, el respeto al enemigo desarmado detendrá a
sus adversarios más enconados, y después del combate, vencedores y
vencidos, como hermanos, prodigarán los mismos cuidados del cuerpo y del
alma a los heridos de ambos campos: ¡energía vital del fermento del
Evangelio, que transforma continuamente a la humanidad desde hace diez y
ocho siglos, y que trasciende asimismo a los que se empeñan en negar
su poder!
UN MINISTRO DE LA PAZ.
— Ahora bien, uno de los ministros de esta conducta admirable de la
Providencia, y ciertamente uno de los más gloriosos, es el santo cuya
fiesta celebramos hoy. La paz mezcla sus divinos destellos con la
aureola que corona su frente. Noble hijo de la católica España, preparó
las grandezas de su patria con no menor ardor que el que desplegaban los
héroes que luchaban contra el moro, que sin remedio agonizaba. Cuando
se acababa la cruzada, ocho veces secular, que arrojó a la Media Luna
del suelo ibérico, y cuando los reinos de esta tierra magnánima se unían
bajo un solo cetro, el humilde ermitaño de S. Agustín sembraba en los
corazones esta poderosa unidad con que se inauguraban ya las glorias del
siglo XVI. Cuando él apareció, las rivalidades que un honor mal
entendido puede suscitar tan fácilmente en una nación armada, manchaban a
España con la sangre de sus propios hijos, derramada por manos
cristianas; la discordia, vencida por sus manos desarmadas, forma de
pedestal glorioso en el cual recibe ahora los homenajes de la Iglesia.
VIDA. — Juan de
Castrillo nació en Sahagún (León) hacia 1430. Ordenado sacerdote, estuvo
primero al servicio del Obispo de Burgos, luego en 1450, fue a
Salamanca, donde, después de cursados sus estudios en la Universidad,
comenzó a enseñar y predicar. Después de una grave enfermedad, entró en
los Agustinos, donde profesó el 28 de Agosto de 1464 y fue nombrado, al
año siguiente, definidor de la provincia. La ciudad de Salamanca estaba
entonces dividida en algunos partidos. Juan procuró devolverles la paz,
lo que consiguió gracias a sus sermones y a su paciencia. Leía en los
corazones, tenía el don de profecía, y, celebrando la Santa Misa, veía
al Señor en su gloria. Murió el 11 de Junio de 1479. En 1601 el Papa
Clemente VIII permitió celebrar la misa en su honor y Benedicto XIII
extendió su fiesta a la Iglesia Universal.
LA BIENAVENTURANZA DE LOS PACÍFICOS.
— Eres digno, glorioso santo, de aparecer en el cielo de la Iglesia en
estas semanas que siguen inmediatamente a los días de Pentecostés. Con
muchos siglos de anticipación, Isaías, al contemplar el mundo después de
la venida del Espíritu Paráclito, describía en estos términos el
espectáculo que en visión profética tenía ante sus ojos: "¡Cuán hermosos
son sobre los montes los pies de los que anuncian la paz, de los que
llevan la salvación, clamando a Sión: Tu Dios va a reinar!" (Isaías, LII, 7). A los que
admiraba el Profeta, eran los Apóstoles que tomaban posesión del mundo
para Dios; ¿pero no fue también tu misión la que tan entusiastamente
proclama el Profeta? El mismo Espíritu que los animaba, dirigía tus
pasos; el Rey pacífico vio que por tu trabajo se aseguraba su cetro en
una de sus más ilustres naciones que forman parte de su imperio. En el
cielo donde tú reinas con él, la paz, que fue el objeto de tus fatigas,
constituye ahora tu corona. Tú experimentas la verdad de aquellas
palabras que profirió el Maestro pensando en los que se parecen a ti, y a
todos aquellos que, apóstoles o no, establecen la paz, al menos en el
terreno de su propio corazón: "Bienaventurados los pacíficos, porque
serán llamados hijos de Dios" (S. Mat., V, 9). Estás en posesión de la herencia del
Padre; el beatífico descanso de la Santísima Trinidad llena tu alma; y
se derrama en estos días hasta nuestras heladas regiones.
PLEGARIA POR ESPAÑA.
— Concede a España, tu patria, la ayuda que la fue tan provechosa. No
ocupa ahora en la cristiandad el lugar eminente que ocupó después de tu
muerte. Ha padecido rudos asaltos de parte de los enemigos de la
Iglesia, pero ha guardado intacta la fe católica. Haz que se acuerde
siempre que, el servicio de Cristo constituyó su gloria, y el apego a la
verdad, su tesoro; no olvide nunca que únicamente la verdad revelada da
al hombre la verdadera libertad y que sólo ella puede guardar
indisolublemente unidas en una nación las inteligencias y las
voluntades: lazo poderoso que asegura la fuerza de sus fronteras y la
paz en el interior de la nación. Apóstol de la paz, protege a tu pueblo,
y para confirmar su fe, recuérdale y enseña a los pueblos que lo han
olvidado, que la fidelidad absoluta a las enseñanzas de la Iglesia es el
único terreno en que los cristianos pueden buscar y hallar la
concordia.
Año Litúrgico de Guéranger
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