martes, 6 de junio de 2017

7 de Junio: MIÉRCOLES DE PENTECOSTÉS. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger. DON DE FORTALEZA.

EL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA 
 
Vimos ayer con cuánta fidelidad ha sabido cumplir el Espíritu Santo la misión de formar, proteger y conservar a la Esposa del Emmanuel. Esta recomendación de un Dios ha sido cumplida con todo el poder de un Dios; y es el espectáculo más bello, más deslumbrador que presentan los anales de la humanidad desde hace diez y nueve siglos. 


La conservación de esta sociedad moral, siempre la misma en todos los tiempos y en todos los lugares, que ha promulgado un símbolo preciso y obligatorio para todos sus miembros y ha mantenido por sus decretos la más estrecha y compacta unidad de creencia entre todos sus fieles es, juntamente con la maravillosa propagación del cristianismo, el hecho cumbre de la historia. Estos dos hechos son, pues, no el efecto de una providencia ordinaria, como lo han pretendido ciertos filósofos modernos, sino milagros de primer orden obrados directamente por el Espíritu Santo y destinados a servir de base a nuestra fe en la verdad del cristianismo. El Espíritu Santo, que no debía revestir forma sensible en el ejercicio de su misión, ha hecho visible su presencia a nuestra inteligencia, y por este medio ha hecho lo bastante para demostrar su acción personal en la obra de la salvación de los hombres. 


HACE A LA IGLESIA VISIBLE EN TODAS PARTES. — Sigamos esta acción divina en las relaciones de la Iglesia con la raza humana. El Emmanuel quiso que sea la Madre de los hombres y que todos aquellos que él distingue con el honor de ser sus propios miembros reconozcan que es ella quien los engendra para este glorioso destino. El Espíritu Santo debía, pues, formar la Esposa de Jesús con el brillo necesario para que fuera distinguida y conocida sobre la tierra, dejando plena libertad a los hombres para ignorarla y rechazarla. 


Convenía que esta Iglesia abrazase en su duración a todos los siglos, que recorriese la tierra de un modo patente, de manera que su nombre y su noble misión pudieran ser conocidos por todos los pueblos; en una palabra, debía ser Católica, es decir, universal, posesora, a la vez, de la catolicidad de los tiempos y de los lugares. Tal es, en efecto, la existencia que el Espíritu Santo la ha creado en la tierra. La promulgó en Jerusalén el día de Pentecostés ante los ojos de los judíos venidos de regiones tan diversas y que pronto partieron para llevar la nueva a los países que habitaban. Lanza luego sus Apóstoles y discípulos al mundo, y sabemos por autores contemporáneos que, apenas había pasado un siglo, cuando ya la tierra entera estaba sembrada de cristianos. Desde entonces, cada año ha contribuido al desarrollo visible de la Santa Iglesia. 


Si el Espíritu Santo, en los designios de su justicia, ha creído conveniente dejarla enfriarse en el seno de una nación indigna de ella, la ha transferido a otra donde encontraría hijos más sumisos. Si algunas veces se han cerrado a su paso regiones enteras ha sido porque en época anterior se presentó y fue rechazada, o porque todavía no había llegado el momento oportuno para su establecimiento. La historia de la propagación de la Iglesia ofrece a nuestra vista este conjunto maravilloso de vida perpetua y de emigración. Los tiempos y los lugares le pertenecen; donde no reina, se halla presente por sus miembros, y esta prerrogativa de la catolicidad que le ha valido su nombre es una de las obras maestras del Espíritu Santo. 


LA DIRIGE INTERIORMENTE. — Pero su acción no se limita a sólo eso para cumplir la misión que le ha confiado el Emmanuel respecto a su Esposa y debemos penetrar aquí la profundidad del misterio del Espíritu Santo dentro de la Iglesia. Después de haber hecho constar su influencia exterior para su conservación y extensión, nos falta apreciar la dirección interior que recibe de él, y que produce su unidad, su infalibilidad y su santidad, cualidades que, juntamente con su catolicidad, forman las señales peculiares de la Esposa de Cristo. 


ES EL ALMA DE LA IGLESIA. — La unión del Espíritu Santo con la humanidad de Jesús es una de las bases fundamentales del misterio de la Encarnación. Nuestro divino Mediador es llamado Cristo, porque ha recibido la unción y esta unción es el efecto de la unión de su humanidad con el Espíritu Santo (Act., X, 38). Esta unión es indisoluble; el Verbo permanecerá eternamente unido a su humanidad y eternamente también el Espíritu Santo imprimirá sobre esta humanidad el sello de la unción que hace Cristo. Se sigue de aquí que, siendo la Iglesia el cuerpo de Jesucristo, debe tomar parte en la unión que existe entre su divino Jefe y el Espíritu Santo. El cristiano recibe en el bautismo la unción divina del Espíritu Santo que habita en adelante en él, como prenda de eterna herencia. Pero existe la diferencia de que él puede perder por el pecado esta unión, que es para él el principio de la vida sobrenatural, mientras que ella no puede faltar nunca al cuerpo de la Iglesia. El Espíritu Santo se incorpora a la Iglesia para siempre; es el principio que la da vida, su eje y motor y el principio que la ayuda a resistir a todas las crisis a que por permisión divina, se ve expuesta durante el trayecto de esta vida militante. 


San Agustín expone maravillosamente esta doctrina con su sermón 257 para la fiesta de Pentecostés. "El soplo que da la vida al hombre, nos dice, se llama alma, y podéis observar el papel de esta alma con relación al cuerpo. Ella da la vida a los miembros: ve por el ojo, oye por el oído, siente por el olfato, habla con la lengua, obra por la mano, anda con los pies. Presente en cada miembro, da vida a todos y la función particular a cada uno. No es el ojo quien oye, ni ve el oído, ni la lengua, del mismo modo que no son ni el ojo ni el oído los que hablan; con todo, el oído vive, y vive la lengua; las funciones de los sentidos son, pues, varias, pero todos participan de una misma vida común. Así sucede en la Iglesia de Dios. En tal santo obra milagros, en otro enseña la verdad, en éste practica la virginidad, en aquél guarda la castidad conyugal; en una palabra, los diversos miembros de la Iglesia tienen asignados funciones varias, pero todos beben la vida de una misma fuente. Así, pues, lo que es el alma para el cuerpo humano, es el Espíritu Santo para el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo que el alma obra en los miembros de un mismo cuerpo." 


He aquí, pues, explicada esta noción, con cuya ayuda nos daremos cuenta de la existencia y operaciones de la Iglesia. La Iglesia es el cuerpo de Cristo y en ella el Espíritu Santo es principio de vida. El la mima, la conserva, obra en ella y por ella. Es su alma, no sólo en el sentido estricto, en el que hemos hablado más arriba, del alma de la Iglesia, es decir, de su ser interior, que es, por lo demás, en ella producto de la acción del Espíritu Santo, sino que es su alma, de suerte que toda su vida interior y exterior y todas sus operaciones proceden de él. La Iglesia es imperecedera, porque el amor que ha movido al Espíritu Santo a elegirla por morada durará para siempre; tal es la razón de esta perpetuidad, que es el fenómeno más sorprendente de este mundo. 


CONSERVA SU UNIDAD. — Nos falta considerar esta maravilla, que consiste en la conservación de la unidad en el seno de esta sociedad. El Esposo, en los Cantares, llama a la Iglesia "su única", No desea otras esposas; el Espíritu Santo ha vigilado solícitamente por el cumplimiento del deseo del Emmanuel. Sigamos el ejemplo de su solicitud para obtener resultados semejantes. ¿Es posible que una sociedad pueda humanamente pasar diez y nueve siglos sin cambiar, sin modificarse mil veces, aún suponiendo que bajo un nombre u otro haya podido resistir una etapa tan larga? Pensad que esta sociedad, durante un espacio de tiempo tan largo, no ha podido dejar de ver agitarse en su seno, bajo mil formas distintas, las pasiones humanas que muchas veces lo arrollan todo; que ha estado siempre compuesta de razas distintas, en su complexión, lenguaje y costumbres, ya alejadas unas de otras hasta el punto de no conocerse apenas, ya vecinas, pero divididas por intereses y antipatías nacionales; que revoluciones políticas sin número han modificado, trastornado incluso, la existencia de los pueblos; y con todo eso, en todas las partes donde han existido y existirán católicos, la unidad quedará como distintivo de este cuerpo inmenso y de los miembros que lo componen. 


Una misma fe, un mismo símbolo, una misma sumisión al mismo jefe visible, un mismo culto en cuanto a los puntos esenciales, una misma manera de zanjar las cuestiones por la tradición y la autoridad. En todos los siglos han surgido nuevas sectas al grito de: "soy la verdadera Iglesia", y ni una sola ha podido subsistir fuera de las circunstancias que la había producido. Los arríanos con su poder político, los nestorianos, eutiquianos, monotelitas con sus interminables sutilezas, ¿dónde están? ¿Hay algo más impotente y estéril que el cisma griego que avasalló ya al sultán, ya al moscovita? ¿Qué es lo que queda del jansenismo, agotado por sus vanos esfuerzos por mantenerse en la Iglesia, a pesar de la Iglesia? Y en cuanto al protestantismo, que parte de un principio de negación, ¿no se le ha visto desde el principio de su nacimiento dividido en varias sectas, sin que haya podido formar nunca una misma sociedad religiosa? ¿Y no le vemos en el día de hoy en una situación desesperada, incapaz de mantener los dogmas que había aceptado en sus principios como fundamentales: la inspiración de las Sagradas Escrituras y la divinidad de Jesucristo? 


Ante tantas ruinas amontonadas, ¡qué bella y radiante aparece nuestra Madre la Santa Iglesia Católica, aureolada con los rayos de su unidad, la Esposa única del Emmanuel! Los millones de hombres que la han compuesto y la componen todavía hoy, ¿pertenecerán a otra naturaleza distinta de la de aquellos que ingresaron en las diversas sectas que ella vió nacer y morir? Ortodoxos o heterodoxos, ¿no somos todos miembros de la misma familia humana, esclavos de las mismas pasiones y sujetos a los mismos errores? ¿De dónde viene a los hijos de la Iglesia Católica esta solidez que triunfa del tiempo, en la que no influye la distinción de razas, que sobrevive a esas crisis y cambios que no pueden evitar ni la fuerte constitución de los estados ni la resistencia secular de las nacionalidades? Es necesario convenir que hay en ella un elemento divino que la hace resistente y mantiene firme. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, influye en todos sus miembros y, como es único, produce la unidad en todo el conjunto que anima. No pudiendo ser contrario a sí mismo, nada existe por él sino mediante una entera conformidad con lo- que él es. He ahí la clave del secreto. 


UNIDAD EN LA OBEDIENCIA. — Mañana hablaremos de lo que hace el Espíritu Santo para el mantenimiento de la fe una e invariable en todo el cuerpo de la Iglesia; ciñámonos hoy a considerarlo como principio de unión exterior por la subordinación voluntaria a un mismo centro de unidad. Dijo Jesús: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia"; Pedro debía morir. La promesa no se refería sólo a su persona, sino a todo la legión de sucesores que habían de sucederle hasta el fin de los tiempos. ¡Qué maravillosa y enérgica es la acción del Espíritu Santo, que va produciendo, año tras año, esta dinastía de príncipes espirituales, en la que S. S. Pío XII ocupa el número 263, y que continuará hasta el último día del mundo! Ninguna violencia se hará a la libertad del hombre; el Espíritu Santo permitirá que intente aquel lo que quiera; pero Él continuará ejerciendo su misión. Aunque un Decio cause con sus violencias una vacante de cuatro años en la silla de Roma, aunque se levanten antipapas, sostenidos unos por el pueblo y otros por la política del Príncipe, aunque un prolongado cisma haga dudosa la legitimidad de los Pontífices, el Espíritu Santo permitirá que transcurra la prueba, fortificará mientras ésta dure la fe de sus fieles; mas, por fin, llegado el momento, dará a conocer a su elegido y toda la Iglesia le recibirá con aclamaciones de alegría. 


Para comprender lo admirable de esta acción sobrenatural, no basta con reconocer los resultados exteriores que produce en la historia; hay que proseguir su estudio en lo que tiene de más íntimo y misterioso. La unidad de la Iglesia no es semejante a la unidad impuesta por los conquistadores en los países sometidos a su yugo, donde se pagan los tributos a la fuerza. Los miembros de la Iglesia guardan la unidad en la fe y en la sumisión, porque aceptan con amor el yugo impuesto a su libertad y a su razón. ¿Pero quién cautiva así al orgullo humano bajo una tal obediencia? ¿Quién logra hacer encontrar la alegría y contento hollando toda pretensión personal? ¿Quién predispone al hombre a poner toda su seguridad y felicidad en dejar de existir como individuo en esta unidad absoluta y esto en cuestiones en que el capricho humano ha gustado tener rienda suelta en todos los tiempos? ¿No es el Espíritu divino quien obra este milagro múltiple y constante, quien anima y armoniza este vasto conjunto y quien, sin violencia, guarda unidos en un mismo concierto los millones de corazones y de espíritus que forman la Esposa "única" del Hijo de Dios? 


En los días de su vida mortal, Jesús pide para nosotros la unidad al Padre celestial. "Que sean uno como lo somos nosotros" (Juan, XVII, 11), dijo. Él la prepara, llamándonos a ser sus miembros; mas para obrar esta unión, envía a los hombres su Espíritu, este Espíritu que es el lazo eterno de unión entre el Padre y el Hijo y que se digna descender hasta nosotros, para realizar esta unión inefable que tiene su ejemplar en el mismo Dios. 


Gracias, pues, te sean dadas, Espíritu divino, que, habitando en la Iglesia de Jesús, nos inclinas misericordiosamente hacia la unidad, que nos la haces amar y nos dispones a sufrirlo todo antes que romperla. Fortifícala en nosotros y no permitas que ni el más ligero asomo de insumisión la altere jamás. Eres el alma de la Iglesia, gobiérnanos como miembros siempre dóciles a tus inspiraciones; pues estamos seguros de que no podremos llegar a Jesús, que te ha enviado, sino pertenecemos a la Iglesia, su Esposa y nuestra Madre, a esta Iglesia que Él rescató con su sangre y que se te confió para formarla y regirla. 


El sábado próximo tendrá lugar en toda la Iglesia la ordenación de sacerdotes y ministros sagrados; el Espíritu Santo, que ejerce una de sus más principales obras por el sacramento del Orden, descenderá a las almas presentadas e imprimirá en ellas, por mano del Pontífice, el sello del Sacerdocio, o Diaconado. Ante acto tan transcendental, la Santa Iglesia prescribe desde hoy a sus fieles el ayuno y la abstinencia, para obtener de la misericordia divina que la efusión de gracia tan grande sea beneficiosa para los que la reciben y ventajosa para la sociedad cristiana. 


La Estación se celebra en Roma en la basílica de Santa María la Mayor. Convenía que uno de los días de esta octava viera reunidos a los fieles bajo los auspicios de la Madre de Dios, cuya participación en el misterio de Pentecostés ha sido tan gloriosa y favorable para la Iglesia naciente.


DON DE FORTALEZA


Por el don de ciencia hemos aprendido lo que debemos hacer y lo que debemos evitar para vivir conforme al deseo de Jesucristo, nuestro divino Jefe. Necesitamos, ahora, que el Espíritu Santo ponga en nosotros un principio, del que podamos sacar la energía que debe ser nuestro sostén durante el camino que acaba de señalarnos. Debemos, en efecto, contar con obstáculos, y el gran número de los que sucumben es muestra palpable de la necesidad que tenemos de ayuda. El socorro que nos envía el Espíritu Santo es el Don de fortaleza, con cuyo perseverante ejercicio nos será posible y aun fácil el triunfar de todo aquello que podría torcer nuestra marcha. 




En las dificultades y pruebas de la vida, el hombre se deja llevar por la debilidad y el abatimiento, o por un ardor natural que tiene su fuente, o en el temperamento, o en la vanidad. Esta doble disposición contribuye poco a la victoria en los combates que el alma debe sostener para su salvación. El Espíritu Santo aporta un elemento nuevo, esta fuerza sobrenatural, que le es tan propia, que al instituir el Salvador sus Sacramentos estableció uno, dándole como fin especial el otorgarnos este divino Espíritu, como principio de energía. No cabe duda, pues, que teniendo que luchar en esta vida contra el demonio, el mundo y la carne, necesitemos algo más para resistir que la pusilanimidad y la audacia. Necesitamos un don especial que ponga límite a nuestra timidez y temple al mismo tiempo nuestra excesiva confianza en nuestras propias fuerzas. El hombre fortificado así por la obra del Espíritu Santo saldrá victorioso seguramente, porque la gracia suplirá en él a la debilidad de la naturaleza, al mismo tiempo que templará su ardor. 


Dos necesidades encuentra el cristiano en su vida; necesitará poder resistir y poder soportar. ¿Qué podrá él contra las tentaciones de Satanás si la fortaleza del Espíritu Santo no viene a rodearle de una armadura celestial y a fortificar su brazo? No es el mundo un adversario menos temible si se considera el número de víctimas que hace cada día por la tiranía de sus máximas y de sus pretensiones. ¡Cuán grande debe ser la asistencia del Espíritu divino cuando procura hacer invulnerable al cristiano a los flechazos mortíferos, que causan tantas heridas a su alrededor! 


Las pasiones del corazón humano no son menor obstáculo a su obra de salvación y de santificación; obstáculo tanto más temible cuanto es más íntimo. Es necesario que el Espíritu Santo transforme el corazón, que le enseñe a renunciarse a sí mismo cuando la luz celestial nos señala otro camino distinto del que seguimos guiados por el amor y búsqueda de nosotros mismos. ¿Qué fortaleza divina no se necesita para "odiar hasta la propia vida" cuando lo exige Jesucristo (Juan, XII, 25), cuando se trata de elegir entre dos señores, cuyo servicio común es incompatible? El Espíritu Santo obra diariamente estos prodigios, por medio del don que nos ha otorgado, si no despreciamos ese don, si no lo anulamos con nuestra cobardía o con nuestra imprudencia. Enseña al cristiano a dominar sus pasiones, a no dejarse conducir por estos guías ciegos, a no ceder a sus instintos sino cuando van unidos al orden que ha establecido. 


A veces no se contenta sólo con que el cristiano resista interiormente a los enemigos de su alma; exige una protesta abierta contra el error y el mal, si así lo pide el deber del estado, o la posición en que se halla. Entonces no hay que hacer caso de esta especie de desprecio que va anejo al nombre de cristiano y que no debe de extrañarle si se acuerda de las palabras del Apóstol (Gal., I, 10): "si buscase agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo". El Espíritu Santo no puede faltar nunca, y cuando se encuentra con un alma resuelta a valerse del don de Fortaleza, cuya fuente es Él, no sólo le asegura el triunfo, sino que diariamente la pone en estado de paz, de plena seguridad y de valor con que logra la victoria sobre las pasiones. 


Tal es la aplicación que el Espíritu Santo hace del don de Fortaleza en el cristiano que debe ejercitarse en la paciencia. Hemos dicho que este don precioso lleva consigo, al mismo tiempo, la energía necesaria para soportar las pruebas, con cuyo precio adquirimos nuestra salvación. Hay escenas de espanto que aminoran nuestro empuje y que pueden conducir al hombre a una ruina total. El don de Fortaleza las desvanece y reemplaza por una calma y seguridad que desconciertan a la naturaleza. Contemplad a los mártires, y no sólo a un San Mauricio, jefe de la legión Tebea, curtido ya en la lucha del campo de batalla, sino a Felicidad, madre de los siete hermanos Macabeos; a Perpetua, noble matrona cartaginesa, para la que el mundo era todo halagos; a Inés, niña de trece años, y a tantos otros millares, y decid si el don de Fortaleza es estéril en sacrificios. ¿Qué ha sido del miedo a la muerte, de esta muerte cuyo solo pensamiento nos estremece muchas veces? ¡Y estas generosas ofrendas de una vida inmolada en el renunciamiento y privaciones, con el fin de encontrar a Jesús enteramente y seguir sus huellas lo más cerca posible! ¡Y tantas existencias ocultas a las miradas distraídas y superficiales de los hombres, existencias que tienen como fundamento el sacrificio, cuya serenidad no quebrantaron nunca las más duras pruebas y que diariamente aceptan pacientes su nueva cruz! ¡Qué trofeos para el espíritu de Fortaleza! ¡Qué sacrificios ante el deber sabe producir! Y si el hombre por sí mismo no es casi nada, ¡cómo se agranda con la acción del Espíritu Santo! 


Ayuda también él al cristiano a vencer la triste tentación del respeto humano, elevándole por encima de las consideraciones del mundo, que dictan otra conducta; el que incita al hombre a preferir al vano honor del mundo, la gloria de no haber violado los mandamientos de su Dios. Este espíritu de Fortaleza nos hace aceptar los reveses de fortuna como otros tantos designios misericordiosos del cielo, el que mantiene firme el valor del cristiano en las pérdidas tan dolorosas de seres queridos, en los sufrimientos físicos que harían de la vida una carga insoportable, si no supiera que son visitas del Señor. Es, en fin, como leemos en las vidas de los Santos, quien se sirve de las mismas repugnancias de la naturaleza para producir esos actos heroicos en que la creatura humana parece sobrepasar los límites de su ser, para elevarse al grado de espíritus impasibles y glorificados. 


¡Espíritu de fortaleza, que moras cada día más y más en nosotros, presérvanos de la seducción de este siglo! En ninguna época ha sido tan débil la energía de las almas, ni tan poderoso el espíritu del mundo, ni tan insolente el sensualismo, ni tan pronunciados el orgullo y la independencia. Ser fuerte consigo mismo es hoy algo tan singular, que despierta la admiración de los que son testigos: ¡tanto terreno van perdiendo las máximas evangélicas! ¡Detennos en esta pendiente, que nos arrastrará, como a tantos otros, oh Espíritu divino! Permite que te dirijamos, en demanda suplicante, los votos que hacía Pablo por los cristianos de Efeso y que podamos reclamar de tu magnanimidad "esta armadura divina para que podamos resistir en el día malo y permanecer perfectos en todas las cosas. Ciñe nuestros lomos con la verdad, revístenos de la coraza de justicia y pon a nuestros pies el Evangelio de la paz con un calzado indestructible; ármanos en todo momento del escudo de la fe con que podamos apagar los encendidos dardos del maligno enemigo. Cubre nuestra cabeza con el yelmo de salud y en nuestra mano pon la espada del espíritu, que. es la palabra de Dios" (Efes., VI, 11-17), con cuya ayuda, como el Señor en el desierto, podremos derrotar a todos los enemigos. Espíritu de Fortaleza, que así sea.


Año Litúrgico de Guéranger


 

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