EL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA
Vimos ayer con cuánta fidelidad ha sabido
cumplir el Espíritu Santo la misión de formar, proteger y conservar a la
Esposa del Emmanuel. Esta recomendación de un Dios ha sido cumplida con
todo el poder de un Dios; y es el espectáculo más bello, más
deslumbrador que presentan los anales de la humanidad desde hace diez y
nueve siglos.
La conservación de esta sociedad moral, siempre
la misma en todos los tiempos y en todos los lugares, que ha promulgado
un símbolo preciso y obligatorio para todos sus miembros y ha mantenido
por sus decretos la más estrecha y compacta unidad de creencia entre
todos sus fieles es, juntamente con la maravillosa propagación del
cristianismo, el hecho cumbre de la historia. Estos dos hechos son,
pues, no el efecto de una providencia ordinaria, como lo han pretendido
ciertos filósofos modernos, sino milagros de primer orden obrados
directamente por el Espíritu Santo y destinados a servir de base a
nuestra fe en la verdad del cristianismo. El Espíritu Santo, que no
debía revestir forma sensible en el ejercicio de su misión, ha hecho
visible su presencia a nuestra inteligencia, y por este medio ha hecho
lo bastante para demostrar su acción personal en la obra de la salvación
de los hombres.
HACE A LA IGLESIA VISIBLE EN TODAS PARTES.
— Sigamos esta acción divina en las relaciones de la Iglesia con la
raza humana. El Emmanuel quiso que sea la Madre de los hombres y que
todos aquellos que él distingue con el honor de ser sus propios miembros
reconozcan que es ella quien los engendra para este glorioso destino.
El Espíritu Santo debía, pues, formar la Esposa de Jesús con el brillo
necesario para que fuera distinguida y conocida sobre la tierra, dejando
plena libertad a los hombres para ignorarla y rechazarla.
Convenía que esta Iglesia abrazase en su
duración a todos los siglos, que recorriese la tierra de un modo
patente, de manera que su nombre y su noble misión pudieran ser
conocidos por todos los pueblos; en una palabra, debía ser Católica, es
decir, universal, posesora, a la vez, de la catolicidad de los tiempos y
de los lugares. Tal es, en efecto, la existencia que el Espíritu Santo
la ha creado en la tierra. La promulgó en Jerusalén el día de
Pentecostés ante los ojos de los judíos venidos de regiones tan diversas
y que pronto partieron para llevar la nueva a los países que habitaban.
Lanza luego sus Apóstoles y discípulos al mundo, y sabemos por autores
contemporáneos que, apenas había pasado un siglo, cuando ya la tierra
entera estaba sembrada de cristianos. Desde entonces, cada año ha
contribuido al desarrollo visible de la Santa Iglesia.
Si el Espíritu Santo, en los designios de su
justicia, ha creído conveniente dejarla enfriarse en el seno de una
nación indigna de ella, la ha transferido a otra donde encontraría hijos
más sumisos. Si algunas veces se han cerrado a su paso regiones enteras
ha sido porque en época anterior se presentó y fue rechazada, o porque
todavía no había llegado el momento oportuno para su establecimiento. La
historia de la propagación de la Iglesia ofrece a nuestra vista este
conjunto maravilloso de vida perpetua y de emigración. Los tiempos y los
lugares le pertenecen; donde no reina, se halla presente por sus
miembros, y esta prerrogativa de la catolicidad que le ha valido su
nombre es una de las obras maestras del Espíritu Santo.
LA DIRIGE INTERIORMENTE.
— Pero su acción no se limita a sólo eso para cumplir la misión que le
ha confiado el Emmanuel respecto a su Esposa y debemos penetrar aquí la
profundidad del misterio del Espíritu Santo dentro de la Iglesia.
Después de haber hecho constar su influencia exterior para su
conservación y extensión, nos falta apreciar la dirección interior que
recibe de él, y que produce su unidad, su infalibilidad y su santidad,
cualidades que, juntamente con su catolicidad, forman las señales
peculiares de la Esposa de Cristo.
ES EL ALMA DE LA IGLESIA.
— La unión del Espíritu Santo con la humanidad de Jesús es una de las
bases fundamentales del misterio de la Encarnación. Nuestro divino
Mediador es llamado Cristo, porque ha recibido la unción y esta unción
es el efecto de la unión de su humanidad con el Espíritu Santo (Act., X, 38). Esta
unión es indisoluble; el Verbo permanecerá eternamente unido a su
humanidad y eternamente también el Espíritu Santo imprimirá sobre esta
humanidad el sello de la unción que hace Cristo. Se sigue de aquí que,
siendo la Iglesia el cuerpo de Jesucristo, debe tomar parte en la unión
que existe entre su divino Jefe y el Espíritu Santo. El cristiano recibe
en el bautismo la unción divina del Espíritu Santo que habita en
adelante en él, como prenda de eterna herencia. Pero existe la diferencia
de que él puede perder por el pecado esta unión, que es para él el
principio de la vida sobrenatural, mientras que ella no puede faltar
nunca al cuerpo de la Iglesia. El Espíritu Santo se incorpora a la
Iglesia para siempre; es el principio que la da vida, su eje y motor y
el principio que la ayuda a resistir a todas las crisis a que por
permisión divina, se ve expuesta durante el trayecto de esta vida
militante.
San Agustín expone maravillosamente esta
doctrina con su sermón 257 para la fiesta de Pentecostés. "El soplo que
da la vida al hombre, nos dice, se llama alma, y podéis observar el
papel de esta alma con relación al cuerpo. Ella da la vida a los
miembros: ve por el ojo, oye por el oído, siente por el olfato, habla
con la lengua, obra por la mano, anda con los pies. Presente en cada
miembro, da vida a todos y la función particular a cada uno. No es el
ojo quien oye, ni ve el oído, ni la lengua, del mismo modo que no son ni
el ojo ni el oído los que hablan; con todo, el oído vive, y vive la
lengua; las funciones de los sentidos son, pues, varias, pero todos
participan de una misma vida común. Así sucede en la Iglesia de Dios. En
tal santo obra milagros, en otro enseña la verdad, en éste practica la
virginidad, en aquél guarda la castidad conyugal; en una palabra, los
diversos miembros de la Iglesia tienen asignados funciones varias, pero
todos beben la vida de una misma fuente. Así, pues, lo que es el alma
para el cuerpo humano, es el Espíritu Santo para el cuerpo de Cristo,
que es la Iglesia. El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo que el alma
obra en los miembros de un mismo cuerpo."
He aquí, pues, explicada esta noción, con cuya
ayuda nos daremos cuenta de la existencia y operaciones de la Iglesia.
La Iglesia es el cuerpo de Cristo y en ella el Espíritu Santo es
principio de vida. El la mima, la conserva, obra en ella y por ella. Es
su alma, no sólo en el sentido estricto, en el que hemos hablado más
arriba, del alma de la Iglesia, es decir, de su ser interior, que es,
por lo demás, en ella producto de la acción del Espíritu Santo, sino que
es su alma, de suerte que toda su vida interior y exterior y todas sus
operaciones proceden de él. La Iglesia es imperecedera, porque el amor
que ha movido al Espíritu Santo a elegirla por morada durará para
siempre; tal es la razón de esta perpetuidad, que es el fenómeno más
sorprendente de este mundo.
CONSERVA SU UNIDAD.
— Nos falta considerar esta maravilla, que consiste en la conservación
de la unidad en el seno de esta sociedad. El Esposo, en los Cantares,
llama a la Iglesia "su única", No desea otras esposas; el Espíritu Santo
ha vigilado solícitamente por el cumplimiento del deseo del Emmanuel.
Sigamos el ejemplo de su solicitud para obtener resultados semejantes.
¿Es posible que una sociedad pueda humanamente pasar diez y nueve siglos
sin cambiar, sin modificarse mil veces, aún suponiendo que bajo un
nombre u otro haya podido resistir una etapa tan larga? Pensad que esta
sociedad, durante un espacio de tiempo tan largo, no ha podido dejar de
ver agitarse en su seno, bajo mil formas distintas, las pasiones humanas
que muchas veces lo arrollan todo; que ha estado siempre compuesta de
razas distintas, en su complexión, lenguaje y costumbres, ya alejadas
unas de otras hasta el punto de no conocerse apenas, ya vecinas, pero
divididas por intereses y antipatías nacionales; que revoluciones
políticas sin número han modificado, trastornado incluso, la existencia
de los pueblos; y con todo eso, en todas las partes donde han existido y
existirán católicos, la unidad quedará como distintivo de este cuerpo
inmenso y de los miembros que lo componen.
Una misma fe, un mismo símbolo, una misma
sumisión al mismo jefe visible, un mismo culto en cuanto a los puntos
esenciales, una misma manera de zanjar las cuestiones por la tradición y
la autoridad. En todos los siglos han surgido nuevas sectas al grito
de: "soy la verdadera Iglesia", y ni una sola ha podido subsistir fuera
de las circunstancias que la había producido. Los arríanos con su poder
político, los nestorianos, eutiquianos, monotelitas con sus
interminables sutilezas, ¿dónde están? ¿Hay algo más impotente y estéril
que el cisma griego que avasalló ya al sultán, ya al moscovita? ¿Qué es
lo que queda del jansenismo, agotado por sus vanos esfuerzos por
mantenerse en la Iglesia, a pesar de la Iglesia? Y en cuanto al
protestantismo, que parte de un principio de negación, ¿no se le ha
visto desde el principio de su nacimiento dividido en varias sectas, sin
que haya podido formar nunca una misma sociedad religiosa? ¿Y no le
vemos en el día de hoy en una situación desesperada, incapaz de mantener
los dogmas que había aceptado en sus principios como fundamentales: la
inspiración de las Sagradas Escrituras y la divinidad de Jesucristo?
Ante tantas ruinas amontonadas, ¡qué bella y
radiante aparece nuestra Madre la Santa Iglesia Católica, aureolada con
los rayos de su unidad, la Esposa única del Emmanuel! Los millones de
hombres que la han compuesto y la componen todavía hoy, ¿pertenecerán a
otra naturaleza distinta de la de aquellos que ingresaron en las
diversas sectas que ella vió nacer y morir? Ortodoxos o heterodoxos, ¿no
somos todos miembros de la misma familia humana, esclavos de las mismas
pasiones y sujetos a los mismos errores? ¿De dónde viene a los hijos de
la Iglesia Católica esta solidez que triunfa del tiempo, en la que no
influye la distinción de razas, que sobrevive a esas crisis y cambios
que no pueden evitar ni la fuerte constitución de los estados ni la
resistencia secular de las nacionalidades? Es necesario convenir que hay
en ella un elemento divino que la hace resistente y mantiene firme. El
Espíritu Santo, alma de la Iglesia, influye en todos sus miembros y,
como es único, produce la unidad en todo el conjunto que anima. No
pudiendo ser contrario a sí mismo, nada existe por él sino mediante una
entera conformidad con lo- que él es. He ahí la clave del secreto.
UNIDAD EN LA OBEDIENCIA.
— Mañana hablaremos de lo que hace el Espíritu Santo para el
mantenimiento de la fe una e invariable en todo el cuerpo de la Iglesia;
ciñámonos hoy a considerarlo como principio de unión exterior por la
subordinación voluntaria a un mismo centro de unidad. Dijo Jesús: "Tú
eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia"; Pedro debía morir.
La promesa no se refería sólo a su persona, sino a todo la legión de
sucesores que habían de sucederle hasta el fin de los tiempos. ¡Qué
maravillosa y enérgica es la acción del Espíritu Santo, que va
produciendo, año tras año, esta dinastía de príncipes espirituales, en
la que S. S. Pío XII ocupa el número 263, y que continuará hasta el
último día del mundo! Ninguna violencia se hará a la libertad del
hombre; el Espíritu Santo permitirá que intente aquel lo que quiera;
pero Él continuará ejerciendo su misión. Aunque un Decio cause con sus
violencias una vacante de cuatro años en la silla de Roma, aunque se
levanten antipapas, sostenidos unos por el pueblo y otros por la
política del Príncipe, aunque un prolongado cisma haga dudosa la
legitimidad de los Pontífices, el Espíritu Santo permitirá que
transcurra la prueba, fortificará mientras ésta dure la fe de sus
fieles; mas, por fin, llegado el momento, dará a conocer a su elegido y
toda la Iglesia le recibirá con aclamaciones de alegría.
Para comprender lo admirable de esta acción
sobrenatural, no basta con reconocer los resultados exteriores que
produce en la historia; hay que proseguir su estudio en lo que tiene de
más íntimo y misterioso. La unidad de la Iglesia no es semejante a la
unidad impuesta por los conquistadores en los países sometidos a su
yugo, donde se pagan los tributos a la fuerza. Los miembros de la
Iglesia guardan la unidad en la fe y en la sumisión, porque aceptan con
amor el yugo impuesto a su libertad y a su razón. ¿Pero quién cautiva
así al orgullo humano bajo una tal obediencia? ¿Quién logra hacer
encontrar la alegría y contento hollando toda pretensión personal?
¿Quién predispone al hombre a poner toda su seguridad y felicidad en
dejar de existir como individuo en esta unidad absoluta y esto en
cuestiones en que el capricho humano ha gustado tener rienda suelta en
todos los tiempos? ¿No es el Espíritu divino quien obra este milagro
múltiple y constante, quien anima y armoniza este vasto conjunto y
quien, sin violencia, guarda unidos en un mismo concierto los millones
de corazones y de espíritus que forman la Esposa "única" del Hijo de
Dios?
En los días de su vida mortal, Jesús pide para
nosotros la unidad al Padre celestial. "Que sean uno como lo somos
nosotros" (Juan, XVII, 11), dijo. Él la prepara, llamándonos a ser sus miembros; mas
para obrar esta unión, envía a los hombres su Espíritu, este Espíritu
que es el lazo eterno de unión entre el Padre y el Hijo y que se digna
descender hasta nosotros, para realizar esta unión inefable que tiene su
ejemplar en el mismo Dios.
Gracias, pues, te sean dadas, Espíritu divino,
que, habitando en la Iglesia de Jesús, nos inclinas misericordiosamente
hacia la unidad, que nos la haces amar y nos dispones a sufrirlo todo
antes que romperla. Fortifícala en nosotros y no permitas que ni el más
ligero asomo de insumisión la altere jamás. Eres el alma de la Iglesia,
gobiérnanos como miembros siempre dóciles a tus inspiraciones; pues
estamos seguros de que no podremos llegar a Jesús, que te ha enviado,
sino pertenecemos a la Iglesia, su Esposa y nuestra Madre, a esta
Iglesia que Él rescató con su sangre y que se te confió para formarla y
regirla.
El sábado próximo tendrá lugar en toda la
Iglesia la ordenación de sacerdotes y ministros sagrados; el Espíritu
Santo, que ejerce una de sus más principales obras por el sacramento del
Orden, descenderá a las almas presentadas e imprimirá en ellas, por
mano del Pontífice, el sello del Sacerdocio, o Diaconado. Ante acto tan
transcendental, la Santa Iglesia prescribe desde hoy a sus fieles el
ayuno y la abstinencia, para obtener de la misericordia divina que la
efusión de gracia tan grande sea beneficiosa para los que la reciben y
ventajosa para la sociedad cristiana.
La Estación se celebra en Roma en la basílica
de Santa María la Mayor. Convenía que uno de los días de esta octava
viera reunidos a los fieles bajo los auspicios de la Madre de Dios, cuya
participación en el misterio de Pentecostés ha sido tan gloriosa y
favorable para la Iglesia naciente.
DON DE FORTALEZA
Por el don de ciencia hemos aprendido lo que
debemos hacer y lo que debemos evitar para vivir conforme al deseo de
Jesucristo, nuestro divino Jefe. Necesitamos, ahora, que el Espíritu
Santo ponga en nosotros un principio, del que podamos sacar la energía
que debe ser nuestro sostén durante el camino que acaba de señalarnos.
Debemos, en efecto, contar con obstáculos, y el gran número de los que
sucumben es muestra palpable de la necesidad que tenemos de ayuda. El
socorro que nos envía el Espíritu Santo es el Don de fortaleza, con cuyo
perseverante ejercicio nos será posible y aun fácil el triunfar de todo
aquello que podría torcer nuestra marcha.
En las dificultades y pruebas de la vida, el
hombre se deja llevar por la debilidad y el abatimiento, o por un ardor
natural que tiene su fuente, o en el temperamento, o en la vanidad. Esta
doble disposición contribuye poco a la victoria en los combates que el
alma debe sostener para su salvación. El Espíritu Santo aporta un
elemento nuevo, esta fuerza sobrenatural, que le es tan propia, que al
instituir el Salvador sus Sacramentos estableció uno, dándole como fin
especial el otorgarnos este divino Espíritu, como principio de energía.
No cabe duda, pues, que teniendo que luchar en esta vida contra el
demonio, el mundo y la carne, necesitemos algo más para resistir que la
pusilanimidad y la audacia. Necesitamos un don especial que ponga límite
a nuestra timidez y temple al mismo tiempo nuestra excesiva confianza
en nuestras propias fuerzas. El hombre fortificado así por la obra del
Espíritu Santo saldrá victorioso seguramente, porque la gracia suplirá
en él a la debilidad de la naturaleza, al mismo tiempo que templará su
ardor.
Dos necesidades encuentra el cristiano en su
vida; necesitará poder resistir y poder soportar. ¿Qué podrá él contra
las tentaciones de Satanás si la fortaleza del Espíritu Santo no viene a
rodearle de una armadura celestial y a fortificar su brazo? No es el
mundo un adversario menos temible si se considera el número de víctimas
que hace cada día por la tiranía de sus máximas y de sus pretensiones.
¡Cuán grande debe ser la asistencia del Espíritu divino cuando procura
hacer invulnerable al cristiano a los flechazos mortíferos, que causan
tantas heridas a su alrededor!
Las pasiones del corazón humano no son menor
obstáculo a su obra de salvación y de santificación; obstáculo tanto más
temible cuanto es más íntimo. Es necesario que el Espíritu Santo
transforme el corazón, que le enseñe a renunciarse a sí mismo cuando la
luz celestial nos señala otro camino distinto del que seguimos guiados
por el amor y búsqueda de nosotros mismos. ¿Qué fortaleza divina no se
necesita para "odiar hasta la propia vida" cuando lo exige Jesucristo (Juan, XII, 25),
cuando se trata de elegir entre dos señores, cuyo servicio común es
incompatible? El Espíritu Santo obra diariamente estos prodigios, por
medio del don que nos ha otorgado, si no despreciamos ese don, si no lo
anulamos con nuestra cobardía o con nuestra imprudencia. Enseña al
cristiano a dominar sus pasiones, a no dejarse conducir por estos guías
ciegos, a no ceder a sus instintos sino cuando van unidos al orden que
ha establecido.
A veces no se contenta sólo con que el
cristiano resista interiormente a los enemigos de su alma; exige una
protesta abierta contra el error y el mal, si así lo pide el deber del
estado, o la posición en que se halla. Entonces no hay que hacer caso de
esta especie de desprecio que va anejo al nombre de cristiano y que no
debe de extrañarle si se acuerda de las palabras del Apóstol (Gal., I, 10): "si
buscase agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo". El Espíritu
Santo no puede faltar nunca, y cuando se encuentra con un alma resuelta a
valerse del don de Fortaleza, cuya fuente es Él, no sólo le asegura el
triunfo, sino que diariamente la pone en estado de paz, de plena
seguridad y de valor con que logra la victoria sobre las pasiones.
Tal es la aplicación que el Espíritu Santo hace
del don de Fortaleza en el cristiano que debe ejercitarse en la
paciencia. Hemos dicho que este don precioso lleva consigo, al mismo
tiempo, la energía necesaria para soportar las pruebas, con cuyo precio
adquirimos nuestra salvación. Hay escenas de espanto que aminoran
nuestro empuje y que pueden conducir al hombre a una ruina total. El don
de Fortaleza las desvanece y reemplaza por una calma y seguridad que
desconciertan a la naturaleza. Contemplad a los mártires, y no sólo a un
San Mauricio, jefe de la legión Tebea, curtido ya en la lucha del campo
de batalla, sino a Felicidad, madre de los siete hermanos Macabeos; a
Perpetua, noble matrona cartaginesa, para la que el mundo era todo
halagos; a Inés, niña de trece años, y a tantos otros millares, y decid
si el don de Fortaleza es estéril en sacrificios. ¿Qué ha sido del miedo
a la muerte, de esta muerte cuyo solo pensamiento nos estremece muchas
veces? ¡Y estas generosas ofrendas de una vida inmolada en el
renunciamiento y privaciones, con el fin de encontrar a Jesús
enteramente y seguir sus huellas lo más cerca posible! ¡Y tantas
existencias ocultas a las miradas distraídas y superficiales de los
hombres, existencias que tienen como fundamento el sacrificio, cuya
serenidad no quebrantaron nunca las más duras pruebas y que diariamente
aceptan pacientes su nueva cruz! ¡Qué trofeos para el espíritu de
Fortaleza! ¡Qué sacrificios ante el deber sabe producir! Y si el hombre
por sí mismo no es casi nada, ¡cómo se agranda con la acción del
Espíritu Santo!
Ayuda también él al cristiano a vencer la
triste tentación del respeto humano, elevándole por encima de las
consideraciones del mundo, que dictan otra conducta; el que incita al
hombre a preferir al vano honor del mundo, la gloria de no haber violado
los mandamientos de su Dios. Este espíritu de Fortaleza nos hace
aceptar los reveses de fortuna como otros tantos designios
misericordiosos del cielo, el que mantiene firme el valor del cristiano
en las pérdidas tan dolorosas de seres queridos, en los sufrimientos
físicos que harían de la vida una carga insoportable, si no supiera que
son visitas del Señor. Es, en fin, como leemos en las vidas de los
Santos, quien se sirve de las mismas repugnancias de la naturaleza para
producir esos actos heroicos en que la creatura humana parece sobrepasar
los límites de su ser, para elevarse al grado de espíritus impasibles y
glorificados.
¡Espíritu de fortaleza, que moras cada día más y
más en nosotros, presérvanos de la seducción de este siglo! En ninguna
época ha sido tan débil la energía de las almas, ni tan poderoso el
espíritu del mundo, ni tan insolente el sensualismo, ni tan pronunciados
el orgullo y la independencia. Ser fuerte consigo mismo es hoy algo tan
singular, que despierta la admiración de los que son testigos: ¡tanto
terreno van perdiendo las máximas evangélicas! ¡Detennos en esta
pendiente, que nos arrastrará, como a tantos otros, oh Espíritu divino!
Permite que te dirijamos, en demanda suplicante, los votos que hacía
Pablo por los cristianos de Efeso y que podamos reclamar de tu
magnanimidad "esta armadura divina para que podamos resistir en el día
malo y permanecer perfectos en todas las cosas. Ciñe nuestros lomos con
la verdad, revístenos de la coraza de justicia y pon a nuestros pies el
Evangelio de la paz con un calzado indestructible; ármanos en todo
momento del escudo de la fe con que podamos apagar los encendidos dardos
del maligno enemigo. Cubre nuestra cabeza con el yelmo de salud y en
nuestra mano pon la espada del espíritu, que. es la palabra de Dios" (Efes., VI, 11-17),
con cuya ayuda, como el Señor en el desierto, podremos derrotar a todos
los enemigos. Espíritu de Fortaleza, que así sea.
Año Litúrgico de Guéranger
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