ESPERA DEL ESPÍRITU SANTO
La luz deslumbradora de la solemnidad de mañana
ilumina ya este día. Los fieles se disponen con el ayuno a celebrar
dignamente el misterio; pero, como en la Vigilia Pascual, la misa de los
neófitos, que entonces se celebraba por la noche, ahora se ha
anticipado; por eso desde antes de mediodía la alabanza del Espíritu
Santo, cuya efusión está tan cercana, ha resonado en toda Iglesia que
tenga pila bautismal. Por la tarde, el oficio de Vísperas da comienzo a
la augusta solemnidad. El Reino del Espíritu divino está, pues,
proclamado desde hoy por la Liturgia. Unámonos a los pensamientos y
sentimientos de los habitantes del Cenáculo, donde está a punto de ser
cumplida nuestra esperanza.
LA CREACIÓN — En
toda esta serie de misterios que hemos visto deslizarse hasta aquí en el
curso del Año litúrgico, hemos presentido con frecuencia la acción de
la tercera persona de la Santísima Trinidad. Las lecturas de los libros
Sagrados, tanto del Antiguo como del Nuevo testamento, han llamado más
de una vez nuestra atención respetuosa hacia este Espíritu divino que
parecía rodearse de misterio, como si aún no hubiese llegado el tiempo
de su manifestación. Las operaciones de Dios en las creaturas son
sucesivas; pero llegan infaliblemente a su tiempo. El historiador
sagrado, en la relación de la creación, nos muestra al Espíritu Santo
flotando sobre las aguas y fecundándolas silenciosamente, esperando su
separación de la tierra que inundaban.
PREPARACIÓN DE LA ENCARNACIÓN.
— Aunque el Reino patente del Espíritu Santo sobre el mundo se ha
diferido hasta el establecimiento del Hijo de Dios sobre su eterno
trono, no vayamos a creer por eso que el Espíritu divino ha permanecido
inactivo hasta ahora. Todas las Sagradas Escrituras, de las que hemos
hallado tantos fragmentos en la liturgia, ¿qué son sino la obra oculta
de aquel que, como nos dice el Símbolo, "ha hablado por los Profetas"?
(Qui locutus est per Propfetas. Símbolo de Nicea — Constantinopla). Era
quien nos daba el Verbo, Sabiduría de Dios, por medio de la Escritura,
como más tarde debía dárnoslo en la carne de la humanidad.
No ha estado ocioso ni un solo momento en la
duración de los siglos. Preparaba el mundo para el reino del Verbo
encarnado, juntando y mezclando las razas, produciendo esta expectativa
universal que se extendió desde los pueblos más bárbaros hasta las
naciones más avanzadas en la civilización. No se había dado a conocer
aún a la tierra, pero se cernía con amor sobre la humanidad, como se
había cernido al principio sobre las aguas mudas e insensibles.
LA ENCARNACIÓN.—
Esperando su venida, los profetas le anunciaban en los mismos oráculos,
donde predecían la llegada del Hijo de Dios. El Señor decía por boca de
Joél: "Yo esparciré mi Espíritu sobre toda carne" (Joél, 11, 29). En otra ocasión se
anunciaba así por la voz de Ezequiel: "Yo derramaré sobre vosotros un
agua pura, y seréis purificados de todas vuestras manchas, y os
purificaré de todos vuestros ídolos. Y os daré un corazón nuevo, y
colocaré en medio de vosotros un nuevo espíritu; y os arrancaré el
corazón de piedra que está en vuestra carne, y os daré un corazón de
carne, y colocaré en medio de vosotros un Espíritu que es el mío".
Pero antes de su propia manifestación, el
Espíritu Santo había de obrar directamente para la del Verbo divino.
Cuando el poder creador hizo salir de la nada el cuerpo y el alma de la
futura madre de un Dios, preparó la morada de la soberana majestad,
santificando a María desde el primer instante de su Concepción y tomando
posesión de ella como de un templo donde el Hijo de Dios se dignaría
descender. En el momento de la Anunciación, el Arcángel declaró a la
Virgen que el Espíritu Santo iba a venir sobre ella y que la virtud, del
Altísimo iba a cubrirla con su sombra. Apenas la Virgen pronunció su
consentimiento, cuando la operación del Espíritu Santo produjo en ella
el más inefable de sus misterios: el Verbo se hizo carne, y habitó entre
nosotros. Sobre esta flor nacida en la rama que retoñó del tronco de
Jessé, sobre esta humanidad producida divinamente en María, el Espíritu
del Padre y del Hijo, reposa con amor, la colma de sus dones y la adapta
a su fin glorioso y eterno (Isaías, X, 1-3). El que había dotado a la Madre de tantos
tesoros de gracia, sobrepasa en su Hijo de una manera inconmensurable la
medida que parecía ya próxima de lo infinito. Y todas estas maravillas
las obra en silencio como siempre; porque la hora en que debe brillar su
venida no ha llegado todavía. La tierra no hará sino entreverlo, el día
en que sobre el cauce del Jordán, a cuyas aguas descendió Jesús,
extenderá sus alas y vendrá a posarse sobre la cabeza de este Hijo muy
amado del Padre. Juan advierte el misterio del mismo modo que, antes de
nacer, había sentido en el seno de María el fruto bendito que habitaba
en ella; pero los hombres no vieron más que una paloma, y la paloma no
reveló los secretos de la eternidad.
El Reino del Hijo de Dios se asienta sobre sus
fundamentos predestinados. Tenemos en él a nuestro hermano, porque ha
tomado nuestra carne con sus enfermedades; tenemos en él nuestro doctor,
porque es la sabiduría del Padre y porque con sus lecciones nos inicia
en toda verdad; en él tenemos nuestro médico, porque nos cura todas
nuestras flaquezas y enfermedades; en él tenemos nuestro mediador,
porque hace volver en su santa humanidad a toda la creación a su autor;
tenemos en él nuestro reparador y en su sangre nuestro rescate: porque
el pecado del hombre había roto el lazo entre Dios y nosotros y nos
hacía falta un redentor divino; tenemos en él un jefe que no se sonroja
de sus miembros por humildes que sean, un rey que acabamos de ver
coronar para siempre y un Señor a quien el Señor hace sentar a su
diestra.
LA IGLESIA. —
Pero si para siempre nos gobierna, ahora lo hace desde lo alto de los
cielos, hasta el momento en que aparezca de nuevo para quebrantar contra
la tierra la cabeza de los pecadores, cuando clame la voz del Ángel:
"Ya no hay más tiempo". Pero esperando esta venida se deben pasar muchos
siglos, y estos siglos han sido destinados al imperio del Espíritu
Santo: "Pero no se podía dar el Espíritu Santo—dice San Juan—mientras
Jesús no hubiese sido glorificado". El misterio de la Ascensión forma,
pues, el límite entre los dos reinados divinos aquí abajo: el reino
visible del Hijo de Dios y el reino visible del Espíritu Santo. Con el
fin de unirlos y preparar su sucesión no sólo son profetas mortales los
que hablan, sino también el mismo Emmanuel, durante su vida mortal, se
hizo el heraldo del reino próximo del Espíritu.
¿No le oímos decir: "Os es más provechoso que
yo me vaya; porque si no me marchase, no vendría a vosotros el
Paráclito"? (S. Juan, XVI, 7). El mundo tiene, pues, gran necesidad de este huésped
divino, del que se hace precursor el mismo Hijo de Dios. Y a fin de que
conociésemos cuál es la majestad de este nuevo dueño que va a reinar
sobre nosotros, nos declara Jesús la gravedad de los castigos que caerán
sobre quienes le ofendan. "Quienquiera que haya proferido alguna
palabra contra el Hijo—dice-—será perdonado; pero el que haya
pronunciado esta palabra contra el Espíritu Santo, no obtendrá perdón,
ni en este mundo ni en el otro" (S. Mat., XII, 32). Sin embargo, este Espíritu no tomará
la naturaleza humana como el Hijo; no trabajará por rescatar el mundo,
como lo rescató el Hijo, sino que vendrá con un amor tan grande que no
se podrá despreciarle impunemente. A él confiará Jesús la Iglesia su
Esposa durante los largos siglos que ha de durar su viudez, a él
confiará su obra para que la mantenga y la dirija en todo.
DISPOSICIONES PARA RECIBIR EL ESPÍRITU SANTO.
— Nosotros, pues, los llamados a recibir dentro de pocas horas la
efusión del Espíritu de amor que viene a "renovar la faz de la tierra",
estemos atentos como lo estuvimos en Belén en los momentos que
precedieron al nacimiento del Emmanuel. El Verbo y el Espíritu Santo son
iguales en gloria y en poder y su venida a la tierra procede del mismo
decreto eterno y pacífico de la Santísima Trinidad, que determinó, por
esta doble visita, "hacernos participantes de la naturaleza divina".
Nosotros, hijos de la nada, somos llamados a llegar a ser, por la
operación del Verbo y del Espíritu, hijos del Padre celestial. Ahora, si
deseamos saber cómo debe prepararse el alma fiel a la venida del
Paráclito divino, volvamos mentalmente al Cenáculo, donde dejamos juntos
a los discípulos, perseverando en la oración, según la orden del
Maestro, y esperando que la Virtud de lo alto descienda sobre ellos y
les cubra como una armadura para los combates que han de sostener.
NUESTRA SEÑORA EN EL CENÁCULO.
— En este asilo de recogimiento y de paz, nuestros ojos buscan
respetuosamente en seguida a María, madre de Jesús, obra maestra del
Espíritu Santo, Iglesia del Dios vivo, de la que mañana saldrá, como del
seno de una madre, por la acción del mismo Espíritu, la Iglesia
militante que esta nueva Eva representa y contiene aún en sí. ¿No tiene
derecho en estos momentos a recibir todos nuestros homenajes esta
creatura incomparable, a quien hemos visto asociada a todos los
misterios del Hijo de Dios y que muy pronto va a ser el objeto más digno
de la visita del Espíritu Santo? Te saludamos, María llena de gracia,
nosotros, los que estamos todavía encerrados en ti y gustamos la alegría
en tu seno materno. ¿No ha hablado para nosotros la Iglesia en la
Liturgia al comentar a gloria tuya el cántico de tu ascendiente David? (Sicut laetantium omnium nostrum habitatio est in te, Sancta Dei genitrix - Ps., LXXXVI, 7).
En vano tu humildad pretende sustraerse a los honores que mañana te
esperan. Creatura inmaculada, templo del Espíritu Santo, es necesario
que este Espíritu se te comunique de un modo nuevo; porque una nueva
obra te espera, y la tierra debe poseerte todavía.
LOS APÓSTOLES. —
Alrededor de María se ha unido el colegio apostólico, contemplando con
arrobamiento a aquella cuyos rasgos augustos le recuerdan al Señor
ausente. Los días precedentes ha tenido lugar un grave acontecimiento a
los ojos de María y de los hombres en el Cenáculo. Lo mismo que para
establecer el pueblo de Israel, Dios había escogido doce hijos de Jacob
como fundamentos de esta raza privilegiada, Jesús se había escogido doce
hombres de este mismo pueblo para que fuesen las bases del edificio de
la Iglesia cristiana, cuya piedra angular es él y Pedro con él y en él.
La caída de Judas había reducido a once los escogidos por la elección
divina; ya no existía el número sagrado y el Espíritu Santo estaba para
descender de un momento a otro sobre el colegio apostólico. Antes de
subir al cielo, no había juzgado Jesús a propósito hacer él mismo la
elección de sucesor del discípulo caído. Pero era preciso se completase
el número sagrado antes de la efusión de la Virtud de lo alto. La
Iglesia no debía envidiar en nada a la Sinagoga. ¿Quién cumpliría el
oficio del Hijo de Dios en la designación de un Apóstol? Tal derecho no
podía pertenecer sino a Pedro, nos dice San Juan Crisóstomo; pero en su
modestia declinó el honor, no queriendo acordarse más que de la humildad
(3ra Homilía sobre los Hechos de los Apóstoles). Una elección siguió al discurso de Pedro y Matías, juntado a los
otros Apóstoles, completó el número misterioso, y esperó con ellos la
venida prometida del Consolador.
LOS DISCÍPULOS. —
En el Cenáculo, a los ojos de María, se reunieron también los
discípulos que, sin haber tenido el honor de haber sido elegidos
Apóstoles, fueron, sin embargo, testigos de las obras y los misterios
del Hombre-Dios; fueron puestos aparte y reservados para la predicación
de la buena nueva. Magdalena y las otras santas mujeres esperan con el
recogimiento que les prescribió el Maestro, esta visita de lo alto, cuyo
poder van a experimentar muy pronto. Rindamos nuestros homenajes a esta
santa asamblea, a esos ciento veinte discípulos que se nos dieron por
modelos en esta importante circunstancia; porque el Espíritu Santo ha de
venir en seguida a ellos; son sus primicias. Más tarde descenderá
también sobre nosotros, y con el fin de prepararnos a su venida, la
Iglesia nos impone hoy el ayuno.
LA LITURGIA DE ESTE DÍA.
— En la antigüedad este día se parecía a la Vigilia Pascual. Al
atardecer los fieles se recogían en la iglesia para tomar parte en la
solemnidad de la administración del bautismo. La noche siguiente se
confería a los catecúmenos el sacramento de la regeneración, a quienes
la ausencia o la enfermedad habían impedido juntarse a los otros la
noche de Pascua. También contribuían a formar del grupo de los
aspirantes al nuevo nacimiento que se toma en la fuente sagrada aquellos
a quienes no se consideró suficientemente probados todavía, o cuya
instrucción no pareció bastante completa, pero ahora se juzgaba que
estaban en disposición de dar satisfacción a las justas exigencias de la
Iglesia. En lugar de las doce profecías que se leían en la noche de
Pascua, mientras los sacerdotes cumplían con los catecúmenos los ritos
preparatorios al Bautismo, no se leen ordinariamente más que seis; lo
que nos lleva a pensar que el número de los bautizados la noche de
Pentecostés era menos considerable.
El cirio pascual volvía a aparecer esta noche
de gracia, con el fin de inculcar a los nuevos reclutas de la Iglesia el
respeto y amor para con el Hijo de Dios, que se hizo hombre para ser
"la luz del mundo" Todos los ritos que hemos detallado y explicado el
Sábado Santo se celebraban en esta nueva ocasión, en que aparecía la
fecundidad de la Iglesia; el Santo sacrificio, del cual tomaban parte
los neófitos, comenzaba antes de rayar el alba.
En el rodar de los tiempos, la costumbre de
conferir el bautismo a los niños poco después de su nacimiento, al tomar
fuerza de ley, ha anticipado la Misa bautismal a la mañana del Sábado
de la Vigilia de Pentecostés, como sucede con la Vigilia de Pascua.
Antes de la celebración del Sacrificio se leen seis profecías de las que
hemos hablado hace poco; después tiene lugar la solemne bendición de
las aguas bautismales. El cirio pascual vuelve a aparecer en esta
función, a la que falta con frecuencia la asistencia de los fieles.
Año Litúrgico de Guéranger
No hay comentarios:
Publicar un comentario