AMOR HUMANO DE JESÚS.
— Es primeramente símbolo del amor hacia su Padre Celestial: "Las
principales virtudes que se pretenden honrar en él, escribía el
Bienaventurado Claudio de la Colombière, son: en primer término, el
ardentísimo amor hacia Dios, su Padre, unido al más profundo respeto y a
la mayor intimidad que ha existido; en segundo lugar, una paciencia
infinita en soportar los males, una contrición y un extremado dolor de
los pecados que ha cargado sobre
sus hombros; la confianza de un hijo tiernísimo, frente a la confusión
de un gran pecador" (Retraite Spirituelle, Lyon, p. 262).
Basta hojear los evangelios para encontrar la
expresión de este amor, de esta intimidad, de esta confianza del Corazón
de Jesús en su Padre. "¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi
Padre...? Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre que me envió..." (Luc., II, 49; Juan, IV, 34)
¡Qué efusión en las palabras: "Padre, te doy gracias porque te has
revelado a los pequefluelos" (Luc., .X, 21) ¡Qué autoridad en estas otras: "Mi Padre y
yo somos uno!" (Juan, X, 30) ¡Qué confianza cuando le dice en el Cenáculo "¡Padre,
glorifica a tu Hijo!" (Juan, XVII, 1) y en el Calvario: "¡Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu!" (Luc., XXIII, 46). Estas citas, que pudieran multiplicarse, nos revelan aun
más el amor del Corazón del Verbo Encarnado hacia su Padre, y son
modelo del que debemos tenerle nosotros.
El Corazón de Jesús es también el símbolo de su
amor a los hombres. "Las virtudes que se pretende honrar en Él,
prosigue el Bienaventurado Claudio de la Colombière, son, en tercer
lugar, una compasión sensible de nuestras miserias; un inmenso amor, a
pesar de estas mismas miserias. Y este Corazón abriga todavía en cuanto
es posible, los mismos sentimientos y, sobre todo, se abrasa de amor por
los hombres, siempre abierto y dispuesto a derramar todo género de
gracias y de bendiciones sobre ellos, cargando siempre con nuestros
males."
EL AMOR DIVINO DE JESÚS.
— Como símbolo vivo de la caridad, podemos preguntarnos con los
teólogos, si el Corazón de Jesús nos recuerda su amor creado, o su amor
eterno e increado. Nos lo dice la Iglesia en el Decreto del 4 de abril
de 1900: "La fiesta del Sagrado Corazón es una solemnidad que no sólo
tiene por objeto la adoración y glorificación del Hijo de Dios hecho
hombre, sino la de renovar también simbólicamente la memoria del amor
divino que ha compelido al Hijo de Dios a tomar la naturaleza humana".
Si, pues, honramos al Sagrado Corazón como órgano principal de los
afectos sensibles de Nuestro Señor Jesucristo, como principio y sede de
estos mismos sentimientos y de todas las virtudes, "como su órgano
vital, que ha vivido y sigue viviendo la vida de Jesús, que ha amado y
ama todavía como hace diez y nueve siglos...", le honramos también como
símbolo del amor que Él nos tiene desde la eternidad. El antiguo
Testamento nos había ya informado de este amor divino: "In caritate
perpetua dilexi te: ideo attraxi te miserans tui." Te amé con un amor
eterno, y por eso te he atraído, compadecido de ti (Jeremías, XXXI, 3). Y en los días del
Evangelio Jesús subrayó: "Tanto amó Dios al mundo que le dió a su Hijo
único" y que Él, "vino al mundo a traer a la tierra el fuego" de la
divina caridad. Esta caridad, dice muy bien el Cardenal. Billot, "es la
caridad increada que le hizo descender a la tierra, y es también la
caridad creada, que resplandeciendo desde los primeros instantes de su
concepción, le condujo a la cruz". Este es también el pensamiento del R.
P. Vermeersch, cuando nos invita a incorporar el amor increado a la
devoción al Sagrado Corazón. "Por: su Corazón y por el amor humano de su
Corazón, nuestro Señor nos revela con el mayor esplendor el amor
infinito de Dios hacia los hombres. Por su corazón y por el amor humano
de su Corazón nuestro Señor nos obliga del modo más persuasivo a pagar
amor con amor. Por el Corazón de Jesús y por el amor humano de su
Corazón recibimos más abundantes las divinas influencias, del amor
increado. La vida divina resulta en nosotros de la unión del Espíritu
Santo con el alma, y la donación de este Espíritu divino se nos da
únicamente por la comunicación del Corazón de Jesús".
Al repetir en esta Octava las palabras del
Señor a Santa Margarita María, la Iglesia nos dice a todos: "¡He aquí
este Corazón que tanto os ha amado... y que en recompensa no recibe de
la mayor parte de los hombres, sino ingratitud!" En el himno de Laudes
de la fiesta nos pregunta a cada uno de nosotros: "¿Quién no amará a
quien tanto nos ama? ¿Qué rescatado no amará a su Redentor? ¿Quién
rehusará establecer en este Corazón su perpetua morada?" No podemos
menos de exclamar con el Apóstol San Pablo, después de cerciorarnos de
tanto amor: "¡Sí, verdaderamente, la caridad de Cristo nos apremia!", y
que nuestros corazones, que tanto tiempo han permanecido fríos e
indiferentes, pecadores e ingratos, se decidan finalmente a dar a Cristo
la respuesta que espera de ellos: la de su agradecimiento y amor.
Tomemos para esto las mismas palabras de la Santa Iglesia en el Himno de Laudes:
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