EL ESPÍRITU SANTO Y LA SANTIDAD
Hemos contemplado admirados la adhesión
inefable y la constancia, divina con que el Espíritu Santo ejerce su
misión en las almas; nos quedan por añadir todavía algunos rasgos para
completar la idea de las maravillas de poder y de amor que ejecuta este,
divino huésped en el hombre que no cierra las puertas de su corazón a
su influencia. Pero antes de ir más lejos, experimentamos la necesidad
de tranquilizar a aquellos que, al oír los prodigios de bondad que
realiza en nuestro favor y el misterio de su presencia continua en medio
de nosotros, temiesen que el que ha descendido para consolarnos de la
ausencia de nuestro Redentor, suplante nuestro amor a expensas de aquel
que, "siendo de la sustancia de Dios, no reputó codiciable tesoro
mantenerse igual a Dios, antes se anonadó tomando la forma de siervo y
haciéndose semejante á los hombres (Filip., II, 6-7).
La falta de instrucción cristiana en muchos de
los fieles de la actualidad es causa de que el dogma del Espíritu Santo
sea conocido de una manera vaga, y aún podríamos decir que se desconozca
su acción especial en la Iglesia y en las almas. Por otra parte, estos
fieles conocen y honran con laudable devoción los Misterios de la
Encarnación y Redención de Nuestro Señor Jesucristo, pero se diría que
aguardan la eternidad para aprender en qué son deudores al Espíritu
Santo.
Así, pues, les diremos que la misión del
Espíritu Santo está tan lejos de hacernos olvidar lo que debemos a
nuestro Salvador, que su presencia entre nosotros y con nosotros es el
don supremo de la ternura del que se dignó ser clavado en la cruz. El
recuerdo que conservamos de estos misterios, ¿quién lo produce y
conserva en nuestros corazones sino el Espíritu Santo? Y el fin de sus
solicitudes en nuestra alma, ¿no es formar en nosotros a Cristo, el
hombre nuevo para poder ser incorporados con él eternamente como
miembros suyos? El amor que tenemos a Jesús es inseparable del que
debemos al Espíritu Santo, así como el culto ferviente de este Espíritu
nos une estrechamente al Hijo de Dios del que procede y quien nos lo
donó. Nos conmueve y enternece el pensamiento de los dolores de Jesús, y
es natural; pero sería indigno permanecer insensibles a las
resistencias, a los desprecios y a las traiciones contínuas de que es
objeto el Espíritu Santo en las almas, Somos todos hijos del Padre
Celestial: pero ¡ojalá comprendiéramos desde este mundo que somos
deudores de ello a la abnegación de las dos divinas personas que han
hecho que lo fuésemos a costa de su gloria!
FORMA EN NOSOTROS A CRISTO.
— Después de esta digresión, que nos ha parecido oportuna, continuemos
describiendo las operaciones del Espíritu Santo en el alma del hombre.
Como acabamos de decir, su fin es formar en nosotros a Jesucristo por
medio de la imitación de sus sentimientos y de sus actos. ¿Quién conoce
mejor que este divino Espíritu las disposiciones de Jesús, cuya
humanidad santísima produjo en las entrañas de María, de Jesús, de quien
se posesionó y con quien habitó plenamente, a quien asistió y dirigió
en todo por medio de una gracia proporcionada a la dignidad de esta
naturaleza humana unida personalmente a la divinidad? Su deseo es
reproducir una copia fiel de él, en cuanto que la debilidad y exigüidad
de nuestra humilde personalidad, herida por el pecado original, se lo
permitiere.
PURIFICA LA NATURALEZA.
— Sin embargo, de eso el Espíritu Santo obtiene en esta obra digna de
Dios nobles y felices resultados. Le hemos visto disputando con el
pecado y con Satanás la herencia rescatada por el Hijo de Dios;
considerémosle trabajando con éxito en la "consumación de los santos",
según expresión del Apóstol (Efésios, IV, 12). Se posesiona de ellos en un estado de
degradación general, les aplica en seguida los medios ordinarios de
santificación; pero resuelto a hacerles alcanzar el límite posible a sus
fuerzas del bien y de la virtud, desarrolla su obra con ardor divino,
La naturaleza está en su presencia: naturaleza caída, infestada con el
virus de la muerte; pero naturaleza que conserva todavía cierta
semejanza con su Criador, del que conserva señales en su ruina. El
Espíritu viene, pues, a destruir la naturaleza impura y enferma y al
mismo tiempo a elevar, purificando, a la que el veneno no contaminó
mortalmente. Es necesario, en obra tan delicada y trabajosa, emplear
hierro y fuego como hábil médico, y ¡cosa admirable!, saca el socorro
del enfermo mismo para aplicarle el remedio que sólo puede curarle. Así
como no salva al pecador sin él, así no santifica al santo sin ser
ayudado con su cooperación. Pero anima y sostiene su valor por medio de
mil cuidados de su gracia y la naturaleza corrompida va insensiblemente
perdiendo terreno en esta alma, lo que permanecía intacto va
transformándose en Cristo y la gracia logra reinar en el hombre entero.
DESARROLLA LAS VIRTUDES.—Las
virtudes no están ya inertas o débilmente desarrolladas en este
cristiano; se las ve adquirir nuevo vigor de día en día. El Espíritu no
consiente que una sola, quede rezagada; muestra constantemente a su
discípulo a Jesús, tipo ideal, que posee la virtud plena y perfecta.
Algunas veces hace sentir al alma su impotencia para que ésta se
humille; la deja expuesta a las repugnancias y a la tentación; pero
entonces es cuando la asiste con más esmero. Es necesario que luche,
como es necesario que sufra; sin embargo de eso, el Espíritu la ama con
ternura y tiene consideración con sus fuerzas aún cúando la prueba. ¡Qué
cosa tan magnífica ver que un ser limitado y caído reproduzca el sumo
de la santidad! Con frecuencia desfallece el ánimo en tal obra y puede
darse un traspiés; pero el pecado o la imperfección no pueden resistir
al amor que el Espíritu divino alimenta con particular cuidado en este
corazón, que consumirá pronto estas escorias y cuya llama no apagándose
nunca.
COMUNICA LA VIDA DIVINA.
— La vida humana desaparece; mas Cristo vive en este hombre nuevo como este hombre vive en Cristo (Psal., II, 20). La oración llega a ser su elemento,
porque en ella siente el lazo que le estrecha con Jesús y que este lazo
se estrecha cada vez más. El Espíritu muestra al alma nuevas sendas para
que encuentre a su bien soberano en la oración. Para ello, prepara los
grados como en una escala que comienza en la tierra y cuya cima se
oculta en lo alto de los cielos. ¿Quién podrá contar los favores divinos
hacia aquel que, habiéndose librado de la estima y del amor de sí mismo
no aspira a otra cosa, en la unidad y sencillez de su vida, que
contemplar y gozar de Dios, que engolfarse en él eternamente? Toda la
Santísima Trinidad toma parte en la obra del Espíritu Santo. El Padre
deja sentir en esta alma los abrazos de su ternura paternal; el Hijo no
puede contener el ímpetu de su amor hacia ella, y el Espíritu Santo la
inunda cada vez más de luces y consuelos.
ES EL INTRODUCTOR EN LA FAMILIA DEL CIELO.
— La corte celestial que contempla todo lo que se relaciona con el
hombre, que exulta de alegría por un solo pecador que hace penitenciaha
visto este hermoso espectáculo, le sigue con indecible amor y alaba al
Espíritu que sabe obrar tales prodigios en una naturaleza corruptible.
María, en su alegría maternal, hace acto de presencia algunas veces en
el nuevo hijo que la ha nacido; los ángeles se muestran a las miradas de
este hermano, digno ahora de su sociedad, y los santos que estuvieron
sujetos al cuerpo, traban estrecha amistad con aquel a quien esperan que
llegará dentro de poco a la mansión de la gloria. ¿Qué de extraño tiene
que este hijo del Espíritu divino no haga más que extender la mano para
suspender con frecuencia las leyes de la naturaleza y consolar a sus
hermanos del mundo en sus sufrimientos o necesidades? ¿Acaso no les ama
con amor que procede de la fuente infinita del amor, con amor que no
está sujeto al egoísmo y a las tristes recaídas a las que está sujeto
aquel en quien Dios no reina?
COMPLETA LA SANTIDAD.
— Pero no perdamos de vista el punto culminante de esta vida
maravillosa, más frecuente de lo que piensan los hombres mundanos y
disipados. Aquí aparece el valor de los méritos de Jesús y el amor hacia
la criatura a la vez que la energía divina del Espíritu Santo. Esta
alma está llamada a las nupcias y estas nupcias no se reservarán para la
eternidad. En esta vida, bajo el horizonte estrecho del mundo pasajero
deben realizarse. Jesús desea unirse a la Esposa que conquistó con su
sangre y su Esposa no es solamente su amada Iglesia, sino también esta
alma que hace algunos años no existía, esta alma que permanece oculta a
los ojos de los hombres, pero cuya "hermosura codició él" (Psal, XLIV). Es autor de
esta belleza que, al mismo tiempo, es obra del Espíritu Santo; no
reposará hasta que no se haya unido con ella. Entonces se realizará en
un alma lo que hemos visto obrar en la misma Iglesia. El la prepara, la
asienta en la unidad, la consolida en la verdad, consuma en la santidad;
entonces el "Espíritu y la Esposa dicen: Ven" (Apocal., XXII, 17)
Se necesitaría todo un volumen para describir
la acción del Espíritu divino en los santos y nosotros no hemos podido
trazar más que un corto y tosco esbozo. Sin embargo de eso, este ensayo
tan incompleto, además de ser necesario para terminar de describir,
aunque sea brevemente el carácter completo de la misión del Espíritu
Santo sobre la tierra conforme a las enseñanzas de las Escrituras y a la
doctrina de la Teología dogmática y mística, podrá servir para dirigir
al lector en el estudio e inteligencia de la vida de los Santos. En el
curso de este "año Litúrgico", en el que los nombres y las obras de los
amigos de Dios son evocados y celebrados tan frecuentemente por la misma
Iglesia, no se podía dejar de proclamar la gloria de este Espíritu
santificador.
El ESPÍRITU SANTO EN MARÍA.—
No daremos fin a este último día del tiempo pascual, a la vez que punto
final de la octava de Pentecostés, si no ofreciésemos a la reina de los
ángeles el homenaje debido y si no glorificásemos al Espíritu Santo por
todas las grandes obras que realizó en ella. Adornada por él, después
de la humanidad de nuestro. Redentor, de todos los dones que podían
acercarla, cuanto era posible a una criatura, a la naturaleza divina a
la que la Encarnación la había unido, el alma, la persona toda de María
fue favorecida en el orden de la gracia más que todas las creaturas
juntas. No podía ser de otro modo, y se concebirá por poco que se
pretenda sondear por medio del pensamiento el abismo de grandezas y de
santidad que representa la Madre de Dios. María forma ella sola un mundo
aparte en el orden de la gracia. Hubo un tiempo en que ella sola fue la
Iglesia de Jesús. Primeramente fue enviado el Espíritu para ella sola, y
la llenó de gracia en el mismo instante de su inmaculada concepción.
Esta gracia se desarrolló en ella por la acción continua del Espíritu
hasta hacerla digna, en cuanto era posible, a una criatura, de concebir y
dar a luz al mismo Hijo de Dios que se hizo también suyo. En estos días
de Pentecostés hemos visto al Espíritu Santo enriquecerla con nuevos
dones, prepararla para una nueva misión; al ver tantas maravillas,
nuestro corazón no puede contener el ardor de su admiración ni el de su
reconocimiento hacia el Paráclito que se dignó portarse con tanta
magnificencia con la Madre de los hombres.
Pero tampoco podemos menos de celebrar, con
verdadero entusiasmo, la fidelidad absoluta de la amada del Espíritu a
todas las gracias que derramó sobré ella. Ni una sola se ha perdido, ni
una sola ha sido devuelta sin producir su obra, como sucede algunas
veces en las almas más santas. Desde un principio fue "como la aurora
naciente" (Cant., VI, 9) y el astro de su santidad no cesó de elevarse hacia un
mediodía, que en ella no tendría ocaso. Aún no había venido el arcángel a
anunciarla que concebiría al Hijo del Altísimo, y, como nos enseñan los
Santos Padres, había ya concebido en su alma al Verbo eterno. Él la
poseía como su Esposa antes de haberla llamado a ser su Madre. Si pudo
Jesús decir, hablando de un alma que había tenido necesidad de la
regeneración: "quien me buscare me encontrará en corazón de Gertrudis",
¡cuál sería la identificación de los sentimientos de María con los del
Hijo de Dios y qué estrecha su unión con Él! Crueles pruebas la
aguardaban en este mundo, pero fue más fuerte que la tribulación, y
cuando llegó el momento en que debía sacrificarse en un mismo holocausto
con su Hijo, se encontró dispuesta. Después de la Ascensión de Jesús,
el Consolador descendió sobre ella; descubrió a sus ojos una nueva
senda; para recorrerla era necesario que María aceptase el largo
destierro lejos de la patria donde reinaba ya su Hijo; no dudó, se
mostró siempre la esclava del Señor, y no deseó otra cosa que cumplir en
todo su voluntad.
El triunfo, pues, del Espíritu Santo en María
fue completo; por magníficos que hayan sido sus adelantos, siempre ha
respondido a ellos. El título sublime de Madre de Dios a que fue
destinada exigían para ella gracias incomparables: las recibió y las
hizo fructificar. En la obra de la "consumación de los santos y para la
edificación del cuerpo de Cristo" el Espíritu divino preparó para María,
en premio de su fidelidad, y a causa de su dignidad incomparable, el
lugar que la convenía. Sabemos que su Hijo es la cabeza del cuerpo de
innumerables elegidos, que se agrupan armoniosamente en torno suyo. En
este grupo de predestinados, nuestra augusta reina, según la Teología
Mariana, representa el cuello que está íntimamente unida a la cabeza y
por el que la cabeza comunica al resto del cuerpo el movimiento y la
vida. No es ella el principal agente, pero por ella influye ese agente
en cada uno de los miembros. Su unión, como es natural, es inmediata a
la cabeza, pues ninguna creatura más que ella ha tenido ni tendrá más
íntima relación con el Verbo Encarnado; pero todas las gracias y favores
que descienden sobre nosotros, todo lo que nos vivifica e ilumina,
procede de su Hijo mediante ella.
De aquí proviene la acción general de María en
la Iglesia y su acción particular en cada fiel. Ella nos une a todos a
su Hijo, el cual nos une a la divinidad. El Padre nos envió a su Hijo,
éste escogió Madre entre nosotros y el Espíritu Santo, haciendo fecunda
la virginidad de esta Madre, consumó la reunión del hombre y de todas
las creaturas con Dios. Esta reunión es el fin que Dios se propuso al
crear los seres, y ahora que el Hijo ha sido glorificado y ha descendido
el Espíritu, conocemos el pensamiento divino. Más favorecidos que las
generaciones anteriores al día de Pentecostés, poseemos, no en promesa,
sino en realidad, un Hermano que está coronado con la diadema de la
divinidad, un Consolador que permanece con nosotros hasta la consumación
de los siglos para alumbrar el camino y mantenernos en él, una Madre,
intercesora omnipotente, una Iglesia, también madre, por la que
participamos de todos estos bienes.
La Estación, en Roma, es en la basílica de San Pedro. En este santuario aparecían por última vez hoy los neófitos
de Pentecostés revestidos con sus túnicas blancas y se presentaban al
Pontífice como los últimos corderos de la Pascua, que termina en este
día.
Ahora es célebre este día por la solemnidad de
las órdenes. El ayuno y la oración que la Iglesia ha impuesto a sus
hijos durante tres días tiene por objeto volver al cielo propicio, y
debemos esperar que el Espíritu Santo, que ungirá a los nuevos
sacerdotes y a los nuevos ministros con el sello inmortal del
Sacramento, obrará con toda la plenitud de su bondad y de su poder; pues
no solamente inicia en este día a los que van a recibir tan sublime
carácter, sino también obra la salvación de tantas almas como serán
confiadas a sus cuidados.
EL DON DE SABIDURIA
El segundo favor que tiene destinado el
Espíritu divino para el alma que le es fiel en su acción es el don de
Sabiduría superior aún al de Entendimiento. Con todo eso, está unido a
este último en cierto sentido, pues el objeto mostrado al entendimiento
es gustado y poseído por el don de Sabiduría. El salmista, al invitar al
hombre a acercarse a Dios, le recomienda guste del soberano bien:
"Gustad, dice, y experimentaréis que el Señor es suave" (Ps., XXXIII 9). La Iglesia, el
mismo día de Pentecostés, pide a Dios que gustemos el bien, recta
sapere, pues la unión del alma con Dios es más bien sensación de gusto
que contemplación, incompatible ésta en nuestro estado actual. La luz
que derrama el don de Entendimiento no es inmediata, alegra vivamente al
alma y dirige su sentido a la verdad; pero tiende a completarse por el
don de Sabiduría, que viene a ser su fin.
El Entendimiento es, pues, iluminación; la
Sabiduría es unión. Ahora bien, la unión con el Bien supremo se realiza
por medio de la voluntad, es decir, por el amor que se asienta en la
voluntad. Notamos esta progresión en las jerarquías angélicas. El
Querubín brilla por su inteligencia, pero sobre él está el Serafín,
hoguera de amor. El amor es ardiente en el Querubín como el
entendimiento ilumina con su clara luz al Serafín; pero se diferencia el
uno del otro por su cualidad dominante, y es mayor el que está unido
más íntimamente a la divinidad por el amor, aquel que gusta el soberano
bien.
El séptimo don está adornado con el hermoso
nombre de don de Sabiduría, y este nombre le viene de la Sabiduría
eterna a la que aquel tiende a asemejarse por el ardor del afecto. Esta
Sabiduría increada que permite al hombre gustar de ella en este valle de
lágrimas es el Verbo divino, aquel mismo a quien llama el Apóstol "el
esplendor de la gloria del Padre y figura de su sustancia" (Hebr., I, 3); aquel que
nos envió el Espíritu para santificarnos y conducirnos a él, de suerte
que la obra más grande de este divino Espíritu es procurar nuestra unión
con aquel que, siendo Dios, se hizo carne y se hizo obediente hasta la
muerte y muerte de cruz. Jesús, por medio de los misterios realizados en
su humanidad, ha hecho que tomemos parte en su divinidad; por la fe
esclarecida por la Inteligencia sobrenatural "vemos su gloria, que es la
del hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad" (S. Juan, I, 14), y así como él
participó de nuestra humilde naturaleza humana, así también él,
Sabiduría increada, da a gustar desde este mundo esta Sabiduría creada
que el Espíritu Santo derrama en nosotros como su más excelente don.
¡Dichoso aquel que goza de esta preciosa
Sabiduría, que revela al alma la dulzura de Dios y de lo que pertenece a
Dios! "El hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios", nos
dice el Apóstol; para gozar de este don es preciso hacerse espiritual,
entregarse dócilmente al deseo del Espíritu, y le sucederá como a otros
que, después de haber sido como él, esclavos de la carne, fueron
libertados de ella por la docilidad al Espíritu divino, que los buscó y
encontró.
El hombre, algo elevado, pero de espíritu
mundano, no puede comprender ni el objeto del don de Sabiduría ni lo que
entraña el don de Entendimiento. Juzga y critica a los que han recibido
estos dones; dichosos ellos si no se les opone, si no les persigue.
Jesús lo dijo expresamente: "El mundo no puede recibir al Espíritu de
verdad, pues no le ve ni le conoce" Bien saben los que tienen la dicha
de tender al bien supremo que es necesario conservarse libres totalmente
del Espíritu profano, enemigo personal del Espíritu de Dios. Desligados
de esta cadena, podrán elevarse hasta la Sabiduría.
Este don tiene por objeto primero procurar gran
vigor al alma y fortificar sus potencias. La vida entera está
tonificada por él, como sucede a los que comen lo que les conviene. No
hay contradicción ninguna entre Dios y el alma, y he aquí porqué la
unión de ambos es fácil. "Donde está el Espíritu de Dios allí se
encuentra la libertad" (II Cor., III, 17), dice el Apóstol. Todo es fácil para el alma, bajo
la acción del Espíritu de Sabiduría. Las cosas contrarias a la
naturaleza, lejos de amilanarla, se le hacen suaves y al corazón no lo
aterra ya tanto el sufrimiento. No solamente no se puede decir que Dios
se halla lejos del alma a quien el Espíritu Santo ha colocado en tal
disposición, sino que es evidente la unión de ambos. Ha de cuidar, sin
embargo, de tener humildad; pues el orgullo puede apoderarse de ella y
su caída será tanto mayor, cuanto mayor hubiese sido su elevación.
Roguemos al Espíritu divino y pidámosle que no
nos rehuse este precioso don de Sabiduría que nos llevará a Jesús,
Sabiduría infinita. Un sabio de la antigua ley aspiraba a este favor al
escribir estas palabras, cuyo sentido perfecto sólo percibe el
cristiano: "Oré y se me dio la prudencia; invoqué al Señor y vino sobre
mí el espíritu de Sabiduría" (Sap., VII, 7). Es necesario pedirlo con instancia.
En el Nuevo Testamento, el apóstol Santiago nos invita a ello con
apremiantes exhortaciones: "Si alguno de vosotros, dice, necesita
Sabiduría, pídasela a Dios, que a todos da con largueza y sin
arrepentirse de sus dones; pídala con fe y sin vacilar" (S. Jacob, I, 5). Aprovechándonos
de esta invitación del Apóstol, oh Espíritu divino, nos atrevemos a
decirte: "Tú, que procedes del Padre y de la Sabiduría, danos la
Sabiduría. El que es la Sabiduría te envió a nosotros para que nos
congregaras con él. Elévanos y únenos a aquel que asumió nuestra débil
naturaleza. Sé el lazo que nos estreche por siempre con Jesús, medio
sagrado de la unidad, y aquel que es Poder, el Padre, nos adoptará por
herederos suyos y coherederos de su Hijo. (Rom,, VIII, 17)
CONCLUSIÓN
La serie sucesiva de Misterios ha terminado ya,
y el calendario movible de la Liturgia tocó su fin. Recorrimos el
tiempo de Adviento, cuatro semanas que representan los millares
empleados por el género humano en implorar del Padre el advenimiento de
su Hijo. Por fin, Emmanuel desciende; todos nos asociamos a las alegrías
de su nacimiento, a los dolores de su pasión, a la gloria de su
Resurrección y al triunfo de su Ascensión. Por fin bajó sobre nosotros
el Espíritu divino y sabemos que permanecerá con nosotros hasta el fin
de los siglos. La Iglesia nos ha acompañado en todo el curso de este
drama inmenso de nuestra salvación. Cada día nos lo aclaraban sus
cánticos y ceremonias y de este modo pudimos seguir y comprender todo.
¡Bendita esta Madre por cuyos cuidados fuimos iniciados en tantas
maravillas que despertaron nuestra inteligencia y caldearon nuestros
corazones! Bendita la Sagrada Liturgia, fuente de tantos consuelos y de
tantos esfuerzos. Ahora nos falta terminar el calendario en su parte
movible. Preparémonos, pues, a marchar de nuevo contando con que el
Espíritu Santo dirigirá nuestros pasos y continuará abriéndonos, por
medio de la Liturgia, cuyo inspirador es, los tesoros de la doctrina y
el ejemplo.
Año Litúrgico de Guéranger
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