EL ESPÍRITU SANTO Y LA PREDICACIÓN DE LA VERDAD
El Espíritu divino, que es lazo de unión de
todos los miembros de la Iglesia, porque él mismo es uno, no sólo ha
sido enviado para asegurar la unidad inviolable de la Esposa de Cristo.
Esta Esposa de un Dios, que se ha llamado a sí mismo la Verdad (Juan, XIV, 6), tiene
necesidad de permanecer en la Verdad y no puede ser contaminada por el
error. Jesús la confió su doctrina, la instruyó en la persona de los
Apóstoles. "Todo lo que vi de mi Padre, dijo, os lo he manifestado" (Juan, XV, 15).
Pero esta Iglesia, abandonada a la flaqueza humana, ¿cómo podía
conservar sin mezcla y sin alteración, durante el correr de los siglos,
esta palabra que Jesús no escribió, esta verdad que Él vino del cielo a
traer a la tierra? La experiencia nos enseña que todo lo terreno está
sometido a las más diversas variaciones, que los textos escritos se
prestan a falsas interpretaciones y que las tradiciones no escritas se
adulteran con el tiempo.
Haremos resaltar aquí también la previsión del
Emmanuel al subir al cielo. Lo mismo que, para cumplir su deseo de "que
seamos uno como lo es Él con su Padre", nos ha enviado su único
Espíritu; así para mantenernos en la verdad nos ha enviado a ese mismo
Espíritu que llama Espíritu de verdad. "Cuando venga, dice, este
Espíritu de verdad os enseñará todo", ¿y qué verdad enseñará este
Espíritu? "Os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he
dicho" (Juan, XIV, 16).
Nada, pues, de lo que el Verbo de Dios predicó a
los hombres quedará escondido. La belleza de su Esposa tendrá como
fundamento la verdad; porque la belleza es el resplandor de lo
verdadero. Su fidelidad al Esposo será perfecta; porque si Él es la
Verdad, la Verdad está asegurada en si misma para siempre. Jesús lo
declara así: "el nuevo Consolador que procede del Padre permanecerá con
vosotros eternamente y estará en vosotros" Por el Espíritu Santo, la
Iglesia poseerá, pues, la verdad como cosa propia, y esta posesión nunca
la será arrebatada; porque este Espíritu, enviado por el Padre y por el
Hijo, asistirá a la Iglesia y nunca la abandonará.
CONSERVA LAS ENSEÑANZAS DEL VERBO.
— Es la ocasión de recordar aquí la magnífica teoría de San Agustín.
Según su doctrina, que no es sino la explicación de los pasajes
evangélicos que acabamos de leer, el Espíritu Santo es en la Iglesia el
principio de la vida; pues, siendo Espíritu de verdad, conserva en ella
la verdad y la dirige en la verdad, de tal modo que, en su enseñanza y
gobierno, no puede ella expresar otra cosa que la verdad. El toma sobre
sí la responsabilidad de sus palabras, como nuestro espíritu responde de
lo que nuestra lengua pronuncia; y he aquí porqué la Santa Iglesia se
identifica de tal modo con la verdad por su unión con el Espíritu
divino, que el Apóstol no tiene reparo en decirnos que es su "pilar y
sostén" (Timot,, III, 15). Nadie se extrañe, pues, si el cristiano descansa sobre la
Iglesia en su creencia. ¿No sabe que esta Iglesia no permanece nunca
sola, que está siempre con el Espíritu de Dios que vive en ella, que su
palabra no es suya, sino la palabra del Espíritu, que no es otra que la
palabra de Jesús?
LA SAGRADA ESCRITURA.
— Esta palabra de Jesús la conserva el Espíritu para la Iglesia en un
doble depósito. Vela sobre ella en los Santos Evangelios que inspiró a
sus autores. Estos libros sagrados se hallan defendidos por sus cuidados
contra toda alteración, y van atravesando los siglos sin que la mano
del hombre los haya modificado. Lo mismo ocurre con otros libros del
Nuevo Testamento compuestos bajo el soplo del mismo Espíritu. Los que
pertenecen al Antiguo Testamento son, igualmente, fruto de su
inspiración. Aunque no relatan los discursos de Jesús durante su vida
mortal, hablan de Él y le anuncian, al mismo tiempo que contienen la
primera iniciación en las cosas divinas. Este conjunto de libros
sagrados está lleno de misterios, cuya llave guarda el Espíritu para
comunicarla a la Iglesia.
LA TRADICIÓN. — La otra fuente de la palabra de
Jesús es la tradición. No debía quedar todo escrito, y la Iglesia
existía aún antes de que los Evangelios fuesen redactados. ¿Cómo habría
sobrevivido sin alterarse esta tradición, elemento divino como la misma
Escritura, si el Espíritu de verdad no velase por su conservación? La
guarda en la memoria de la Iglesia y la preserva de toda alteración;
esta es su misión, y por su fidelidad en cumplirla, la Esposa queda en
posesión de todos los secretos del Esposo.
PROLONGA LA ENSEÑANZA DEL VERBO.
— Mas no basta que la Iglesia posea la verdad escrita y tradicional
como en depósito sellado. Es necesario, además, que la sepa discernir
para poderla interpretar a aquellos a quienes debe comunicar las
enseñanzas de Jesús. No ha descendido del cielo la verdad para
permanecer oculta a los hombres; pues es su luz, y sin ella perecerían
en las tinieblas sin saber de dónde vienen, y a dónde van ( Juan, XII, 35). El Espíritu
de verdad no se limitará tan sólo a conservar la palabra de Jesús en la
Iglesia como tesoro escondido, sino que la derramará sobre los hombres
para que saquen de ella la vida de sus almas. La Iglesia, por tanto,
será infalible en su doctrina, pues no podrá engañarse a sí misma ni a
los hombres, puesto que el Espíritu de verdad la guía en todo y habla
por medio de su órgano. Es su alma, y hemos admitido con San Agustín que
cuando la lengua se expresa, al alma es a la que se escucha.
HACE A LA IGLESIA INFALIBLE.—
¡He ahí esta infalibilidad de nuestra santa Madre la Iglesia, resultado
directo e inmediato de la incorporación a ella del Espíritu de Verdad!
Esta es la promesa del Hijo de Dios, el efecto indispensable de la
presencia del Espíritu Santo. Todo aquel que no reconoce a la Iglesia
como infalible, debe admitir, si es consecuente consigo mismo, que el
Hijo de Dios ha sido impotente para cumplir su promesa y que el Espíritu
de verdad no es sino espíritu de error. Mas quien de este modo
razonase, ha perdido el sentido, de la vida. Cree negar solamente a la
Iglesia, y, sin reparar en ello, de Dios mismo es de quien reniega. Tal
es el pecado y la desgracia de la herejía. La falta de seria reflexión
puede encubrir esta terrible consecuencia, que rigurosamente se deduce.
El hereje, al separarse del pensar de la Iglesia, ha roto con el
Espíritu Santo; podrá revivir si vuelve humildemente a la Esposa de
Cristo, pero, al presente, se halla en la muerte, porque el alma no lo
anima. Escuchemos ahora al gran doctor: "Sucede muy a menudo, dice, que
un miembro del cuerpo humano, una mano, un dedo, un pie, es cortado;
¿acompaña el alma a este miembro separado del cuerpo? No; este miembro,
cuando estaba unido al cuerpo, gozaba de vida; una vez separado, es la
misma vida la que ha perdido. Del mismo modo, el cristiano permanece
católico mientras está unido al cuerpo de la Iglesia; separado de él, es
hereje; el Espíritu no va con el miembro desprendido" ( Sermón 257, para el día de Pentecostés).
OBEDIENCIA A LA IGLESIA.
— Honor sea dado al Espíritu divino por el esplendor de la verdad que
comunica a la Esposa. Mas ¿podemos, sin peligro, poner límites a nuestra
docilidad, a las enseñanzas que nos vienen a la vez del Espíritu y de
la Esposa que tan indisolublemente sabemos que están unidos?. Ya sea que
la Iglesia nos intime a aquello que debemos creer mostrándonos su
práctica, o por la simple expresión de sus sentimientos, ya que proclame
solemnemente la definición esperada, debemos mirar y escuchar con el
corazón sumiso; pues la práctica de la Iglesia está mantenida en la
verdad por el Espíritu que la vivifica; la expresión de sus sentimientos
es siempre la continua aspiración de este Espíritu que vive en ella; y
en cuanto a las sentencias que da, no es ella sola la que las pronuncia,
es el Espíritu quien las pronuncia en ella y por medio de ella. Si su
jefe visible declara la doctrina, sabemos que Jesús rogó para que la fe
de Pedro no decayera, que lo consiguió de su Padre, y que confió al
Espíritu el cuidado de conservar a Pedro en posesión de don tan precioso
para nosotros. Si el Sumo Pontífice, a la cabeza del colegio episcopal,
reunido en concilio, declara la fe de completo acuerdo con sus
miembros, es el Espíritu quien, en ese juicio colectivo, da la
definición con soberana majestad, para exaltación de la verdad y
confusión del error. El Espíritu es quien ha sometido todas las herejías
a los pies de la Esposa victoriosa; Él es quien, en el transcurso de
los siglos, ha suscitado los doctores que han echado por tierra el error
en el momento de su aparición.
CONFIERE LA SANTIDAD A LA IGLESIA.
— Nuestra Iglesia muy amada tiene como herencia el don de
infalibilidad; por tanto, la Esposa de Jesús es veraz en todo y siempre,
y es deudora de esta herencia dichosa a aquel que desde la eternidad
procede del Padre y del Hijo. Mas hay una gloria que también le debe. La
Esposa de Dios santo debe ser santa. Ciertamente lo es, y esta santidad
la recibe del Espíritu de santidad. La verdad y la santidad se hallan
unidas en Dios indisolublemente; y por esto Jesús, queriendo "que
fuésemos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto" (Mateo, V, 48) y
que aún siendo simples criaturas buscásemos nuestro tipo en el soberano,
bien ruega "para que seamos santificados en la verdad" (Juan, XVII, 19).
Jesús ha confiado a su Esposa a la dirección
del Espíritu Santo para hacerla santa. Pues la santidad está tan
inseparablemente unida a este Espíritu divino, que ésta es la cualidad
más principal con que se le designa. Jesús mismo le llama Espíritu
Santo, de manera que este hermoso nombre se lo damos por el testimonio
del Hijo de Dios. El Padre es el poder, el Hijo la verdad y el Espíritu
la santidad. Por eso el Espíritu desempeña en la tierra el ministerio de
santificador, aunque también el Padre y el Hijo sean santos, lo mismo
que está la verdad en el Padre y el Espíritu, y que el Espíritu lo mismo
que el Hijo sean también poder. Las tres divinas personas tienen sus
propiedades particulares, mas están unidas en una sola y misma esencia.
Ahora bien, la propiedad particular del Espíritu Santo es ser amor, y el
amor produce la santidad; porque une e identifica al soberano bien con
el que ama, y esta unión o identificación es la santidad, la cual es el
esplendor del bien, así como la belleza es el esplendor de lo verdadero.
LA CONSERVA FIEL A CRISTO.
— Para ser digna de su Esposo Emmanuel, la Iglesia debía ser santa. El
la dió la verdad, que el Espíritu ha mantenido en ella; el Espíritu a su
vez le dará la santidad, y el Padre celestial, viéndola santa y veraz,
la adoptará por hija: he aquí su glorioso destino. Veamos ahora las
características de esa santidad. La primera es la fidelidad al esposo.
Ahora bien, la historia de toda la Iglesia es una muestra de esta
fidelidad. Se la han tendido toda clase de lazos y contra ella se ha
cometido toda clase de violencias, con el fin de engañarla y arrebatarla
al Esposo; mas todo lo ha hecho fracasar y lo ha desafiado todo. Ha
sacrificado su sangre, su descanso, y hasta el territorio donde reinaba,
antes que permitir alterar en sus manos el depósito que el Esposo la
había confiado.
Contad, si podéis, los mártires habidos desde
los tiempos de los Apóstoles hasta el día de hoy. Recordad las ofertas
hechas por los Príncipes con el fin de que guardase silencio sobre la
verdad divina, las amenazas y crueles tratamientos que ha recibido antes
de dejar mutilar su símbolo. ¿Podrán olvidarse las luchas formidables
que sostuvo contra los emperadores de Alemania, por salvarguardar su
libertad; el noble desprendimiento que demostró, prefiriendo ver a
Inglaterra separada de sí antes que aprobar, por una ilícita dispensa,
el adulterio de un rey; la generosidad que manifestó en la persona de
Pío IX haciendo frente a los desdenes de la política mundana y a los
cobardes asombros de falsos católicos antes que abandonar a un niño
judío, a quien se había administrado el bautismo en peligro de muerte,
expuesto a renegar de su carácter de cristiano y a blasfemar de Cristo,
de quien se había convertido en miembro?
SANTIFICA LOS MIEMBROS DE LA IGLESIA.
— La Iglesia obra y obrará de esta manera hasta el fin, puesto que es
santa en su fidelidad; y el Espíritu alimenta en ella continuamente un
amor tal, que no se detiene en consideraciones ante el deber. Puede ella
mostrar el código de sus leyes tanto en presencia de sus enemigos como
de sus fieles hijos y preguntarles si podrían señalar una sola, cuyo
objeto no sea procurar la gloria de su Esposo y el bien de los hombres,
por medio de la práctica de la virtud. Por eso vemos salir de su seno
millones de seres virtuosos que van a Dios después de esta vida. Son los
santos que la santa Iglesia produce con el influjo del Espíritu Santo.
En todas estas miríadas de elegidos no hay uno que la Iglesia no reclame
como fruto de su seno maternal. Aún a aquellos que, por permisión
divina, han nacido en sociedades separadas, si han vivido en disposición
de abrazar la verdadera Iglesia al conocerla, y si han practicado todas
las virtudes con entera fidelidad a la gracia que es el fruto de la
redención universal, la santa Iglesia los reclama como hijos suyos. En
ella se ven toda clase de desvelos y heroísmos.
En ella son corrientes las virtudes ocultas al
mundo antes de ser fundada. En ella hay santidades asombrosas que corona
con los honores de la canonización; hay humildades y virtudes ocultas
que no saldrán a relucir hasta el dia de la eternidad. Los preceptos de
Jesús son observados por sus discípulos, en los que reina como amado
Maestro. Mas este Maestro ha dado también consejos que no están al
alcance de todos, y que son origen de un nuevo acrecentamiento de la
santidad inagotable de la Esposa. No sólo hay almas generosas que
aceptan con amor estos divinos consejos, sino que además la Iglesia
fecundada por el Espíritu divino no cesa de engendrar y sostener
inmensas familias religiosas, cuya vida es la perfección y cuya ley
suprema es la práctica de los consejos evangélicos, unida por voto a la
de los preceptos.
No nos admiremos, por tanto, de que la Esposa
resplandezca con el don de milagros, que atestigua visiblemente la
santidad. Jesús la ha prometido que su frente estaría siempre rodeada de
esta aureola sobrenatural(Juan, XIV, 12); ahora bien, el Apóstol nos enseña que los
prodigios obrados en la Iglesia son obra directa del Espíritu Santo.
Y si alguno objeta que no todos los miembros de
la Iglesia son santos, le responderemos que basta que esta Esposa de
Cristo ofrezca a todos el medio de llegar a serlo; pues, habiendo sido
concedida la libertad para que fuese instrumento del mérito, sería
contradictorio que aquellos que están dotados de ella estuviesen, a la
vez, obligados al bien. Añadiremos que un crecido número de aquellos que
se hallan en pecado, si permanecen miembros de la Iglesia por la fe y
la respetuosa sumisión a sus pastores legítimos y principalmente al
Pontífice Romano, se pondrán, pronto o tarde, en gracia de Dios y
acabarán su vida santamente. La misericordia del Espíritu Santo obra
esta maravilla por medio de la Iglesia, que, a ejemplo de su Esposo, "no
apaga la mecha humeante ni rompe la caña hendida" (Isaías, XLII. 3).
OBRA POR LOS SACRAMENTOS.
— ¿Cómo no podrá ser santa la que, para comunicarlo a los hombres, ha
recibido el divino septenario de los Sacramentos, cuya riqueza hemos
expuesto en el curso de una de las semanas precedentes? ¿Qué cosa más
santa que este conjunto de ritos de los cuales unos dan la vida a los
pecadores, los otros aumento de gracia a los justos? Establecidos por el
mismo Jesús estos Sacramentos, que son la herencia de la santa Iglesia,
están todos relacionados con el Espíritu Santo. En el Bautismo,
Confirmación y Orden. El mismo es quien obra directamente; en el
Sacrificio Eucarístico, el Hombre-Dios vive y es inmolado sobre el altar
por su acción; hace renacer en la Penitencia la gracia bautismal; el
Espíritu de Fortaleza es el que conforta al moribundo en la
Extremaunción y el que une con lazo indisoluble a los esposos en el
Matrimonio. El Emmanuel, al subir a los cielos, nos dejó como prenda de
su amor este septenario sacramental; pero el tesoro permaneció sellado
hasta que descendió el Espíritu divino. Debía Él mismo hacer a la Esposa
dueña de depósito tan precioso, después de haberla preparado,
santificándola, a recibirlo en sus regias manos y a administrarlo
fielmente a sus miembros.
INSPIRA LA ORACIÓN.
— La Iglesia, en fin, es santa por su continua oración. Aquel que es
"Espíritu de gracia y oración" (Zac., XII, 10) produce continuamente en los fieles de
la Iglesia los diversos actos que forman el sublime concierto de la
oración: adoración, acción de gracias, petición, impulsos de
arrepentimiento, efusiones de amor. Concede a muchos los dones de la
contemplación por los cuales la criatura unas veces es arrebatada hasta
Dios, otras ve descender a Dios hasta ella con favores más bien propios
de la vida futura que de la presente. ¿Quién podrá contar los anhelos de
la santa Iglesia hacia el Esposo en los millones de oraciones que, a
cada minuto, suben de la tierra al cielo, tanto que parecen unirlos a
ambos en el más estrecho abrazo? ¿Cómo no ha de ser santa la que, según
la enérgica expresión del Apóstol, "tiene su conversación en el cielo?".
Y si la oración de los miembros es tan
maravillosa en la manera de multiplicarse y en su ardor, ¿cuán imponente
y cuánto más hermosa es la oración general de la Iglesia en la santa
liturgia, donde el Espíritu Santo obra de modo absoluto, inspirando a la
Esposa y sugiriéndola esas expresiones que hemos expuesto a través de
esta obra? Que digan los que nos han seguido hasta aquí si la oración
litúrgica no es la primera de todas, si no es, asimismo, la luz y la
vida de su oración personal. Que alaben a la santidad de la Esposa que
les da de su pleninitud y que glorifiquen al "Espíritu de gracias y
oración" por lo que se digna hacer para ella y para ellos.
Oh Iglesia, has sido "santificada en la
verdad"; y por ti participamos de toda la doctrina de Jesús, tu Esposo;
por ti somos colocados en el camino de esta santidad, que es tu
elemento. ¿Qué podemos desear, después de tener la Verdad y el Bien?
Fuera de ti, en vano lo buscamos, y nuestro bien consiste en que no
tengamos nada que buscar; tu corazón maternal no desea sino derramar
sobre nosotros todos los dones y luces que has recibido. ¡Bendita seas
en esta solemnidad de Pentecostés en la que tantas gracias has recibido
para nosotros! Estamos deslumhrados por el resplandor de las
prerrogativas que la munificencia de tu Esposo te ha alcanzado y de las
cuales, a su vez, el Espíritu Santo te colma; y ahora que te conocemos
mejor, prometemos serte más fieles que nunca. La Estación del jueves de
Pentecostés es en la basílica de San Lorenzo Extramuros. Este venerable
santuario donde descansan los despojos mortales del valiente arcediano
de la Iglesia romana, es uno de los trofeos más gloriosos de la victoria
del Espíritu divino sobre el Príncipe del mundo. Y la reunión anual de
fieles después de tantos siglos en dicho lugar, atestigua lo completa
que fue la victoria que dio a Cristo Roma y su poder.
EL DON DEL CONSEJO
El don de Fortaleza, cuya necesidad en la obra
de la santificación del cristiano hemos reconocido, no bastaría para
darnos la seguridad de este resultado si el Espíritu divino no hubiese
procurado unirlo a otro don que va a continuación y que preserva de todo
peligro. Este nuevo beneficio consiste en el don de Consejo. A la
fortaleza no se la puede dejar a sí misma; necesita un elemento que la
dirija. El don de ciencia no puede ser este elemento, pues si bien
ilumina al alma acerca de su fin y sobre las reglas generales de
conducta que debe observar, con todo eso no comunica luz suficiente
sobre las aplicaciones especiales de la ley de Dios y sobre el gobierno
de la vida. En las diversas situaciones en que podamos hallarnos, en las
resoluciones que podamos tomar, es necesario que escuchemos la voz del
Espíritu Santo, y esta voz divina llega a nosotros por el don de
Consejo. Si queremos escucharla, nos dice lo que debemos hacer y lo que
debemos evitar, lo que debemos decir y lo que debemos callar, lo que
podemos conservar y lo que debemos renunciar. Por el don de Consejo, el
Espíritu Santo obra en nuestra inteligencia, así como por el don de
Fortaleza obra en la voluntad.
Este precioso don tiene su aplicación en toda la vida; pues es necesario que, sin cesar, nos determinemos por un partido o por otro; y debemos estar agradecidos al Espíritu divino al pensar que no nos deja nunca solos si estamos dispuestos a seguir la dirección que Él nos señala. ¡Cuántos lazos puede hacernos evitar! ¡Las ilusiones que puede desvanecer en nosotros y las realidades que puede hacer que descubramos! Mas para no desperdiciar sus inspiraciones debemos librarnos de los impulsos naturales que quizás nos determinan muy a menudo; de la temeridad que nos lleva a capricho de la pasión; de la precipitación que pretende que demos nuestro juicio y obremos cuando aún no hemos visto más que un lado de las cosas; en fin, de la indiferencia que hace que nos decidamos al azar, por temor a la fatiga de buscar lo que sería mejor.
El Espíritu Santo, por el don de Consejo,
preserva al hombre de todos estos inconvenientes. Modera la naturaleza, a
menudo tan exagerada, cuando no apática. Mantiene el alma atenta a lo
verdadero, a lo bueno, a lo que, sin duda, le es más ventajoso. La
insinúa esta virtud, que es el complemento y como la salsa de todas las
otras; nos referimos a la discreción cuyo secreto tiene Él, y por la
cual las virtudes se conservan, se armonizan y no degeneran en defectos.
Con la dirección del don de Consejo, el cristiano no tiene por qué
temer; el Espíritu Santo asume la responsabilidad de todo. ¿Qué importa,
pues, que el mundo critique o censure, que se admire o se escandalice?
El mundo se cree prudente; mas le falta el don de consejo. De ahí que a
menudo las resoluciones tomadas bajo su inspiración tengan un fin
distinto del que se había propuesto. Y así tenía que ser; pues,
refiriéndose a él, dijo el Señor: "Mis pensamientos no son vuestros
pensamientos, ni mis caminos vuestros caminos" (Isaías, LV, 8).
Pidamos con toda el ansia de nuestros deseos el
don divino, que nos preserva del peligro de gobernarnos a nosotros
mismos; mas sepamos que este don no habita sino en aquellos que lo
tienen en suficiente estima para renunciarse ante él. Si el Espíritu
Santo nos halla libres de ideas mundanas, y convencidos de nuestra
fragilidad, se dignará entonces ser nuestro Consejo; del mismo modo que
si nos tenemos por prudentes a nuestros propios ojos, apartará su luz y
nos dejará solos.
¡Oh Espíritu divino!, ¡que nos suceda esto! De
sobra sabemos por experiencia que nos es menos ventajoso seguir los
azares de la prudencía humana y renunciamos ante ti las pretensiones de
nuestro espíritu, tan dispuesto a quedar deslumhrado y hacerse
ilusiones. Dígnate conservar y desarrollar en nosotros con toda libertad
este don inefable que nos has otorgado en el bautismo: sé siempre
nuestro Consejo. "Haz que conozcamos tus caminos, y enséñanos tus
senderos. Guíanos en la verdad e instruyenos; pues de ti nos vendrá la
salvación y por esto nos sometemos a tu ley" (Salmo 118). Sabemos que seremos
juzgados de todas nuestras obras y pensamientos; mas sabemos también que
no tenemos por qué temer mientras seamos fieles a tus mandamientos.
Prestaremos atención "para escuchar lo que nos dice el Señor nuestro
Dios" (Salmos 83, 9), al Espíritu de Consejo, ya nos hable directamente, ya nos remita
al órgano que nos ha preparado. ¡Bendito sea Jesús, que nos ha enviado
su Espíritu para ser nuestro guia; y bendito sea este divino Espíritu,
que se digna asistirnos siempre y al que nuestras pasadas resistencias
no han alejado de nosotros!
Año Litúrgico de Guéranger
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