LA VICTORIA DEL AMOR
Hemos visto que la Ascensión del Emmanuel le ha
procurado aquí abajo por medio de la fe un triunfo que le da la
soberanía de las inteligencias. Pero aún resulta otra victoria del mismo
misterio: la victoria del amor que hace reinar a Jesús en los
corazones. ¿En quién han creído los hombres, durante diecinueve siglos, firme y universalmente, sino en él? ¿Qué punto de reunión han tenido las
inteligencias fuera de los dogmas de la fe? ¿Qué tinieblas no ha
disipado esta llama divina? ¿Qué claridades no ha proyectado sobre los
pueblos que han acogido su luz? ¿En qué sombras no ha dejado a los que,
después de haberla recibido, han cerrado los ojos a sus rayos?
Podemos decir igualmente que desde la Ascensión
del Redentor nadie ha sido tan amado por los hombres de todos los
lugares y de todas las razas, como él lo ha sido, lo es todavía y lo
será hasta el fin. Era necesario, por tanto, que se retirase para que
fuese amado de este modo, y también para que creyésemos en El. "Os
conviene que me vaya"; estas palabras nos servirán todavía para ahondar
mejor en el misterio.
AMOR DE LOS APÓSTOLES Y DISCÍPULOS.
— Antes de la Ascensión, los discípulos estaban tan vacilantes en su
amor como en su fe; Jesús no podía contar con ellos; pero, en cuanto
desaparece a sus miradas, se apodera de sus corazones un entusiasmo
desconocido. En vez de llorar su abandono, vuelven a Jerusalén, llenos
de júbilo. Dichosos con el triunfo del maestro, se olvidan de sí mismos y
se determinan a obedecerle volviendo al Cenáculo, donde ha de venir a
visitarles la Virtud de lo alto. Observad a estos hombres durante los
años que van a seguir, recorred su camino hasta la muerte; contad, si
podéis, los actos de abnegación en la inmensa labor de la predicación
del Evangelio, y decid si tienen otro móvil que el amor de su Maestro
que les haya sostenido y hecho capaces de todo lo que han hecho. ¡Con
qué decisión han bebido su cáliz! (S. Mat., XX, 23) ¡Con qué entusiasmo han saludado a
su Cruz, al verla erguida esperándoles!
DE LOS MÁRTIRES. —
Pero no nos ciñamos tan sólo a estos primeros testigos; ellos habían
visto a Cristo, le habían escuchado, le habían tocado con sus manos (S. Juan, I, 1).
Volvamos nuestra mirada a las generaciones que no le han conocido más
que por la fe, y veamos si este amor que triunfa en los Apóstoles ha
faltado un solo día, en diez y nueve siglos, entre los cristianos.
Entonces comienza la lucha del martirio, que, desde la promulgación del
Evangelio, nunca ha cesado del todo, y cuyo exordio ocupa trescientos
años, ¿Por qué motivo, sino por probar a Cristo su amor, tantos héroes y
heroínas han corrido ante las torturas más afrentosas, han despreciado
sonrientes las llamas de las piras y los dientes de las bestias feroces?
Recordemos las pruebas horribles que aceptaban con tanto ardor no sólo
hombres aguerridos en el sufrimiento, sino también mujeres delicadas,
jóvenes doncellas y hasta los niños. Rememoremos aquellas sublimes
palabras, aquel noble entusiasmo que aspira devolver a Cristo muerte por
muerte, y no olvidemos que los mártires de nuestros días, en China,
Tonkín, Cochinchina, Corea han reproducido textualmente, sin la menor
duda, ante sus jueces y sus verdugos, el lenguaje que usaban sus
predecesores ante los procónsules de los siglos III y IV.
DE LOS RELIGIOSOS.
— Sí, ciertamente, nuestro divino Rey que ha subido a los cielos ha
sido amado como nadie lo será nunca, ni lo podría ser; porque no se
podrían contar los millones de almas que, desde su partida, sólo por
unirse a él, han pisoteado las seducciones del amor terreno, sin querer
conocer otro amor que el suyo. Todos los siglos, incluso el nuestro en
medio de su tibieza, han visto estos ejemplos, y sólo Dios conoce su
número.
Ha sido amado en esta tierra y lo será hasta el
último día del mundo, en fe de lo cual está en todo el correr de los
tiempos, el generoso abandono de los bienes terrenos, con el fin de
alcanzar la semejanza con el niño de Belén. ¡Abandono practicado con
frecuencia por las personas más opulentas del siglo! ¿Será necesario
señalar tantos sacrificios de la voluntad propia obtenidos del orgullo
humano, con fin de realizar en la humanidad el misterio de la obediencia
del Hombre-Dios en esta tierra y los incontables rasgos de heroísmo
ofrecidos por la penitencia cristiana, que continúa y completa aquí
abajo con tanta generosidad las satisfacciones que al amor del Redentor
le plugo aceptar por los hombres en su dolorosa Pasión?
DE LOS MISIONEROS.
— Pero este ardor inextinguible para con Jesús, subido al cielo, no ha
quedado satisfecho todavía con tanta abnegación. Había dicho Jesús:
"Todo lo que hiciereis al más pequeñuelo de vuestros hermanos, a mí me
lo hacéis"; el amor de Cristo se ha apoderado de esta palabra, y desde
el principio hasta hoy está empeñado en otra clase de búsqueda para
llegar a través del pobre, a Jesús, que habita en él. Y como la primera
de todas las miserias humanas es la ignorancia de las verdades divinas,
sin las cuales nadie se puede salvar, todas las épocas han proporcionado
una sucesión de apóstoles que, renunciando a los dulces lazos de la
patria y de la familia, se lanzan a socorrer a los pueblos que descansan
en las sombras de la muerte. ¿Quién podrá decir las fatigas que se
imponen en ese trabajo, los tormentos que soportan, para que el nombre
de Jesús sea anunciado, para que sea amado por un salvaje o glorificado
por un chino, o por un indio?
DE LOS HOSPITALARIOS.
— ¿Se trata de consolar los dolores de Cristo o de curar las llagas en
los más desgraciados de sus hermanos? No vayáis a creer que falte nunca
el amor que reside en los fieles de su Iglesia. Contad más bien los
miembros de esas asociaciones caritativas que se han consagrado al
alivio de los pobres y los enfermos, desde que fue posible a los
cristianos desarrollar, en pleno día, sus planes para ejercer la
caridad. Ved al sexo débil pagar su tributo con una heroica solicitud a
la cabecera de los enfermos y moribundos. Hasta el mundo queda mudo ante
eso, los economistas se admiran al verse obligados a contar con un
elemento tan indispensable a la sociedad, y que escapa a todas sus
especulaciones. ¡Felices de ellos si llegan a conocer a Aquel cuyo solo
amor obra tales maravillas! ...
DE LOS SIMPLES FIELES.
— Mas no es nada lo que puede ver el ojo del hombre: no capta sino lo
que aparece al exterior. Nadie, pues, podrá apreciar hasta dónde es
amado Jesús todavía en la tierra. Que se cuenten los millones de
cristianos que han pasado por la tierra desde el origen de la Iglesia.
Entre ellos, sin duda, hay muchos que han tenido la desgracia de
abandonar su fin; pero ¡qué multitud incontable ha amado de todo
corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas a N. S. Jesucristo!
Unos le han amado constantemente, otros han tenido necesidad de ser
llamados por su misericordia, pero han dormido en su paz. ¡Contad, si
podéis, los actos virtuosos, los sacrificios hechos por este inmenso
pueblo cristiano en diez y nueve siglos! Sólo la memoria de Dios es
capaz de abarcar todo este recuerdo. Ahora bien, todo este conjunto de
obras y de sentimientos, desde el ardor seráfico del alma ya divinizada
hasta él vaso de agua dado en nombre del Redentor, ¿qué es sino un
incesante concierto de amor que sube día y noche hacia Cristo, ese
divino ausente que la tierra no puede olvidar? ¿Dónde hay un hombre que,
por grata que haya sido la memoria que de sí haya dejado, se
sacrifiquen por él, se muera por él, se renuncien a sí mismos por su
amor, durante uno, diez, veinte siglos después de su muerte? ¿Dónde se
encontrará un muerto cuyo nombre haga latir los corazones de tantos
millones de hombres de todas las generaciones, las razas y los siglos,
fuera de Jesús, que, depués de muerto, resucitó y subió a los cielos?
PLEGARIA. — Pero
reconocemos humildemente, divino Emmanuel, que era necesario nos
abandonases, para que la fe, tomando un impulso, te fuese a buscar hasta
los cielos, siguiendo tus pisadas, y que nuestros corazones,
esclarecidos de este modo, se hicieran capaces de amarte. ¡Alégrate de
tu ascensión, capitán divino de los ángeles y de los hombres! En nuestro
destierro, saborearemos los frutos de este misterio, hasta que se
cumpla en nosotros. Ilumina a estos pobres ciegos a quienes el orgullo
impide reconocerte en estos rasgos tan palpables. Te discuten, te
razonan, sin darse cuenta del testimonio de fe y de amor de tantas
generaciones. El homenaje que te ofrece la humanidad, representada por
las primeras naciones de la tierra, por los corazones más virtuosos y
por tantos hombres inteligentes es para ellos como si no existiese. Pero
¿qué son ellos para oponerse a un concierto tal? Sácales, Señor, de su
orgullo vacío y peligroso, y vendrán, y dirán con nosotros:
"¡Verdaderamente era mejor para este mundo que perdiese, oh Emmanuel, tu
presencia sensible!, porque si se han mostrado y han sido reconocidas
tu grandeza, tu potestad y tu divinidad, ha sido
desde que has dejado de estar visible entre nosotros. Gloria, pues, al
misterio de la Ascensión, por el cual—como dice el Salmista—al subir a
los cielos recibes los dones más elevados para repartirles con largueza
entre los hombres"
Año Litúrgico de Guéranger
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