En tu seno maternal, oh Iglesia, estamos seguros, no tenemos
nada que temer. ¿Qué puede contra nosotros el error? "Eres la columna y el
apoyo de la verdad sobre la tierra." (I Tim., III, 13.) ¿Qué nos pueden
hacer las persecuciones de la patria terrena? Sabemos que aunque todo falte, tú
no puedes faltar. En estos mismos días, Jesús dijo a sus Apóstoles y en ellos a
sus sucesores: "He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los
siglos." (S. Matth., XXVIII, 20.) ¡Qué prenda de duración, oh Iglesia! La
historia entera de la humanidad es testigo de si te ha fallado alguna vez en
diez y nueve siglos. Mil veces han rugido las puertas del infierno; pero no han
prevalecido contra ti una sola hora. Oh Iglesia, estando fundada en Cristo tu
Esposo, nos haces participar de la divina inmutabilidad que has recibido.
Estando apoyados en ti, no existe para nosotros verdad alguna que nuestro ojo,
purificado por la fe, no pueda penetrar, ni bien alguno que, a pesar de nuestra
debilidad, no podamos realizar, ni esperanza por infinita que sea, cuyo objeto
no seamos capaces de poseer. Nos tienes en tus brazos, y desde la altura a que
nos elevas, descubrimos los misterios del tiempo y los secretos de la
eternidad. Nuestra mirada te sigue con admiración, ya te considere militante
sobre la tierra, ya te encuentre paciente en tus miembros queridos, en la
morada temporal de la expiación, ya, en fin, te descubra triunfante en los
cielos: contemporánea nuestra en el tiempo, eres, por una parte de ti misma,
heredera de la eternidad. ¡Madre nuestra, guárdanos contigo, guárdanos siempre
en ti, que eres la amada del Esposo! ¿A quién iríamos sino sólo a ti, a quien
ha confiado él las palabras de vida eterna?
INGRATITUD PARA CON LA IGLESIA.— ¡Qué dignos de lástima son,
los que no te conocen, oh Iglesia! Sabemos sin embargo, que si buscan a Dios en
el fondo de su corazón, te conocerán un día. ¡Qué dignos de lástima son los que
te han conocido y que te niegan por su orgullo y por su ingratitud! Pero no
acontece a nadie esa desgracia si no ha extinguido voluntariamente en sí la
luz. ¡Qué dignos de lástima son los que te conocen y viven de tu sustancia
maternal, y con todo eso se unen a tus enemigos para insultarte y traicionarte!
Ligeros de cabeza, confiados en sí mismos, arrastrados por la audacia de su
siglo, se diría que te consideran ya como una institución humana, y osan
juzgarte, para absolverte o condenarte, según parezca conveniente a su
sabiduría. En lugar de reverenciar, oh Iglesia, todo lo que has enseñado sobre
ti misma y sobre tus derechos, todo lo que has ordenado, regulado, practicado,
ocurre que, sin querer romper el lazo que les une contigo, se atreven a
confrontar tu palabra y tus actos con las ideas de un supuesto progreso. En
este mundo que te ha sido dado en herencia, estos hijos insolentes se permiten
señalarte tu parte. En adelante, estarás bajo su tutela, Madre del género
humano regenerado. De ellos aprenderás en adelante lo que conviene a tu
ministerio aquí abajo. Hombres sin Dios y adoradores de lo que ellos llamaban
los derechos del hombre, osaran hace ya más de un siglo, expulsarte de la
sociedad política, que tú habías mantenido hasta entonces en relaciones con su
divino autor. Para satisfacer hoy a sus imprudentes discípulos, te es preciso
negar todos los monumentos de tus derechos públicos, y resignarte al papel de
extranjera. Hasta aquí ejercías los derechos que has recibido del Hijo de Dios
sobre las almas y sobre los cuerpos; ahora te es preciso aceptar, en lugar de
tu realeza, la libertad común que una ley de progreso asegura lo mismo al error
como a la verdad.
LA ADHESIÓN A LA IGLESIA.— ¡Oh Iglesia!, no tratamos de
disfrazarte, sino de confesarte. Tú eres uno de los artículos de nuestro
Símbolo: "Creo en la Santa Iglesia católica." Hace veinte siglos que
los cristianos te conocen; saben que no marchas al capricho de los hombres. A
ellos toca aceptarte tal como Jesús te hizo: signo de contradicción como a
ellos el instruirse por tus reclamaciones, tus protestas, y no el reformarte
sobre un nuevo tipo. Sólo una mano divina puede obrar este prodigio. ¡Qué bueno
es, oh Iglesia, compartir tu suerte! En un siglo que ha dejado de ser
cristiano, te has hecho impopular. Ya lo fuiste largo tiempo en los siglos
pasados; y tus hijos no eran dignos de pertenecerte sino con la condición de
temer comprometerse por ti. Han llegado de nuevo estos tiempos. No queremos
separar nuestra causa de la tuya; te confesaremos siempre como nuestra Madre
inmutable, superior a todo lo que pasa, y prosiguiendo tus destinos a través de
siglos de gloria y de persecución, hasta que haya sonado la hora en que esta
tierra que fue creada para ser tu dominio, te vea subir a los cielos, y huir de
un mundo condenado a perecer sin remedio por haberte desconocido y puesto fuera
de la ley.
Año Litúrgico de Dom
Guéranger
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