LA FE. — Bendito sea
nuestro Salvador resucitado que nos ha dicho estos días: "El que crea y
sea bautizado, se salvará." Gracias a su misericordia, nosotros creemos y
hemos sido regenerados en el santo Bautismo; estamos, pues, en el
camino de la salvación. Es verdad que la fe no nos salvará sin las
obras; pero las obras también sin la fe serán incapaces de merecernos la
salvación. ¡Con qué alegría no debemos dar gracias a Dios que ha
producido en nosotros por su gracia, ese don inenarrable, primera prenda
de nuestra bienaventuranza eterna! ¡con qué cuidado no debemos velar
para conservarlo intacto, para acrecentarlo con nuestra fidelidad!
La fe tiene sus grados, como las demás
virtudes; nuestra oración debe pues ser frecuentemente la de los
Apóstoles de Jesús: "Señor, aumentad en nosotros la fe." (S Lúe., XVII,
5.)
Estamos llamados a vivir en un siglo en que la
fe ha disminuido en la mayor parte de los que creen; y es uno de los
mayores peligros que pueden asaltar al cristiano en este mundo.
Cuando la fe es lánguida, la caridad no puede
menos de entibiarse. Jesús pregunta a sus discípulos si piensan que, en
su último advenimiento, encontrará fe sobre la tierra. (S. Luc., XVII,
8.) ¿No es de temer que seamos vecinos a esta época en que los corazones
estarán como paralizados por la falta de fe?
La fe procede de la voluntad movida por el
Espíritu Santo. Se cree, porque se quiere creer; y he aquí la razón de
por qué la felicidad está en la fe. El ciego a quien Jesús da la vista,
exhotado por él a creer en el Hijo de Dios, responde: "¿Quién es él,
para que crea en él?" (S. Juan, IX, 36.) Así, debemos estar dispuestos
ante el objeto de nuestra fe. Creer, a fin de conocer lo que no
conoceríamos sin la fe; entonces Dios se manifiesta a nuestro
pensamiento y a nuestro corazón.
LA FE Y LA RAZÓN.
— Pero encontraréis cristianos que se escandalizan de las santas
audacias de la fe. Nos hablan sin cesar de los derechos de la razón;
reprochan a los fieles el desconocer su dignidad, su extensión, su
origen divino. Apresúrense, pues, los fieles a responderles: "Estamos
lejos de negar la razón: la Iglesia nos obliga a reconocer en nosotros
la existencia de una luz natural; pero al mismo tiempo nos enseña que
esta luz, obscurecida por efecto de la caída original, es incapaz,
aunque hubiese quedado en su integridad, de descubrir por solas sus
fuerzas el fin al que está llamado el hombre, y los medios para llegar a
él. Solamente la fe puede establecer al hombre en condiciones para el
destino al que le llamó la bondad divina."
Otros creen que el cristiano llegado a la edad
del desarrollo de la razón, tiene cierta libertad de suspender el
ejercicio de la fe, para examinar si es razonable continuar creyendo.
¡Cuántos naufragan en el escollo que les presenta este prejuicio
culpable! La Santa Iglesia sin embargo ha enseñado desde los Apóstoles
hasta nuestros días, y continuará enseñando hasta el fin de los siglos,
que el niño que, al mismo tiempo que el Bautismo recibió la fe infusa en
su alma, es para siempre miembro de Jesucristo, hijo de su Iglesia; y
que si, al tener uso de razón, se entabla en él un combate entre la fe y
la duda, recibe la gracia para disipar la duda por medio de la fe y
arriesgaría su salvación con la pérdida de su creencia. Seguramente que
la Iglesia no le prohibe confirmar su fe por la ciencia; lejos de eso;
pues entonces no cesa de creer. Es "la fe quien busca la inteligencia",
según S. Anselmo, y la encuentra como recompensa. Hay otros que admiten
que en el seno mismo de la sociedad cristiana pueden existir filósofos,
es decir, hombres extraños a la fe, que profesan sobre Dios y sobre su
creatura una enseñanza en que la palabra revelada no sirve para nada,
una moral desprovista del elemento sobrenatural.
Hay cristianos que aceptan a estos filósofos,
les alaban y les honran, les reconocen más o menos implícitamente el
derecho de tal personalidad. ¡Ciegos, que no ven que están en presencia
del apóstata! ¡que no sienten el escalofrío que experimentaron todos los
hijos de la Iglesia, cuando Juliano, queriendo en vano lavarse de la
huella imborrable del bautismo, se declaró filósofo a los ojos de una
generación nacida de los Mártires!
PELIGROS PARA LA FE.
— ¿Hemos de hablar de los tristes efectos que produce en la fe el trato
con los herejes, las complacencias peligrosas que entraña, los gérmenes
deplorables que hace surgir en gran número de espíritus? El esquema
trazado por S. Juan, en su segunda Epístola (II. S. Juan, X, II), se les
está olvidando; y recordarle solamente sería ya para muchos motivo de
escándalo. ¿No está demasiado claro en la facilidad con que se contraen
esos matrimonios mixtos que comienzan por profanar el sacramento, y
conducen suavemente al indeferentismo a la parte católica, a quien la
seducción o los cálculos humanos condujeron por caminos tan poco
seguros?
¿Cómo excitaríamos los ánimos si, en nuestro país, hablásemos como habló en Londres un ilustre apóstol de la piedad católica?
Tomémonos al menos la libertad de repetirlo
valiéndonos de sus palabras. "El antiguo odio a la herejía va haciéndose
raro; se pierde la costumbre de mirar a Dios como la única fuente de
verdad, de manera que la existencia de las herejías no es ya asunto de
espanto. Se tiene ya por cierto que Dios no debe hacer nada que nos sea
penoso, y que su Autoridad no debe tomar ninguna forma desagradable u
ofensiva para la libertad de sus criaturas. Como el mundo ha rechazado
las ideas exclusivas, es necesario que Dios siga el progreso, y deje a
un lado los principios observados hasta ahora en su gobierno para con
nosotros.
"Así es como la discordia y el error en
religión, han concluido por llegar a ser menos odiosas y alarmantes,
simplemente porque nos hemos acostumbrado a ellas. Es necesaria cierta
osadía de corazón y de inteligencia, para creer que toda una gran nación
obre mal, o que todo un siglo pueda marchar ladeado. Pero la teología,
en su sencillez, proclama altamente al mundo entero como pecador, y no
encuentra dificultad en no asignar a la verdadera Iglesia más que una
porción moderada de población del globo. La creencia de la facilidad de
salvación fuera de la Iglesia es muy dulce si tenemos parientes o amigos
en los lugares donde domina la herejía; además, si queremos admitir esa
máxima, el mundo nos perdonará una multitud de errores y de
supersticiones, y nos hará el honor de cumplimentarnos por nuestra
religión, como un producto literario o filosófico de nuestra era más
bien que como un don de Dios. ¿Es esa una ventaja tan grande para que
tantas gentes se hallen prendadas de ella y la paguen tan cara y sin
pensar? Es evidente que esa creencia disminuye nuestra estimación a la
Iglesia, y debilita nuestro anhelo de convertir a los demás. Los que
hacen menos uso del sistema de la Iglesia, son naturalmente los que la
conocen y estiman menos, y no se encuentran por tanto en estado de
juzgarla; y esos son precisamente los primeros que hacen generosamente
el sacrificio de las prerrogativas de la Iglesia a las exigencias de la
molicie y del indiferentismo moderno (William Faber- conferencias
Espirituales-El cielo y el infierno.)
LA FE Y LAS PRÁCTICAS RELIGIOSAS.
— Señalemos aún como una de las muestras de decadencia del espíritu de
fe en un gran número de los que cumplen por otra parte con los deberes
del cristiano, el olvido, la ignorancia misma de las prácticas más
recomendadas por la Iglesia. ¡Cuántas casas habitadas exclusivamente por
católicos en las que en vano se encontrará una gota de agua bendita, el
cirio de la Candelaria, el ramo consagrado el Domingo de Ramos: objetos
sagrados y protectores que los hugonotes del siglo XVI perseguían con
tanto furor, y que nuestros padres defendieron con el precio de su
sangre!
¡Qué desconfianza en muchos de nosotros, si se
nos habla de milagros que no están consignados en la Biblia! ¡Qué
soberbia incredulidad, si se oye decir algo de los fenómenos de la vida
mística, de los éxtasis, de los raptos, de las revelaciones privadas!
¡Qué revuelos levantan los relatos heroicos de la penitencia de los
santos o las prácticas más sencillas de mortificación corporal! ¡Qué
protestas contra los nobles sacrificios que la gracia inspira a tantas
almas elegidas que impulsa en un momento a romper los lazos más queridos
y más dulces, para ir a sepultarse, víctimas voluntarias, detrás de las
rejas de un monasterio! El espíritu de fe revela al verdadero católico
toda la belleza, toda la conveniencia, toda la grandeza de esas
prácticas y de esos actos; pero la ausencia de este espíritu es causa de
que muchos no vean más que exageración, inutilidad y manía.
La fe se nutre del creer; pues creer es su
vida. No se limita pues a adherirse al símbolo extricto promulgado por
la Iglesia. Sabe que esta Esposa de Jesús posee en su seno todas las
verdades, aunque no las declare siempre solemnemente y bajo pena de
anatema.
La fe presiente el misterio no declarado aún;
antes de creer por deber, cree piadosamente. Un imán vehemente le atrae
hacia está verdad que parece dormitar aún; y cuando llega, aparece en
todo su esplendor el dogma por decisión suprema, se asocia con tanta más
alegría al triunfo de la palabra revelada desde el principio, cuanta
que le tributó el más fiel homenaje en el tiempo en que aún la
obscuridad la tenía velada a las miradas no tan puras y penetrantes como
las suyas.
Del Año Litúrgico de Dom Guéranger
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