jueves, 11 de mayo de 2017

12 de Mayo: VIERNES DE LA CUARTA SEMANA DESPUÉS DE PASCUA. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

LA FE. — Bendito sea nuestro Salvador resucitado que nos ha dicho estos días: "El que crea y sea bautizado, se salvará." Gracias a su misericordia, nosotros creemos y hemos sido regenerados en el santo Bautismo; estamos, pues, en el camino de la salvación. Es verdad que la fe no nos salvará sin las obras; pero las obras también sin la fe serán incapaces de merecernos la salvación. ¡Con qué alegría no debemos dar gracias a Dios que ha producido en nosotros por su gracia, ese don inenarrable, primera prenda de nuestra bienaventuranza eterna! ¡con qué cuidado no debemos velar para conservarlo intacto, para acrecentarlo con nuestra fidelidad! 


La fe tiene sus grados, como las demás virtudes; nuestra oración debe pues ser frecuentemente la de los Apóstoles de Jesús: "Señor, aumentad en nosotros la fe." (S Lúe., XVII, 5.) 

Estamos llamados a vivir en un siglo en que la fe ha disminuido en la mayor parte de los que creen; y es uno de los mayores peligros que pueden asaltar al cristiano en este mundo. 

Cuando la fe es lánguida, la caridad no puede menos de entibiarse. Jesús pregunta a sus discípulos si piensan que, en su último advenimiento, encontrará fe sobre la tierra. (S. Luc., XVII, 8.) ¿No es de temer que seamos vecinos a esta época en que los corazones estarán como paralizados por la falta de fe?

La fe procede de la voluntad movida por el Espíritu Santo. Se cree, porque se quiere creer; y he aquí la razón de por qué la felicidad está en la fe. El ciego a quien Jesús da la vista, exhotado por él a creer en el Hijo de Dios, responde: "¿Quién es él, para que crea en él?" (S. Juan, IX, 36.) Así, debemos estar dispuestos ante el objeto de nuestra fe. Creer, a fin de conocer lo que no conoceríamos sin la fe; entonces Dios se manifiesta a nuestro pensamiento y a nuestro corazón. 

LA FE Y LA RAZÓN. — Pero encontraréis cristianos que se escandalizan de las santas audacias de la fe. Nos hablan sin cesar de los derechos de la razón; reprochan a los fieles el desconocer su dignidad, su extensión, su origen divino. Apresúrense, pues, los fieles a responderles: "Estamos lejos de negar la razón: la Iglesia nos obliga a reconocer en nosotros la existencia de una luz natural; pero al mismo tiempo nos enseña que esta luz, obscurecida por efecto de la caída original, es incapaz, aunque hubiese quedado en su integridad, de descubrir por solas sus fuerzas el fin al que está llamado el hombre, y los medios para llegar a él. Solamente la fe puede establecer al hombre en condiciones para el destino al que le llamó la bondad divina."

Otros creen que el cristiano llegado a la edad del desarrollo de la razón, tiene cierta libertad de suspender el ejercicio de la fe, para examinar si es razonable continuar creyendo. ¡Cuántos naufragan en el escollo que les presenta este prejuicio culpable! La Santa Iglesia sin embargo ha enseñado desde los Apóstoles hasta nuestros días, y continuará enseñando hasta el fin de los siglos, que el niño que, al mismo tiempo que el Bautismo recibió la fe infusa en su alma, es para siempre miembro de Jesucristo, hijo de su Iglesia; y que si, al tener uso de razón, se entabla en él un combate entre la fe y la duda, recibe la gracia para disipar la duda por medio de la fe y arriesgaría su salvación con la pérdida de su creencia. Seguramente que la Iglesia no le prohibe confirmar su fe por la ciencia; lejos de eso; pues entonces no cesa de creer. Es "la fe quien busca la inteligencia", según S. Anselmo, y la encuentra como recompensa. Hay otros que admiten que en el seno mismo de la sociedad cristiana pueden existir filósofos, es decir, hombres extraños a la fe, que profesan sobre Dios y sobre su creatura una enseñanza en que la palabra revelada no sirve para nada, una moral desprovista del elemento sobrenatural. 

Hay cristianos que aceptan a estos filósofos, les alaban y les honran, les reconocen más o menos implícitamente el derecho de tal personalidad. ¡Ciegos, que no ven que están en presencia del apóstata! ¡que no sienten el escalofrío que experimentaron todos los hijos de la Iglesia, cuando Juliano, queriendo en vano lavarse de la huella imborrable del bautismo, se declaró filósofo a los ojos de una generación nacida de los Mártires! 

PELIGROS PARA LA FE. — ¿Hemos de hablar de los tristes efectos que produce en la fe el trato con los herejes, las complacencias peligrosas que entraña, los gérmenes deplorables que hace surgir en gran número de espíritus? El esquema trazado por S. Juan, en su segunda Epístola (II. S. Juan, X, II), se les está olvidando; y recordarle solamente sería ya para muchos motivo de escándalo. ¿No está demasiado claro en la facilidad con que se contraen esos matrimonios mixtos que comienzan por profanar el sacramento, y conducen suavemente al indeferentismo a la parte católica, a quien la seducción o los cálculos humanos condujeron por caminos tan poco seguros? 

¿Cómo excitaríamos los ánimos si, en nuestro país, hablásemos como habló en Londres un ilustre apóstol de la piedad católica?

Tomémonos al menos la libertad de repetirlo valiéndonos de sus palabras. "El antiguo odio a la herejía va haciéndose raro; se pierde la costumbre de mirar a Dios como la única fuente de verdad, de manera que la existencia de las herejías no es ya asunto de espanto. Se tiene ya por cierto que Dios no debe hacer nada que nos sea penoso, y que su Autoridad no debe tomar ninguna forma desagradable u ofensiva para la libertad de sus criaturas. Como el mundo ha rechazado las ideas exclusivas, es necesario que Dios siga el progreso, y deje a un lado los principios observados hasta ahora en su gobierno para con nosotros. 

"Así es como la discordia y el error en religión, han concluido por llegar a ser menos odiosas y alarmantes, simplemente porque nos hemos acostumbrado a ellas. Es necesaria cierta osadía de corazón y de inteligencia, para creer que toda una gran nación obre mal, o que todo un siglo pueda marchar ladeado. Pero la teología, en su sencillez, proclama altamente al mundo entero como pecador, y no encuentra dificultad en no asignar a la verdadera Iglesia más que una porción moderada de población del globo. La creencia de la facilidad de salvación fuera de la Iglesia es muy dulce si tenemos parientes o amigos en los lugares donde domina la herejía; además, si queremos admitir esa máxima, el mundo nos perdonará una multitud de errores y de supersticiones, y nos hará el honor de cumplimentarnos por nuestra religión, como un producto literario o filosófico de nuestra era más bien que como un don de Dios. ¿Es esa una ventaja tan grande para que tantas gentes se hallen prendadas de ella y la paguen tan cara y sin pensar? Es evidente que esa creencia disminuye nuestra estimación a la Iglesia, y debilita nuestro anhelo de convertir a los demás. Los que hacen menos uso del sistema de la Iglesia, son naturalmente los que la conocen y estiman menos, y no se encuentran por tanto en estado de juzgarla; y esos son precisamente los primeros que hacen generosamente el sacrificio de las prerrogativas de la Iglesia a las exigencias de la molicie y del indiferentismo moderno (William Faber- conferencias Espirituales-El cielo y el infierno.) 

LA FE Y LAS PRÁCTICAS RELIGIOSAS. — Señalemos aún como una de las muestras de decadencia del espíritu de fe en un gran número de los que cumplen por otra parte con los deberes del cristiano, el olvido, la ignorancia misma de las prácticas más recomendadas por la Iglesia. ¡Cuántas casas habitadas exclusivamente por católicos en las que en vano se encontrará una gota de agua bendita, el cirio de la Candelaria, el ramo consagrado el Domingo de Ramos: objetos sagrados y protectores que los hugonotes del siglo XVI perseguían con tanto furor, y que nuestros padres defendieron con el precio de su sangre! 

¡Qué desconfianza en muchos de nosotros, si se nos habla de milagros que no están consignados en la Biblia! ¡Qué soberbia incredulidad, si se oye decir algo de los fenómenos de la vida mística, de los éxtasis, de los raptos, de las revelaciones privadas! ¡Qué revuelos levantan los relatos heroicos de la penitencia de los santos o las prácticas más sencillas de mortificación corporal! ¡Qué protestas contra los nobles sacrificios que la gracia inspira a tantas almas elegidas que impulsa en un momento a romper los lazos más queridos y más dulces, para ir a sepultarse, víctimas voluntarias, detrás de las rejas de un monasterio! El espíritu de fe revela al verdadero católico toda la belleza, toda la conveniencia, toda la grandeza de esas prácticas y de esos actos; pero la ausencia de este espíritu es causa de que muchos no vean más que exageración, inutilidad y manía. 

La fe se nutre del creer; pues creer es su vida. No se limita pues a adherirse al símbolo extricto promulgado por la Iglesia. Sabe que esta Esposa de Jesús posee en su seno todas las verdades, aunque no las declare siempre solemnemente y bajo pena de anatema. 

La fe presiente el misterio no declarado aún; antes de creer por deber, cree piadosamente. Un imán vehemente le atrae hacia está verdad que parece dormitar aún; y cuando llega, aparece en todo su esplendor el dogma por decisión suprema, se asocia con tanta más alegría al triunfo de la palabra revelada desde el principio, cuanta que le tributó el más fiel homenaje en el tiempo en que aún la obscuridad la tenía velada a las miradas no tan puras y penetrantes como las suyas.


Del Año Litúrgico de Dom Guéranger


 

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