EL MATRIMONIO.
— En este día consagrado a María, abriremos el Santo Evangelio y
leeremos estas palabras: "Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y
la Madre de Jesús estaba allí". El relato añade que Jesús y sus
discípulos fueron también invitados a estas bodas: pero no sin razón
profunda el Espíritu Santo que guiaba la mano del Evangelista, ha
querido que antes mencionase a María. Quería enseñarnos que esta Madre
de los hombres extiende su protección sobre la alianza conyugal, cuando
esta alianza es contraída bajo la mirada y con la bendición de su hijo.
El matrimonio es grande a los ojos del mismo
Dios. El lo estableció en el Paraíso terrenal en favor de nuestros
primeros padres aún inocentes y determinó en aquel día las condiciones,
declarando que la unidad sería su base, que la mujer no perteneciese más
que a un solo hombre y el hombre a una sola mujer; pero no manifestó
entonces el modelo glorioso que esta noble unidad debía reproducir.
Habiendo resuelto hacer salir de un mismo tronco, por generación
sucesiva, todos los miembros de la familia humana, a diferencia de los
ángeles que no han procedido los unos de los otros, sino que han sido
creados simultáneamente, el Creador ha contado con el matrimonio para la
realización de sus designios. Los elegidos de los que quiere formar su
corte en los cielos, que deben reforzar los coros de los Espíritus
bienaventurados diezmados por la defección de los ángeles caídos, los
obtendría por medio del matrimonio. Por eso le bendice en los primeros
días del mundo, con una bendición permanente, que como nos lo enseña la
Iglesia en la Liturgia, "no ha sido abolida, ni por la sentencia que el
Señor pronunció en un principio contra el hombre pecador, ni por las
aguas vengadoras del diluvio".
DECADENCIA DEL MATRIMONIO.
— Pero aún antes que este segundo castigo cayese sobre nuestra raza
pecadora, a lo largo de este primer período en que "toda carne había
corrompido su camino", el matrimonio cayó de la elevación en que el
Creador le había colocado. Desviado de su noble fin, abajado al nivel de
una vulgar satisfacción de los sentidos, pierde la unidad sagrada que
constituía su gloria. La poligamia por una parte, el divorcio por otra,
vienen a quitarle su carácter primitivo; de aquí la destrucción de la
familia vergonzosamente sacrificada al placer, de aquí también la
degradación de la finalidad de la mujer, reducida a no ser más que un
objeto de codicia. La lección del diluvio no estacionó esta decadencia
entre los descendientes de Noé; no tardó en volver a sus caminos de
degradación, y la ley de Moisés no tuvo en sí misma la energía necesaria
para hacer remontar el Matrimonio a la dignidad de su Institución
primera.
REHABILITACIÓN DEL MATRIMONIO.
— Se necesitaba para esto que el autor divino de la alianza conyugal
descendiese a la tierra. Cuando las miserias de la humanidad colmaron la
medida, apareció en medio de los hombres, habiendo tomado en sí mismo
nuestra naturaleza, y declaró que era el Esposo aquel que los Profetas y
el Cantar de los Cantares habían anunciado que vendría un día a tomar
Esposa entre los mortales. Esta esposa que él ha escogido es la Iglesia,
es decir la humanidad purificada por el bautismo y adornada de los
dones sobrenaturales. El ha dotado de su sangre y de sus méritos y está
unido a ella hasta la eternidad. Esta esposa es única en su amor, la
llama con este nombre: "mi única". Y ella jamás reconocerá otro esposo
que no sea él. De este modo se revela el modelo divino de la alianza
conyugal que, —como nos enseña el apóstol—toma su grandeza en la unión
de Cristo con su Iglesia. El fin de estas dos alianzas es común y se
concatenan la una con la otra. Jesús ama a su Iglesia con amor de
Esposo, pero su Iglesia procede del matrimonio humano que le da sus
hijos, y la renueva sin cesar sobre la tierra. Jesús debía, pues, elevar
el matrimonio, devolverle a sus condiciones primeras, honrarle como el
potente auxiliar de sus designios.
En primer lugar—como hemos visto en el segundo
Domingo después de Epifanía—cuando quiere inaugurar su ministerio por el
primero de sus milagros, escoge la sala nupcial de Caná. Al aceptar la
invitación de asistir a las bodas a las que su Madre ya había sido
invitada, demuestra que quiere elevar por su presencia la dignidad del
contrato sagrado que debe unir a los dos esposos, y que la bendición del
Paraíso terrenal se renueve en su favor. Ahora que Él ha comenzado a
manifestarse como el Hijo de Dios a quien la naturaleza obedece, va a
inaugurar su predicación. Sus enseñanzas—que tienen como término
conducir al hombre a los fines de su creación, se aplicarán con
frecuencia y expresamente a la rehabilitación del Matrimonio. Proclamará
el principio de la unidad, haciendo referencia a la institución divina.
Repetirá con autoridad las palabras de un principio: "Que sean dos en
una misma carne"; dos y no tres, y no diez. Al proclamar la
indisolubilidad del vinculo sagrado, declarará que la infidelidad de uno
de los esposos ultraja este vínculo, pero no le rompe; porque —dice—"el
hombre no puede separar lo que el mismo Dios ha unido". De este modo
se establece la familia en sus verdaderas condiciones; de este modo se
abroga la libertad degradante de la poligamia y del divorcio, monumentos
de la dureza del corazón del hombre que no había conocido aún la visita
de su Redentor. Así florecerá la alianza del hombre y de la mujer,
alianza en la que todo atrae, en la que nada repudia la gracia de lo
alto, alianza fecunda a la vez para la Iglesia de la tierra y para la
del cielo.
EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO.
— Con todo, la munificencia del Señor resucitado con respecto al
Matrimonio, no se contenta con renovar la esencia alterada por la
flaqueza de los hombres. Hace aún más. Este contrato solemne e
irrevocable por el que el hombre toma a la mujer por esposa, y la mujer
toma al hombre por esposo, le eleva para siempre a la dignidad de
Sacramento. En el momento en que dos cristianos contratan esta alianza
que les liga para siempre, una gracia sacramental desciende sobre ellos,
y viene a cerrar el nudo de su unión que inmediatamente pasa al rango
de las cosas sagradas. Ante esta maravilla el apóstol exclama: ¡"Cuán
grande es este misterio en el que aparece la unión misma de Cristo con
su Iglesia"! En efecto, las dos alianzas se reúnen, Cristo y su
Iglesia, el hombre y la mujer tienen un mismo fin: la producción de
elegidos; por eso el Espíritu divino sella una y otra.
EFECTOS DEL SACRAMENTO.
— Pero la gracia del séptimo Sacramento no viene solamente a cerrar el
vínculo que une a los esposos; les comunica al mismo tiempo todos los
auxilios que necesitan para cumplir su misión. Derrama, en primer lugar,
en sus corazones, un amor mutuo "fuerte como la muerte, y que el
torrente de las aguas glaciales del egoísmo no extinguirá jamás" si
perseveran en los sentimientos del cristianismo; un amor mezclado de
respeto y de pureza, capaz de mandar—si es necesario—a los incentivos de
los sentidos; un amor que los años no debilita, sino purifican e
intensifican, un amor sosegado como el del cielo, y que en viril
tranquilidad se alimenta con frecuencia y como sin esfuerzo de los más
generosos sacrificios. La gracia sacramental adapta al mismo tiempo a
los esposos al ministerio de la educación de los hijos que el cielo les
envía. Les infunde una entrega sin límites a estos frutos benditos de su
unión, una paciencia ungida de ternuras para atender y facilitar su
crecimiento en el bien, un discernimiento que sólo inspira la fe para
apreciar lo que conviene a su edad y a las tendencias que se revelan en
ellos; el sentimiento constante del destino inmortal de estos seres a
los que Dios quiere hacer sus elegidos; finalmente la convicción íntima
que le pertenecen antes de pertenecer a los padres de los que él se
sirve para darles la vida.
Tal es la transformación obrada por la gracia
del Sacramento del Matrimonio en el estado conyugal; tal es la
revolución que la ley cristiana hizo brillar en el seno del mundo
pagano, en el que un brutal egoísmo había sofocado el sentimiento de la
dignidad humana. El cristianismo venía a revelar después de tantos
siglos de degradación, la verdadera noción del matrimonio: el amor en el
sacrificio y el sacrificio en el amor. Solamente un sacramento podía
llevar y mantener al hombre en esta altura. Aún no habían transcurrido
dos siglos después de la promulgación del Evangelio, el derecho pagano
estaba todavía en pie más imperioso que nunca y ya un cristiano trazaba
de este modo el cuadro de la regeneración del matrimonio, en el seno de
esta sociedad nueva que los edictos imperiales proscribían como si fuese
la plaga de la humanidad. "¿Dónde encontrar—dice—palabras para
describir la felicidad de un matrimonio cuyo vínculo forma la Iglesia,
que confirma la oblación divina, al que la bendición pone el sello, que
los ángeles proclaman y el Padre celestial ratifica?
¡Qué yugo aquel bajo el que se inclinan dos
fieles unidos en una misma esperanza, bajo la misma ley, y bajo la misma
dependencia! Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo señor; los
dos no son sino uno solo en una misma carne, uno solo en un mismo
espíritu. Unidos oran, unidos se postran, unidos ayunan; se instruyen
mutuamente, se exortan, se sostienen. Se les ve juntos en la Iglesia, en
el banquete divino sobrellevan mutuamente las pruebas, las
persecuciones, las alegrías. No se ocultan ningún secreto, jamás se
ocultan el uno del otro, jamás se disgustan. Van juntos a visitar a los
enfermos, asistir a los necesitados; no ponen discusiones sobre sus
limosnas, ni estridencias en sus sacrificios, ni trabas en sus prácticas
piadosas. Entre ellos no hay signos de la cruz furtivos; no hay timidez
en sus exaltaciones piadosas, ni acciones de gracias silenciosas. Se
estimulan a cantar los salmos y los Cánticos, y si hay rivalidad en
algo, es en quién cantará mejor las alabanzas de su Dios. He aquí las
alabanzas que alegran los ojos y los oídos de Cristo, aquellas por las
cuales les envía su paz. Él ha dicho que se encontrará donde estuvieren
dos reunidos; allí está pues Él, y el enemigo del hombre está
ausente".
ATAQUES CONTRA ESTE SACRAMENTO.
— ¡Qué lenguaje!... ¡Qué cuadro! ¡Cómo se siente que el divino
Sacramento ha influenciado sobre las relaciones del hombre y de la
mujer, por haberlas armonizado de manera tan sublime! He aquí el secreto
de la regeneración del mundo: la familia cristiana descendió del cielo y
se implantó sobre la tierra. Largos siglos transcurrieron durante los
cuales, a pesar de la flaqueza humana, este tipo fue el ideal admitido
universalmente y en la conciencia y en las instituciones legales.
Después, el elemento pagano, que se le puede subyugar, pero que no muere
jamás, ha hecho esfuerzos por conquistar el terreno que había perdido, y
se falsificó de nuevo en la mayor parte de las naciones cristianas, la
teoría del matrimonio. La fe nos enseña que este contrato, convertido en
Sacramento, es del dominio de la Iglesia en cuanto al lazo que le
constituye; la Iglesia se ha visto despojada de él en nombre del estado,
a cuyos ojos la ley de la Iglesia no es más que un yugo derrocado del
que la libertad moderna ha librado a la humanidad. Es cierto que muy
pronto la legitimidad del divorcio se introdujo en los códigos, y que la
familia descendió al nivel pagano. Con todo la lección no ha sido
comprendida. El sentido moral, preservado todavía en gran número por la
influencia secular del matrimonio cristiano, ha podido reducir en algo
este terreno peligroso; pero la inflexible lógica no podría abdicar de
las consecuencias que se deducía de los principios fijados; hoy día
entre nosotros este matrimonio es un vínculo eterno y sacramental ante
la presencia de la Iglesia; este matrimonio a los ojos del Estado ni
siquiera existe; es otro el que tiene valor ante la ley civil, y la
Iglesia le declara nulo ante la conciencia del cristiano. La ruptura,
pues, está consumada.
Pero lo que Cristo estableció en su
omnipotencia no podía perecer: sus instituciones son inmortales. Por
tanto que los cristianos no se impacienten, que perseveren en recibir de
la Iglesia su madre, la doctrina de los Sacramentos, y que continúe
manteniéndose el matrimonio entre ellos, con las tradiciones de la
familia establecida por Dios, el sentimiento de la dignidad del hombre,
miembro de Cristo y ciudadano del cielo. Así, quizá, ellos salvarán la
sociedad, pero con plena seguridad salvarán sus almas, y preparan la
salvación de sus hijos.
LA SANTÍSIMA VIRGEN Y EL MATRIMONIO.
— Al terminar esta semana y meditar en las grandezas del Sacramento del
Matrimonio, hemos evocado tu recuerdo, ¡oh María! El festín nupcial de
Caná, en que tu presencia santificó la unión de los dos esposos, es uno
de los grandes acontecimientos del Santo Evangelio. ¿Por qué, pues tú
que eres el tipo inmutable de la virginidad, que hubieras renunciado a
los honores de Madre de Dios antes que sacrificar esta noble aureola,
apareces en esta circunstancia, si no es para que los esposos cristianos
tengan siempre presente la superioridad de la continencia perfecta
sobre el matrimonio, y que el homenaje que ellos se complacen en
tributarla asegura para siempre en sus pensamientos y en sus deseos esa
reserva que constituye la dignidad y mantiene la verdadera felicidad del
matrimonio? A ti, pues, oh Virgen sin mancilla, pertenece bendecir y
honrar esta alianza tan pura y tan elevada en sus fines. Dígnate
protegerla más que nunca, en estos días en que las leyes humanas la
alteran y la desnaturalizan de modo alarmante, al mismo tiempo que el
desbordamiento del sensualismo amenaza extinguir en gran número de
cristianos 'hasta el sentimiento del bien y del mal. Sé propicia, oh
María, para aquellos que no quieren unirse sino bajo tus miradas
maternales. Son la herencia de tu Hijo, la sal de la tierra que impedirá
su corrupción, la esperanza de un futuro mejor. ¡Oh Virgen!, ellos te
pertenecen; míralos y aumenta su número, para que el mundo no perezca
para siempre.
Año Litúrgico de Guéranger
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