viernes, 5 de mayo de 2017

6 de Mayo: SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DESPUÉS DE PASCUA. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.


AGRADECIMIENTO PARA CON LA IGLESIA. — Iglesia de Jesús, prometida por él a la tierra en los días de su vida mortal, salida de su costado abierto por la lanza sobre la cruz, ordenada y perfeccionada por él en las últimas horas de su estancia en la tierra, te saludamos con amor como a nuestra Madre común. Eres la Esposa de nuestro Redentor, y tú nos has engendrado en él. Eres la que nos has dado la vida en el Bautismo; eres la que nos iluminas con la Palabra que produce en nosotros la luz; eres la que nos administras los socorros, por medio de los cuales nuestra peregrinación terrestre debe conducirnos al cielo; tú, en fin, la que nos gobiernas en orden a la salvación con tus santos mandamientos.


El Sábado nos recuerda a María; pero venerando las grandezas de la Madre de Dios, no perdemos de vista por eso, a la Santa Iglesia que fue, esta semana, objeto de nuestras contemplaciones. Consideremos hoy las relaciones de María con la Iglesia de su Hijo; esta mirada nos descubrirá nuevos aspectos sobre las dos Madres del género humano.

JESÚS Y SU MADRE. — Antes de que el Hombre-Dios entrase en posesión de la Iglesia que debía ser inaugurada ante todas las naciones en el día de Pentecostés; había preludiado esta posesión real uniéndose a aquella que merece, por encima de todo, ser llamada la Madre y la representante del género humano. Formada de la sangre más noble de nuestra raza, de la sangre de David, de Abrahán y de Sem, pura en su origen como lo fueron nuestros primeros padres al salir de las manos de su creador, destinada a la suerte más sublime que puede Dios elevar a una simple creatura, María fue sobre la tierra la cooperadora del Verbo encarnado, la Madre de los vivientes. En su persona, fue lo que la Iglesia ha sido después colectivamente. Su papel de Madre de Dios sobrepasa, sin duda, en dignidad a todas sus grandezas; pero no debemos por eso cerrar los ojos a las otras maravillas que brillan en ella.
 
María fue la primera creatura que respondió plenamente a la voluntad del Hijo de Dios descendido del cielo. En ella encontró la más viva fe, la más firme esperanza, el amor más ardiente. Jamás la naturaleza humana completada por la gracia había ofrecido a Dios un objeto de posesión tan digno de él.
 
Mientras esperaba celebrar su unión con el género humano en calidad de Pastor, fue Pastor de esta única oveja, cuyos méritos y dignidad sobrepasan, con mucho, a los de la humanidad entera, aunque se hubiese mostrado en todo y siempre fiel a Dios.
 
María ocupó pues el lugar de la Iglesia cristiana, antes de que naciese ésta. En ella el Hijo de Dios, encontró, no solamente una Madre, sino la adoradora de su divinidad desde el primer instante de la Encarnación. Hemos visto, el Sábado santo, cómo la fe de María sobrevivió a la prueba del Calvario y del Sepulcro, cómo esta fe que no vaciló un instante conservó sobre la tierra la luz que no debía extinguirse y que pronto iba a ser confiada a la Iglesia colectiva encargada de conquistar todas las naciones para el divino Pastor.
 
No entraba en los planes del Hijo de Dios el que su santa Madre ejerciese el apostolado exterior, al menos más allá de un cierto límite; por otra parte no debía dejarla aquí abajo hasta el fin de los tiempos; pues así como, después de su Ascensión, asoció su Iglesia a todo lo que obra por sus elegidos, así quiso él, durante su vida mortal, que María tomase parte con él en todas las obras que ejecutaba para la salvación del género humano. Aquella cuyo consentimiento formal había sido requerido antes de que el Verbo eterno se hiciese hombre en ella, se encontró, como hemos visto, al pie de la cruz, con el fin de ofrecer como creatura al que se ofrecía como Dios Redentor.
 
El sacrificio de la Madre se confundió con el sacrificio del hijo, que lo elevó a un grado de mérito que nuestro pensamiento mortal no podía comprender. Así, aunque en una medida inferior, la Iglesia se une a ella en una misma oblación con su Esposo divino en el sacrificio del altar. Hasta que la maternidad de la Iglesia que iba a nacer fuese proclamada, Miaría recibió de lo alto de la cruz la investidura de Madre de los hombres; y cuando la lanza vino a abrir el costado de Jesús, para dar paso a la Iglesia que procede del agua y de la sangre de la redención, María estaba de pie para acoger en sus brazos a esta futura madre que ella había representado con tanta plenitud hasta entonces.
 
MARÍA Y LA IGLESIA. — Dentro de pocos días contemplaremos a María en el Cenáculo, completamente abrasada del fuego del Espíritu Santo, y tendremos que exponer su misión en la Iglesia primitiva.
 
Detengámonos aquí hoy; pero al acabar echemos una última mirada sobre nuestras dos Madres, cuyas relaciones son tan íntimas, por desigual que sea la dignidad de la una y de la otra.
 
Nuestra Madre de los cielos, que es al mismo tiempo la Madre del Hijo de Dios, se considera estrechamente unida a nuestra Madre de la tierra, y no cesa de difundir sobre ella sus celestiales influencias. Si en su esfera militante triunfa ésta, es el brazo de María quien le asegura la victoria; si la, tribulación la oprime, es con el socorro de María con que sostiene la prueba. Los hijos de la una son los hijos de la otra, y las dos los engendran: una, que es "Madre de la divina gracia", por su oración todo-poderosa; la otra por la palabra y por el Santo Bautismo. Al salir de este mundo, si nuestras faltas mereciesen que la visión de Dios fuera retardada para nosotros, y que nos sea preciso descender al lugar donde las almas se purifican, los sufragios de nuestra Madre de la tierra nos acompañan y vienen a suavizar nuestros dolores; pero la sonrisa de nuestra Madre del cielo tiene más virtud aún para consolar y abreviar la rigurosa expiación que hemos merecido. En el cielo, el brillo con que resplandece la Iglesia glorificada hace saltar de admiración y de dicha a los elegidos, que la han dejado luchando aún sobre la tierra en que les engendró; pero sus ojos deslumhrados se fijan aún con más éxtasis y ternura sobre esta primera Madre que fue su estrella en las tempestades que, desde lo alto de su trono, no dejó de siguirles con su mirada previsora, les proporcionó con solicitud, los socorros que les han conducido a la salvación, y les abre para siempre esos brazos maternales sobre los cuales llevó en otro tiempo a "ese Primogénito". (S. Luc., II, 7) cuyos hermanos y coherederos somos.




Año Litúrgico de Dom Guéranger

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