AGRADECIMIENTO PARA CON LA IGLESIA. — Iglesia de Jesús,
prometida por él a la tierra en los días de su vida mortal, salida de su
costado abierto por la lanza sobre la cruz, ordenada y perfeccionada por él en
las últimas horas de su estancia en la tierra, te saludamos con amor como a nuestra
Madre común. Eres la Esposa de nuestro Redentor, y tú nos has engendrado en él.
Eres la que nos has dado la vida en el Bautismo; eres la que nos iluminas con
la Palabra que produce en nosotros la luz; eres la que nos administras los
socorros, por medio de los cuales nuestra peregrinación terrestre debe
conducirnos al cielo; tú, en fin, la que nos gobiernas en orden a la salvación
con tus santos mandamientos.
El Sábado nos recuerda a María; pero venerando las grandezas
de la Madre de Dios, no perdemos de vista por eso, a la Santa Iglesia que fue,
esta semana, objeto de nuestras contemplaciones. Consideremos hoy las
relaciones de María con la Iglesia de su Hijo; esta mirada nos descubrirá
nuevos aspectos sobre las dos Madres del género humano.
JESÚS Y SU MADRE. — Antes de que el Hombre-Dios entrase en
posesión de la Iglesia que debía ser inaugurada ante todas las naciones en el
día de Pentecostés; había preludiado esta posesión real uniéndose a aquella que
merece, por encima de todo, ser llamada la Madre y la representante del género
humano. Formada de la sangre más noble de nuestra raza, de la sangre de David,
de Abrahán y de Sem, pura en su origen como lo fueron nuestros primeros padres
al salir de las manos de su creador, destinada a la suerte más sublime que
puede Dios elevar a una simple creatura, María fue sobre la tierra la
cooperadora del Verbo encarnado, la Madre de los vivientes. En su persona, fue
lo que la Iglesia ha sido después colectivamente. Su papel de Madre de Dios
sobrepasa, sin duda, en dignidad a todas sus grandezas; pero no debemos por eso
cerrar los ojos a las otras maravillas que brillan en ella.
María fue la primera creatura que respondió plenamente a la
voluntad del Hijo de Dios descendido del cielo. En ella encontró la más viva
fe, la más firme esperanza, el amor más ardiente. Jamás la naturaleza humana
completada por la gracia había ofrecido a Dios un objeto de posesión tan digno
de él.
Mientras esperaba celebrar su unión con el género humano en
calidad de Pastor, fue Pastor de esta única oveja, cuyos méritos y dignidad
sobrepasan, con mucho, a los de la humanidad entera, aunque se hubiese mostrado
en todo y siempre fiel a Dios.
María ocupó pues el lugar de la Iglesia cristiana, antes de
que naciese ésta. En ella el Hijo de Dios, encontró, no solamente una Madre,
sino la adoradora de su divinidad desde el primer instante de la Encarnación.
Hemos visto, el Sábado santo, cómo la fe de María sobrevivió a la prueba del
Calvario y del Sepulcro, cómo esta fe que no vaciló un instante conservó sobre
la tierra la luz que no debía extinguirse y que pronto iba a ser confiada a la
Iglesia colectiva encargada de conquistar todas las naciones para el divino
Pastor.
No entraba en los planes del Hijo de Dios el que su santa
Madre ejerciese el apostolado exterior, al menos más allá de un cierto límite;
por otra parte no debía dejarla aquí abajo hasta el fin de los tiempos; pues
así como, después de su Ascensión, asoció su Iglesia a todo lo que obra por sus
elegidos, así quiso él, durante su vida mortal, que María tomase parte con él
en todas las obras que ejecutaba para la salvación del género humano. Aquella
cuyo consentimiento formal había sido requerido antes de que el Verbo eterno se
hiciese hombre en ella, se encontró, como hemos visto, al pie de la cruz, con
el fin de ofrecer como creatura al que se ofrecía como Dios Redentor.
El sacrificio de la Madre se confundió con el sacrificio del
hijo, que lo elevó a un grado de mérito que nuestro pensamiento mortal no podía
comprender. Así, aunque en una medida inferior, la Iglesia se une a ella en una
misma oblación con su Esposo divino en el sacrificio del altar. Hasta que la
maternidad de la Iglesia que iba a nacer fuese proclamada, Miaría recibió de lo
alto de la cruz la investidura de Madre de los hombres; y cuando la lanza vino
a abrir el costado de Jesús, para dar paso a la Iglesia que procede del agua y
de la sangre de la redención, María estaba de pie para acoger en sus brazos a
esta futura madre que ella había representado con tanta plenitud hasta
entonces.
MARÍA Y LA IGLESIA. — Dentro de pocos días contemplaremos a
María en el Cenáculo, completamente abrasada del fuego del Espíritu Santo, y
tendremos que exponer su misión en la Iglesia primitiva.
Detengámonos aquí hoy; pero al acabar echemos una última
mirada sobre nuestras dos Madres, cuyas relaciones son tan íntimas, por
desigual que sea la dignidad de la una y de la otra.
Nuestra Madre de los cielos, que es al mismo tiempo la Madre
del Hijo de Dios, se considera estrechamente unida a nuestra Madre de la
tierra, y no cesa de difundir sobre ella sus celestiales influencias. Si en su
esfera militante triunfa ésta, es el brazo de María quien le asegura la
victoria; si la, tribulación la oprime, es con el socorro de María con que
sostiene la prueba. Los hijos de la una son los hijos de la otra, y las dos los
engendran: una, que es "Madre de la divina gracia", por su oración
todo-poderosa; la otra por la palabra y por el Santo Bautismo. Al salir de este
mundo, si nuestras faltas mereciesen que la visión de Dios fuera retardada para
nosotros, y que nos sea preciso descender al lugar donde las almas se
purifican, los sufragios de nuestra Madre de la tierra nos acompañan y vienen a
suavizar nuestros dolores; pero la sonrisa de nuestra Madre del cielo tiene más
virtud aún para consolar y abreviar la rigurosa expiación que hemos merecido.
En el cielo, el brillo con que resplandece la Iglesia glorificada hace saltar
de admiración y de dicha a los elegidos, que la han dejado luchando aún sobre
la tierra en que les engendró; pero sus ojos deslumhrados se fijan aún con más
éxtasis y ternura sobre esta primera Madre que fue su estrella en las
tempestades que, desde lo alto de su trono, no dejó de siguirles con su mirada
previsora, les proporcionó con solicitud, los socorros que les han conducido a
la salvación, y les abre para siempre esos brazos maternales sobre los cuales
llevó en otro tiempo a "ese Primogénito". (S. Luc., II, 7) cuyos
hermanos y coherederos somos.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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