EL DON DEL ESPÍRITU SANTO.
— Jesús resucitado concede un don inestimable a sus Apóstoles y de este
don dimanarán dos Sacramentos. En la tarde de la Pascua se presenta de
improviso en medio de sus Apóstoles: "La paz sea con vosotros—les dice—.
Como mi Padre me ha enviado así yo os envío'". Después alentó sobre
ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo." ¿Qué significa este soplo
que no se dirije a todo hombre sino que está reservado para algunos?
Jesús lo explica inmediatamente: este soplo comunica el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo se da a los Apóstoles porque son los enviados de
Jesús, del mismo modo que Jesús es el enviado del Padre.
Los Apóstoles reciben, pues, este Espíritu
divino para comunicarle a los hombres del mismo modo que Jesús le ha
comunicado a ellos. La tradición de la Iglesia completa el relato
sucinto del Evangelio. Dos Sacramentos—como hemos dicho—tienen su origen
en este acto de Jesús resucitado; su palabra ha determinado después las
condiciones rituales bajo las cuales el doble misterio deberá
realizarse.
LA CONFIRMACIÓN. —
El primero de estos dos Sacramentos es la Confirmación, por cuya
institución nosotros damos hoy gracias; el segundo es el Orden, cuya
dignidad consideraremos dentro de algunos días; uno y otro patrimonio
glorioso del carácter episcopal que encierra para nosotros la fuente de
dones que fueron conferidos a los Apóstoles para la santificación del
hombre.
Es tal la importancia del Sacramento de la
Confirmación para los fieles, que aquel que no ha sido señalado con él
no puede ser considerado como cristiano perfecto. Ciertamente goza en
virtud de su bautismo de las prerrogativas de hijo de Dios, de miembro
de Jesucristo, de hijo de la Iglesia; pero el cristiano es un hombre de
lucha; debe confesar su fe, ya delante de los tiranos hasta dar su
sangre, ya en presencia del mundo, cuyas máximas seductoras o imperiosas
buscarán llevarle a la defección, ya contra los demonios cuya
hostilidad es temible para los servidores de Cristo. El sello del
Espíritu Santo impreso sobre su alma le confiere un cierto grado de
fortaleza que no le da el bautismo; de ciudadano de la Iglesia que es,
la Confirmación le hace Caballero de Dios y de su Cristo. Podemos
ciertamente combatir y vencer con sola la armadura del Bautismo; Dios
nos ha asegurado el poder, porque Él sabe que el Sacramento que
perfecciona al cristiano no está siempre a su alcance; pero desgraciado
el imprudente que descuida la ocasión de obtener el complemento de su
Bautismo. En el Sábado Santo hemos visto con qué solicitud el Obispo,
cuando administraba en ese día el sacramento de la regeneración,
completaba su obra dando el Espíritu Santo a todos aquellos que acababa
de regenerar en el Hijo y de recibir la adopción del Padre.
Al Pontífice, en éfecto, es a quien pertenece
decir a todos nuestros neófitos: "Recibid el Espíritu Santo." La
dignidad de este divino Espíritu no exige menos; y si a veces a causa de
la necesidad, un sacerdote es llamado por el Vicario de Cristo para
administrar este Sacramento, no puede realizarle de una manera válida
sino con tal de emplear el crisma consagrado por el Obispo; de manera
que el poder del Pontífice debe destacarse siempre en primer lugar.
¡Cuán sublime es el instante en que el Espíritu
de fortaleza que confirmó a los mismos Apóstoles, desciende sobre los
neófitos arrodillados en torno al Obispo! Los brazos del Pontífice se
extienden sobre ellos; derrama sobre sus almas este Espíritu que él ha
recibido para comunicarle, y para que nada falte a la solemnidad del don
que les va hacer, recuerda la profecía de Isaías que anuncia la bajada
del Espíritu sobre el retoño de Jessé que eleva su tallo del seno de las
ondas del Jordán. "¡Oh Dios!—dice— que has regenerado a tus siervos en
el agua del Espíritu Santo, envía ahora del cielo sobre ellos este
Espíritu con sus siete dones: Espíritu de sabiduría y de inteligencia,
Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad,
Espíritu de temor de Dios; señálales ahora con el sello de la cruz de
Cristo". Entonces aparecerá el Santo Crisma, cuyas grandezas hemos
celebrado el Jueves Santo. Tal es el Sacramento del Crisma—para hablar
el lenguaje de la antigüedad—del Crisma en el que reside la virtud del
Espíritu Santo. El Pontífice señala con él la frente de cada neófito y
el Espíritu Santo imprime al mismo tiempo sobre sus almas el sello de la
perfección del cristiano. Vedlos confirmados para siempre. Si escuchan,
pues, la voz del Sacramento que está incorporado a ellos ninguna
prueba, ningún peligro superará su valentía. El óleo con que ha sido
trazada la cruz sobre su frente le ha comunicado esta fortaleza
diamantina que recibió la frente del Profeta y que desafiaba todos los
dardos de sus adversarios.
Ciertamente para el cristiano la fortaleza es
la salvación; porque la vida del hombre es un combatez. Sean, pues,
dadas alabanzas a Jesús resucitado que previendo los asaltos que nos
veríamos obligados a sostener, no ha querido que permaneciésemos
desiguales en la lucha, y nos ha dado en el Sacramento de la
Confirmación este Espíritu que procede de él y del Padre, para que fuese
nuestra fortaleza invencible. Agradezcámosle hoy el haber completado en
nosotros de este modo la gracia bautismal. El Padre que se dignó
adoptarnos, entregó a su propio Hijo por nosotros; el Hijo nos da el
Espíritu para habitar entre nosotros: ¿qué creatura sino el hombre ha
sido de este modo objeto de las complacencias de la Trinidad? Pero por
desgracia el hombre es pecador, infiel; con frecuencia tantos
maravillosos socorros son dispensados sobre él en vano. Tributemos
homenaje a la divina bondad, manteniéndonos unidos a la Santa Iglesia;
celebremos con ella con toda la efusión de nuestros corazones los
misterios de misericordia que el Año litúrgico va poniendo sucesivamente
ante nuestras miradas.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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