LA IGLESIA, SOCIEDAD VISIBLE. — La Iglesia que ha edificado el Salvador y que conserva con su mano divina ¿es solamente la sociedad de los espíritus que poseen y de los corazones que aman la verdad descendida del cielo? ¿Se la ha definido con acierto, cuando se la ha llamado sociedad espiritual? No ciertamente; pues sabemos que deberá extenderse y que se ha extendido de hecho en el mundo entero. Pues ¿cómo hubieran podido tener lugar esos progresos, cómo hubieran podido extenderse esas conquistas, si la sociedad fundada por el Redentor no hubiese sido exterior y visible, al mismo tiempo que espiritual? Las almas no se comunican sino por medio de los cuerpos.
"La fe entra por el oído, dice el Apóstol; ¿pues, cómo oirán si no se les predica? (Rom., X, 17, 14). Cuando Jesús resucitado dice a sus Apóstoles: "Id, enseñad a todas las naciones" (S. Matth., XXVIII, 19), indica con claridad que la palabra deberá sonar al oído y que hará en el mundo un ruido tal que será oído tanto por los que se entreguen a esta palabra, como por los que la desdeñen. ¿Tiene esta palabra el derecho de circular tan libremente, sin pedir permiso a los poderes de la tierra? ¿Quién osará negar que tiene ese derecho? El Hijo de Dios dijo: "Id, y enseñad a todas las naciones"; debe ser obedecido; y la palabra de Dios confiada a sus enviados no podría permanecer encadenada." (II Tim., II, 9.)
LOS DERECHOS DE LA IGLESIA. — Héla aquí pues declarada libre, esta palabra exterior, y en su libertad engendra numerosos discípulos. Esos discípulos, permanecerán separados los unos de los otros? ¿No se agruparán alrededor de su apóstol para escucharle? ¿No se sentirán hermanos y miembros de una misma familia? Entonces, es preciso que se reúnan; y de repente aparece el pueblo nuevo, visible a todas las miradas.
Así debía ser; pues si este pueblo que debe absorver a los demás no atrajese las miradas, sus destinos no se cumplirían. Pero es preciso que este pueblo adquiera edificios, templos, etc... Va pues a levantar casas de predicación y de oración. El extranjero, a la vista de estos nuevos santuarios, se pregunta. ¿Qué es esto? ¿De dónde vienen esos hombres, que no rezan ya con sus conciudadanos? ¿No se la considerará nación dentro de nación? El extranjero tiene razón; es una nación dentro de la nación, hasta que la nación misma haya pasado toda entera a las filas de ese pueblo nuevo.
Las necesidades de toda sociedad exigen que tenga sus leyes, como tiene su jerarquía; la Iglesia mostrará pues a los ojos de todo el mundo los signos de un gobierno interior cuyos efectos se manifiesten al exterior. Son las fiestas, las solemnidades cuya pompa revela a un gran pueblo, con sus reglamentos rituales que forman entre los miembros de la sociedad un lazo visible tanto dentro como fuera del templo; mandamientos, órdenes emanadas de los diversos grados de la jerarquía, que las promulgan y han de reclamar su obediencia; instituciones, corporaciones que se mueven en el seno de la sociedad y que la ayudan y dan esplendor; todo, en fin, hasta las leyes penales contra los delincuentes y los refractarios.
Mas no basta a la Iglesia tener lugares de reunión para las asambleas de sus fieles; es preciso que se provea al mantenimiento de sus ministros, a los gastos del culto que da a Dios y a las necesidades de sus miembros indigentes. Por eso, la vemos que, secundada por la generosidad de sus hijos, toma posesión de ciertas partes del suelo, que por el mero hecho quedan consagradas por razón de su destino, y a causa de la dignidad sobrehumana de la que las posee. Más aún, cuando los príncipes, cansados de oponerse vanamente al progreso de la Iglesia, pidan ellos mismos formar parte de ella, será necesario que el Pastor supremo no esté sujeto a ningún rey temporal, y que él mismo sea rey. La sociedad cristiana acoge con aplauso este coronamiento de la obra de Cristo, a quien "todo poder fue dado en el cielo y en la tierra" y que debe un día reinar temporalmente en su Vicario.
Tal es, pues, la Iglesia: sociedad espiritual, pero exterior y visible, lo mismo que el hombre, espiritual en cuanto a su alma, pertenece a la naturaleza física por su cuerpo que forma parte esencial de sí mismo. El cristiano amará, pues, a la Santa Iglesia tal como Dios la ha querido, y tendrá horror a ese falso e hipócrita espiritualismo que para derribar la obra de Cristo, pretende arrinconar a la religión en el puro dominio del espíritu. No podemos aceptar este destino. El Verbo divino se revistió de nuestra carne; se dejó "ver, oír y tocar" (I S. Juan, 11); y dirigiéndose a los hombres, les organizó en una Iglesia visible, que habla y es palpable. Somos un vasto estado; tenemos nuestro monarca, nuestros magistrados, nuestros conciudadanos, y debemos estar prestos a dar nuestra vida por esta patria sobrenatural, cuya dignidad se eleva tan por encima de la patria terrenal como el cielo lo está por encima de la tierra.
LAS PERSECUCIONES DE LA IGLESIA. — Satanás, envidioso de esta patria que debe conducirnos a aquella de la cual está él excluido, en el curso de los siglos no ha desperdiciado ocasión para derribarla. Por de pronto, ha atacado la libertad de la palabra sagrada que engendra a los miembros de la Iglesia: "Os prohibimos—decían sus primeros representantes—hablar en adelante de ese Jesús." (Act., IV, 18.) La estratagema es hábil; y si no ha tenido éxito, si la predicación cristiana se ha abierto paso, a pesar de todo, no ha sido porque el enemigo no. la haya aplicado hasta nuestros tiempos en la medida que le ha sido posible. Las asambleas de los cristianos despertaron muy pronto las persecuciones del poder mundano. La violencia intentó dispersarlas; a menudo hemos quedado reducidos a buscar los antros y los bosques, a escoger las horas de la noche para celebrar los Misterios luminosos, para cantar los esplendores del divino Sol de justicia. ¡Cuántas veces, nuestros templos más amados, monumentos piadosos, consagrados por los más caros recuerdos, han cubierto la tierra con sus ruinas! Satanás quiso borrar hasta las huellas del dominio de su vencedor.
¡A qué tiránicas envidias han dado lugar, las leyes que la Iglesia promulga para sus fieles, y las relaciones de sus Pastores entre sí y con su Jefe! Se ha querido despojar a la sociedad de los cristianos hasta el derecho de gobernarse a sí misma; hombres serviles han ayudado a las gentes del César a encadenar a la Esposa del Hijo de Dios. Sus bienes temporales tentaron también la avaricia de los poderes del mundo; la procuraban la independencia; y luego se los arrebataban, a fin de que quedase en situación precaria: atentado que nuestras sociedades políticas expían cruelmente cada día.
Sin embargo, circulan los más odiosos errores: la idea de una Iglesia completamente espiritual, de una Iglesia que no debe ser visible, o a menos, que no consienta en llegar a ser uno de los resortes del gobierno nacional, esta idea impía y absurda, encuentra numerosos partidarios. En cuanto a nosotros, no olvidaremos los innumerables mártires que dieron su sangre para mantener y asegurar a la Iglesia de Jesucristo su calidad de sociedad pública, exterior, independiente de todo, yugo humano, en una palabra, completa en sí misma. Puede ser que nosotros seamos los últimos herederos de la promesa; mayor razón para proclamar hasta el fin, los derechos de la que Jesús se ha tomado por Esposa, a la cual ha conferido el imperio de este mundo que ha sido conservado sólo por ella, y que se derrumbará el día en que desaparezca.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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