EL MILAGRO.
— La Palabra divina impone la fe a la creatura que le escucha; pero
esta palabra no se revela sin ir acompañada de todos los signos que
demuestran su procedencia divina. Jesús no se llamó Hijo de Dios, sin
probar que lo era verdaderamente; no exigió fe en su palabra sin
garantizar esta palabra con un argumento irrefragable. Este argumento es
el milagro: el milagro por el cual Dios se atestigua a sí mismo. Cuando
el milagro tiene lugar, el hombre presta atención; pues sabe que sola
la voluntad del Creador puede derrogar las leyes sobre las cuales se
fundó la naturaleza. Si Dios declara su voluntad después del milagro,
tiene derecho a la obediencia del hombre. Israel sintió que Dios le
conducía, cuando la mar se abrió para darle paso, al extender Moisés su
mano sobre las aguas. Así, pues, Jesús "autor y consumador de nuestra
fe", no exigió nuestra creencia en las verdades que venía a traernos
sino después de testificar con milagros su misión divina. "Las obras que
hago, decía, dan testimonio de mí; si no queréis creer en mí, creed en
mis obras." (San Juan, V. 36-X. 38.)
¿Se quiere saber cuáles son las obras cuya
sanción invoca de esta manera? Juan le envía a decir: "¿Sois vos el que
debe venir, o debemos esperar a otro?" Como respuesta, Jesús dice a los
enviados: "Id y decid a Juan lo que habéis visto y oído; los ciegos ven;
los cojos andan; los leprosos son curados; los sordos oyen; los muertos
resucitan; los pobres son evangelizados." (S. Luc., VII, 22.)
Tal es el motivo de nuestra fe. Jesús ha obrado
como señor de la naturaleza, y después de mostrarse Hijo de Dios en sus
obras, exigió que le reconociéramos por tal en sus palabras. ¡Oh, cuán
"creíble es su testimonio"! (Ps. XCII). ¿En quién creeremos, si no
creemos en Él? ¡Y qué responsabilidad para los que se negaran a creer!
Escuchémosle cuando habla a esos espíritus soberbios que a la vista de
sus milagros no se han vuelto dóciles a sus enseñanzas: "Si no hubiese
hecho yo—dice—en medio de ellos las obras que nunca hizo nadie, estarían
sin pecado." (S. Juan, XV, 24.) Su incredulidad les perdió; pero esta
incredulidad se hizo patente cuando, siendo testigos de los milagros
obrados ante sus ojos, por ejemplo, la resurrección de Lázaro, renegaron
al reconocer la divinidad del personaje que daba testimonio con tales
obras.
EL TESTIMONIO DE LA HISTORIA.
— Pero Jesús resucitado va a subir al cielo dentro de unos días; los
milagros que obraba van a cesar en la tierra; su Palabra, objeto de
nuestra fe, ¿quedará, pues ya sin su testimonio? No hay que pensarlo.
¿No sabemos que los monumentos de la historia cuando son ciertos y
comprobados, aportan tanta luz a nuestro espíritu sobre los hechos que
han acontecido lejos de nuestro tiempo, como si esos hechos hubieran
tenido lugar a nuestros ojos? ¿No es una de las leyes de nuestra
inteligencia, uno de los fundamentos de nuestra certeza racional,
asentir al testimonio de nuestros semejantes, cuando reconocemos con
evidencia que no han sido ni engañadores ni engañados? Los prodigios
realizados por Jesús, en confirmación de la doctrina que vino a imponer a
nuestra creencia, llegarán hasta la última generación humana rodeados
de una certeza superior a la que garantiza los hechos más incontestables
de la historia, esos hechos sobre los cuales nadie se atrevería a dudar
sin pasar por insensato. No habremos sido testigos de esas maravillas;
pero ellas estarán de tal forma aseguradas, que la adhesión de nuestra
fe seguirá con la misma certeza, con la misma docilidad, que si
hubiésemos asistido a las escenas del Evangelio.
LA PERPETUIDAD DEL MILAGRO.
— No obstante, Jesús que nada estima tanto como la certeza de sus
milagros, quiere hacer más aún en favor de nuestra fe de la que el
milagro es la base. Va a perpetuar el milagro sobre la tierra por medio
de sus discípulos, para que nuestra fe se fortalezca sin cesar en su
divina fuente. En estos días que conmemoramos, rodeado de sus Apóstoles,
les indica en estos términos su misión: "Id, les dice, por todo el
mundo: predicad el Evangelio a toda creatura. El que creyere y se
bautizare se salvará; el que no creyere se condenará." (S. Marc., XVI,
15.) ¿Pero esta fe, sobre qué se apoya? Ya lo hemos dicho; pero eso no
es todo; escuchadlo enseguida: "Pues, he aquí, continúa Jesús, los
prodigios que acompañarán a los que creyeren: En mi nombre arrojarán los
demonios, hablarán nuevas lenguas; domarán ¡las serpientes; si bebieren
algún veneno, no sentirán sus efectos; impondrán las manos a los
enfermos y los enfermos sanarán." (San Marc., XVI, 17.) He aquí, pues,
el poder de los milagros confiado a los discípulos de Jesús. Puestos
para exigir la fe divina de los que les escucharen, están ya dotados de
un poder sobre la naturaleza que les mostrará a los hombres como
enviados del Todopoderoso. Su palabra no será ya desde ahora su palabra,
sino la de Dios; serán los intermediarios entre el Verbo encarnado y
los hombres; pero nuestra fe no se detendrá en ellos; se elevará hasta
el que les envió y que les acredita ante nosotros por el medio del que
se sirvió para acreditarse él mismo.
Eso no es aún todo. Pesad las palabras del
Salvador y observad que el don de milagros que les otorga no se detiene
en ellos. Sin duda, la historia está para asegurarnos que Jesús fue fiel
a su compromiso, y que los Apóstoles, al reclamar la fe de los pueblos
por los dogmas que les proponían, justificaron su misión con toda
suerte de prodigios; pero el divino resucitado prometió más. No dijo:
"He aquí los prodigios que acompañarán a mis Apóstoles"; sino: "He aquí
los prodigios que acompañarán a los que creyeren." Aseguraba a su
Iglesia por estas palabras el don de los milagros hasta el fin; hacía de
ese don uno de los principales caracteres, una de las bases de nuestra
fe. Antes de su pasión, llegó hasta a decir: "El que creyere en mí, hará
él mismo las obras que yo hago y mayores aún." (San Juan, XIV, 12.)
En estos días, pone a su Iglesia en posesión de
esta noble prerrogativa; y desde entonces no deberíamos sorprendernos
de ver a sus santos obrar alguna vez maravillas más asombrosas que las
que obró él mismo. Se compromete a ello y empeñó su palabra. ¡Tanto
estima, se mantenga, se nutra y fructifique en su Iglesia, la fe que
procede del milagro! Lejos, pues, de todo hijo de la Iglesia el temor,
el embarazo, o la indiferencia que muestran algunos, cuando encuentran
un hecho milagroso. Una sola cosa ha de preocuparnos: el valor de los
testigos. Si son sinceros y esclarecidos, el verdadero católico se
inclina con alegría y reconocimiento; da gracias a Jesús que se dignó de
acordarse de su promesa, y que vela desde lo alto del cielo por la
conservación de la fe.
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