LA REVELACIÓN. — Jesús resucitado no se limita a constituir
su Iglesia, a establecer la jerarquía que debe regirla en su nombre hasta la consumación
de los siglos; confía al mismo tiempo a sus discípulos su divina palabra, las
verdades que vino a revelar a la tierra, y cuyo conocimiento ha esbozado ante
ellos durante los tres años que precedieron a su pasión. La palabra de Dios,
que también llamamos Revelación, es, con la gracia el más precioso don que el
cielo haya podido hacernos. Por la Palabra de Dios conocemos los misterios de
su divina esencia, el plan según el cual ha ordenado la creación, el fin
sobrenatural que ha preparado para los seres inteligentes y libres, las
consecuencias de la caída original, la obra de la reparación por la Encarnación
del Verbo, en fin, los medios por los cuales debemos honrarle y servirle y
lograr nuestro fin.
Dios, en el principio, hizo oír su palabra al hombre; más
tarde habló por los Profetas; pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, su
propio Hijo descendió sobre la tierra para completar la primera revelación.
Jesús no cesó de enseñar a los hombres durante tres años, y para hacer penetrar
su doctrina en sus espíritus, se puso, por decirlo así, a su nivel. Nada más
elevado, más divino, y al mismo tiempo, nada más familiar que su enseñanza;
para facilitar su inteligencia, hizo uso frecuentemente de ingeniosas y
sencillas parábolas en las cuales la imaginación ayudaba a comprenderlas a sus
oyentes. Sus apóstoles y sus discípulos, destinados a recibir la herencia de su
doctrina, fueron el objeto de una instrucción especial; pero hasta el
cumplimiento de los misterios de la muerte y de la resurrección de su Maestro,
no pudieron comprender gran cosa de lo que les decía.
Después de su resurrección, tomó de nuevo el trabajo de su
iniciación. Su espíritu captaba mejor su enseñanza; en esos días en que se la
da con todo el ascendiente de su victoria sobre la muerte, en que su
inteligencia se ha desarrollado a la luz de los acontecimientos sobrehumanos
que ellos vieron cumplirse. Si cuando la última cena podía decirles: "Ya
no os llamaré más mis siervos, sino mis amigos; pues todo lo que he aprendido
de mi Padre, os lo he manifestado." (S. Juan, XV, 15.) ¿Cómo debe
tratarlos hoy en que ha resumido ante sus ojos toda la suma de sus enseñanzas,
que están en plena posesión de su palabra, y no esperan más que la venida del
Espíritu Santo para confirmarla en su inteligencia y darles fuerza para
proclamarla ante el mundo entero?
LA FE. — Palabra divina, revelación sagrada, que nos inicias
en los secretos de Dios, que la razón no conoció nunca, nos inclinamos ante ti
con reconocimiento y sumisión. Das principio a una virtud "sin la cual el
hombre no podrá ser agradable a Dios" (Heb., XI, 6), a una virtud por la
cual comienza la obra de la salvación del hombre, y sin la que esta obra no
podría ni continuarse ni concluirse. La fe es esta virtud, la fe que somete a
la razón ante la divina Palabra; la fe que difunde más luz, desde el fondo de
sus gloriosas tinieblas, que todas las especulaciones de la razón rodeadas de
toda su evidencia. Esta virtud será el lazo íntimo de la nueva sociedad; para
hacerse miembro, será preciso comenzar por creer; para continuar siendo
miembro, será preciso no cesar un solo instante de creer. "El que
crea", nos dirá luego Jesús en el momento de subir al cielo, "el que
crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea será condenado." (S.
Marc., XVI, 16.) A fin de expresar esta necesidad de la fe, los miembros de la
nueva sociedad llevarán el bello nombre de "fieles" y se llamará
"infieles" a los que no tienen la dicha de creer.
Siendo la fe el primer lazo que une sobrenaturalmente al
hombre con Dios, lazo cuya ruptura entraña una separación completa, el que,
después de haber disfrutado de este lazo, tenga la desgracia de romperlo
rechazando la palabra divina para sustituirla por una doctrina contraria, habrá
cometido el mayor de los crímenes. Se le llamará "hereje", es decir,
"el que se separa"; y los fieles verán su ruina con terror. Aún
cuando su ruptura con la palabra revelada no tuviera lugar más que sobre un
solo artículo, cometería la más enorme blasfemia; porque o se separa de Dios
como de un ser impostor, o declara que su razón engañosa tan débil y tan
limitada, está por encima de la Verdad eterna e infinita.
EL RACIONALISMO.— La herejía se mostrará durante muchos
siglos, atacando y buscando alterar un dogma después de otro, pero en
vano. La revelación saldrá siempre más
pura y más luminosa de estos redoblados asaltos. Pero llegará un tiempo, y este
tiempo es el nuestro, en que la herejía no se ejercerá más sobre tal o cual
artículo de fe, conservando los otros. Aparecerán hombres que proclamarán la
independencia absoluta de la razón frente a toda revelación divina, declarada
imposible; y este sistema impío se intitulará con el nombre soberbio de
Racionalismo. Al decir de esos infieles, Jesucristo no existió, su Iglesia es
una escuela de rebajamiento de la dignidad humana, y una ilusión diez y nueve
siglos de civilización cristiana. Esos hombres que se dicen Filósofos quieren
dominar en la sociedad humana. Sus libelos la habrían aniquilado si Dios no la
hubiese ayudado, cumpliendo su promesa de no dejar perecer en el seno de la
humanidad la Palabra revelada de la que la dotó, ni la Iglesia depositarla de
esta divina Palabra hasta el último día.
EL NATURALISMO. — Otros, menos audaces, y no pudiendo cerrar
los ojos a los hechos tan evidentes de la historia de la humanidad que
atestiguan progreso tan visible, cuya fuente ha sido el cristianismo en el
mundo, rechazando por otra parte el someter su razón a misterios intimados de
lo alto, procuran de modo distinto borrar de este mundo el elemento de la fe.
Persiguiendo toda creencia revelada, todo prodigio destinado a certificar la
intervención divina, pretenden explicar por la marcha natural de los
acontecimientos, todos los hechos que dan testimonio de la presencia de Dios
aquí abajo. No insultan, desdeñan; según ellos, lo sobrenatural es inútil; se
toman, dicen, las apariencias por realidades; poco les importan la historia y
las leyes del sentido común. En nombre de su sistema que llaman Naturalismo,
niegan lo que no pueden explicar, declaran que diez y nueve siglos se han
engañado, y proclaman que el Creador no pudo violar las leyes de la naturaleza,
lo mismo que los racionalistas sostienen que no existe nada que esté por encima
de la razón.
¡Razón y Naturaleza!, débiles obstáculos para detener el
amor del Hijo de Dios que viene en ayuda del hombre. A la razón la endereza y
perfecciona por la fe; infringe las leyes de la Naturaleza, con su poder
soberano, a fin de que abramos los ojos, y que nuestra fe no sea temeraria,
sino apoyada en el testimonio divino que dan los milagros. Jesús resucitó
verdaderamente; exulten la razón y la naturaleza, pues viene a elevar y
santificar a ambas.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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