SACERDOCIO ETERNO DE CRISTO
EL REY-PONTÍFICE.
— El Señor de la gloria subió a los cielos y según el Apóstol, entró
como "nuestro precursor" (Hebr., VI, 20.); mas ¿cómo podrá el hombre seguirle hasta la
mansión de toda santidad, él, cuyo camino está sin cesar entorpecido por
el pecado, él, que tiene más necesidad de perdón que de gloria? Son
estas las consecuencias del misterio de la Ascensión cuyas riquezas no
podemos agotar por completo. Jesús no sube al cielo sólo para reinar
allí; debe residir allí además para ser nuestro intercesor, nuestro
Pontífice, encargado de obtener el perdón de nuestros pecados, y las
gracias que nos abrirán el camino para llegar hasta él. Se ofreció sobre
la cruz por víctima de nuestros pecados; la sangre divina, vertida de
sus miembros, formó desde entonces nuestro rescate superabundante; pero
el cielo permaneció cerrado a los redimidos hasta que él franqueó las
puertas y penetró en el interior del santuario donde debe ejercer por
siempre el cargo de Pontífice según el orden de Melquisidec. Hoy el
Sacerdocio del Calvario se transforma en sacerdocio de gloria. Jesús
entró "más allá del velo, de este velo que era aún su carne pasible y
mortal"; penetró en lo más íntimo de la presencia de su Padre y allí es
nuestro Pontífice para siempre.
ES EL CRISTO, consagrado con doble unción, en el momento en que su persona divina se unió a la naturaleza humana; es REY y PONTÍFICE.
Hemos aclamado su Realeza los días precedentes; hoy hemos de reconocer
su sacerdocio. Durante su paso por este mundo hemos vislumbrado algunos
rasgos de uno y otro, pero esta realeza y pontificado no deben
resplandecer con todo su esplendor más que el día de la Ascensión.
Sigamos, pues, al Emmanuel con mirada respetuosa y consideremos lo que
acaba de obrar en el cielo.
El Apóstol primeramente nos da la noción de
Pontífice en su epístola a los hebreos. El Pontífice, dice, es escogido
por Dios mismo con el fin de ofrecer dones y sacrificios por los
pecados; está cerca de Dios para favorecer a los hombres, de quienes es
embajador e intercesor (Hebr. V, 1). Tal es el ministerio de Jesús en el cielo desde
hoy. Pero si queremos penetrar mucho más en tan grande y profundo
misterio, es necesario servirnos de los símbolos que San Pablo ha tomado
de los libros sagrados, para hacernos comprender el papel de nuestro
Pontífice.
EL TEMPLO DE JERUSALÉN.
— Trasladémonos con el pensamiento al templo de Jerusalén. Atravesemos
un vasto recinto al descubierto rodeado de pórticos y en cuyo centro se
levanta el altar sobre el cual la sangre de las víctimas inmoladas corre
por numerosos canales, y que son consumidas según el rito de los
diversos sacrificios. Dirijámonos a continuación hacia un lugar más
augusto, un edificio cubierto que se eleva más allá del altar de los
holocaustos, que resplandece con toda clase de riquezas de Oriente.
Entremos con respeto; porque este lugar es santo y Dios mismo dio el
plano a Moisés de las obras maravillosas que le adornan y que sirven
todos para su gloria; el altar de los perfumes de donde exhala mañana y
tarde el humo del incienso; el candelero de siete brazos que ostenta con
complacencia azucenas y granadas; la mesa sobre la que están colocados
los panes de proposición, ofrenda de nuestra raza al que hace madurar
las mieses en la tierra. Pero no está aún puesta bajo estos artesonados
resplandecientes con el oro de Ofir la inefable majestad del Señor.
Contemplad al fondo del edificio ese velo de
tejido precioso bordado ricamente de imágenes de Querubines, que
desciende hasta la tierra. Allá tras del velo, el Dios de Abrahán, de
Isaac y de Jacob, hace notar su presencia; ahí reposa el arca de alianza
sobre la que dos Querubines de oro extienden misteriosamente sus alas.
Este recinto sagrado e inaccesible se llama el Santo de los Santos;
ningún hombre podía, sin morir, levantar este velo, dirigir una mirada
temeraria a este asilo terrible y entrar allí donde el Dios de los
ejércitos se digna habitar.
El hombre es, pues, desterrado de la mansión
donde habita Dios. La santidad divina le excluye de su presencia como
indigno. Creado para ver a Dios, para ser eternamente feliz con la vista
de Dios, el hombre, a causa de su pecado, es condenado a no verle. Un
velo le quita la vista de Aquel que es su fin y el obstáculo de este
velo es para él infranqueable. Esta es la severa lección que nos da el
símbolo del antiguo templo. No obstante media una promesa consoladora.
Este velo se levantará un día y dejará paso al hombre; mas con una
condición que vamos a conocer continuando los símbolos del antiguo
templo. Entre todos los mortales excluidos del Santo de los Santos, hay
uno a quien le está concedido entrar más allá del velo una vez al año.
Es el Pontífice. Pero si entrase este día en el temible recinto sin
llevar entre sus manos el vaso lleno de sangre de dos víctimas que ha
inmolado antes por los propios pecados y por los de su pueblo, será
exterminado; si, al contrario, cumple fielmente la orden del Señor será
protegido por la sangre que lleva y será admitido en este único día para
interceder por sí mismo y por todo Israel.
¡Qué bellas y enérgicas son estas figuras de la
antigua alianza!, ¡pero cuánto más bella y vigorosa es su realización
en el misterio de la Ascensión de nuestro Libertador! Estaba aún en el
período de las humillaciones voluntarias y su potestad se hacía sentir
ya hasta en este retiro sagrado del templo. Su último suspiro en la cruz
había desgarrado de arriba a abajo el velo del Santo de los Santos,
para anunciar que pronto el acceso a Dios iba a ser abierto a los
hombres como antes del pecado. Pero quedaba por conseguir la victoria
sobre la muerte por la resurrección; quedaba aún el período de cuarenta
días que nuestro Pontífice debe emplear en organizar el verdadero
sacerdocio que se ejercerá en la tierra hasta la consumación de los
siglos, en unión con el que va a desempeñar en el cielo.
EL SANTUARIO CELESTE.
— Hoy, todos los plazos se han cumplido, los testigos de la
resurrección lo han comprobado, los dogmas de la fe están revelados en
su conjunto, la Iglesia está constituida, los Sacramentos declarados; es
tiempo de que nuestro Pontífice penetre en el Santo de los Santos y
lleve consigo a sus elegidos. Sigámosle con los ojos de nuestra fe. A su
acceso, el velo bajado desde tantos siglos se levanta y le deja paso.
Jesús ¿no ha ofrecido como Pontífice de la antigua ley, el sacrificio
previo, el sacrificio no ya figurativo sino real por la efusión de su
propia sangre? Llegado a la presencia de la Majestad divina para ejercer
allí su poderosa intercesión, ¿qué otra cosa ha de hacer que presentar a
su Padre, en nuestro favor, esas llagas que recibió pocos días ha y por
las que se derramó la sangre que satisfacía completamente las
exigencias de la Suprema Justicia? ¿Y por qué ha tenido empeño en
conservar los estigmas de su pasión, sino para servirse de ellas como
Pontífice nuestro, para desarmar el enojo celeste provocado sin cesar
por los pecados del mundo? Escuchemos al Apóstol San Juan: "Hijitos
míos, os escribo esto para que no pequéis; mas si alguno pecase, tenemos
por intercesor a Jesucristo que es justo" (S. Juan, II, 1). Así, pues, tras del velo
donde entra hoy, Jesús trata con su Padre de nuestros intereses, da el
último toque a los méritos de su sacrificio, es un Pontífice eterno, a
cuya intercesión nada resiste.
San Juan, que vio el cielo abierto, nos
descubre de un modo expresivo la doble cualidad de nuestro divino Jefe,
víctima y rey al mismo tiempo, sacrificado y con todo eso inmortal. Nos
muestra el trono de la eterna Majestad rodeado de los 24 ancianos
sentados y de los cuatro animales simbólicos, en frente los siete
espíritus radiantes de fortaleza y belleza; pero el profeta no se
detiene allí. Lleva nuestras miradas, hasta el trono mismo de Dios, y
advertimos de pie en medio de este trono un cordero, pero un cordero
"como inmolado", y no obstante eso, revestido de los atributos de
fortaleza y potestad" (Apoc., IV, 5.). ¿Quién se atrevería a explicar estas imágenes si
el misterio de hoy no nos diese la clave? ¡Mas con su luz, con qué
facilidad se aclara todo! En las descripciones que nos revela el Apóstol
reconocemos a Jesús, Verbo eterno y como Verbo eterno sentado en el
trono de su Padre consubstancial a él. Pero al mismo tiempo es el
Cordero; porque tomó nuestra carne, para ser inmolado por nosotros como
víctima; y este carácter de víctima permanece en él por siempre. Hele
aquí en su majestad de Hijo de Dios: pero al mismo tiempo aparece como
inmolado. Las cicatrices de sus llagas permanecen para siempre visibles;
es el mismo cordero del Calvario que consuma eternamente en la gloria
la inmolación que realizó dolorosamente en la cruz.
Tales son las maravillas que los ojos de los Ángeles contemplan "en el interior del velo" (Hebr., VI, 19.) y que nuestros ojos verán
también cuando hayamos franqueado el velo. No estamos destinados a
quedar fuera, como el pueblo judío que veía desaparecer una vez al año a
su Pontífice tras la cortina que cerraba el acceso al Santo de los
Santos. He aquí lo que el Apóstol dice "Jesús nuestro precursor,
Pontífice para siempre, entró por nosotros en el santuario" (Ibid., 20.); ¡entró por
nosotros! ¿Qué otra cosa dice, sino que nos precede allí y que le
seguiremos después? Es justo que entre el primero, pero entra como
precursor. Desde hoy no está ya sólo en el interior del velo; la
multitud.de elegidos que sube tras él, entró a continuación y apartir de
este momento el número de estos se acrecienta (de hora en hora) por
momentos. No somos más que pobres pecadores, y el Apóstol dice que
"estamos salvos por la esperanza" (Rom., VIII, 24); y nuestra esperanza se cifra en el
deseo de penetrar un día en el Santo de los Santos. Entonces repetiremos
con los ángeles, los veinticuatro ancianos y millones de seres
glorificados esta aclamación: "¡Al cordero que fue inmolado, potestad y
divinidad, sabiduría y fortaleza, honor, gloria y bendición, por los
siglos de los siglos! Amén" (Apoc., V, 12).
Año Litúrgico de Guéranger
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