LA VOCACIÓN DE LOS ÁNGELES Y DE LOS HOMBRES
He aquí que hemos llegado, por decirlo así, al
punto culminante de la obra divina que sólo hoy aparece verdaderamente
completa. Todos los días, en el santo Sacrificio, después de las
palabras de la consagración, dirigiéndose la Iglesia a la majestad del
Padre, expresa así el motivo de su confianza: "Teniendo pues presentes
en el pensamiento, nosotros tus siervos y tu pueblo santo, la
bienaventurada Pasión del mismo Cristo, tu Hijo y Señor nuestro, su
Resurrección y también su gloriosa Ascensión a los cielos, te ofrecemos
esta hostia pura, santa e inmaculada." No basta, pues, que el hombre se
apoye en los méritos de la Pasión del Redentor que ha borrado nuestras
iniquidades con su sangre; no le basta unirse al recuerdo de la
Resurrección que ha dado a este divino Libertador la victoria sobre la
muerte; el hombre no es salvado, ni restablecido, sino por la unión de
estos dos misterios con un tercero, con el misterio de la triunfante
Ascensión del que ha muerto y resucitado. Jesús, durante los cuarenta
días de su vida gloriosa sobre la tierra, sigue siendo un ¡desterrado. Y
nosotros también permanecemos desterrados como él, hasta que la puerta
del cielo, cerrada por el pecado de Adán, se vuelva a abrir para él y
para nosotros.
En su inefable bondad, Dios no había llamado al
hombre solamente a reinar sobre todos los seres que cubren la tierra;
no le había destinado sólo a conocer la verdad en proporción a las
necesidades de su naturaleza, a realizar el bien según las fuerzas de su
vida moral, a rendir un lejano homenaje a su creador. Por un designio
de su omnipotencia unida a su amor, Dios le había asignado un fin sobre
su propia naturaleza. Inferior al Ángel y realizando en su ser la unión
del espíritu y de la materia, el hombre estaba llamado al mismo fin que
el Ángel. El cielo debía recibir al uno y al otro; uno y otro estaban
llamados a encontrar eternamente su felicidad en la visión de Dios cara a
cara, en la posesión íntima del soberano bien.
La gracia, socorro divino y misterioso, debía
hacerles aptos para el fin sublime que los había preparado gratuitamente
la bondad de su creador. Tal era el pensamiento en el cual se había
complacido Dios desde la eternidad: elevar hasta sí a estos hijos de la
nada y verter sobre ellos, según la medida de su ser engrandecido, los
torrentes de su amor y de su luz.
Ya sabemos qué catástrofe apartó a algunos de
los Ángeles en el camino de la bienaventuranza suprema. En el momento de
la prueba que debía decidir la admisión de cada uno de ellos a la dicha
sin fin se oyó un grito de rebelión. En todos los coros angélicos hubo
rebeldes, espíritus que se negaron a rebajarse ante el mandato divino;
pero su caída sólo les dañó a ellos mismos, y los espíritus fieles
admitidos en recompensa a la visión y a la posesión del soberano bien,
comenzaron su eterna felicidad. Dios se dignó admitir seres creados a
gozar de su propia felicidad y los nuevos coros glorificados se
dilataron bajo su eterna mirada.
Creado más tarde, el hombre cayó también y su
pecado rompió el lazo que le unía a Dios. La raza humana estaba
representada entonces por un solo hombre y una sola mujer: todo se
había, pues, hundido a la vez. Después de la falta, el cielo quedaba
cerrado para siempre a nuestra raza; pues en su caída, Adán y Eva habían
arrastrado a su posteridad, a la cual no podían transmitir un derecho
que habían perdido. En lugar de este paso agradable por la tierra, al
cual debía poner fin una dichosa ascensión hacia la morada eterna de la
gloria, no nos quedaba más que una corta vida llena de dolores y, como
perspectiva, la tumba donde nuestra carne salida del polvo, se vería
reducida a polvo. En cuanto a nuestra alma, creada para la dicha
sobrenatural a la cual no podía aspirar hubiera sido como para verse
frustrada eternamente. El hombre había preferido la tierra; la habitaría
durante algunos años, después de los cuales la dejaría a otros que
desaparecerían igualmente hasta que Dios quisiese acabar con esta obra.
LA REDENCIÓN. —
Así habíamos nosotros merecido ser tratados; pero no fue tal, sin
embargo, el fin de nuestra creación. A pesar del odio que Dios tiene al
pecado, había destinado al hombre a gozar de los tesoros de su gloria, y
no quiso derogar los designios de su sabiduría y de su bondad. No, la
tierra no será un lugar en que el hombre nacerá para extinguirse al
punto. Cuando haya llegado la plenitud de los tiempos, un hombre
aparecerá aquí abajo, mas no el primero de una nueva creación, sino un
hombre como nosotros, de nuestra raza, "nacido de mujer", como dice el
Apóstol. Así, este hombre celeste y terrestre a la vez se asociará a
nuestra desgracia; como nosotros, pasará por la muerte, y la tierra le
guardará tres días en su seno. Pero se verá forzada a entregarle y,
vivo, aparecerá ante los ojos deslumhrados de los otros hombres.
Nosotros lo hemos visto y al sentir en nosotros mismos una "sentencia de
muerte", nos alegramos de ver la carne de nuestra carne, la sangre de
nuestra sangre obtener una tan hermosa victoria.
Así, pues, las intenciones divinas no serán del
todo frustradas. He aquí que la tierra presenta al Creador un segundo
Adán que, habiendo vencido la muerte, no puede detenerse más aquí abajo.
Es preciso que suba; y si la puerta del cielo está cerrada, es preciso
que se abra para él. "Príncipes, levantad vuestras puertas; puertas
eternas, levantaos, y el Rey de la gloria entrará". ¡Oh, si se dignase
llevarnos tras Él! pues es nuestro hermano, y sabemos que sus "delicias
fueron estar con los hijos de los hombres" Pero que suba, que su
Ascensión sea desde hoy. Es la más pura sangre de nuestra raza, el hijo
de una madre sin mancha que va a representarnos a todos en esta dichosa
mansión que debemos habitar, la tierra le envía no es ya estéril desde
el momento que le produjo; pues ha fructificado al fin para el cielo.
¿No parece que un rayo de luz ha descendido hasta el fondo de este valle
de lágrimas, cuando las puertas del cielo se han levantado para abrirle
paso? "Elévate, pues, oh Señor de los hombres, ¡levántate en tu poder, y
nosotros sobre la tierra, cantaremos las grandezas de tu triunfo!'".
Padre de los siglos, recibid a este dichoso hermano que vuestros
desgraciados hijos os envían.
A pesar de lo maldita que parecía ser, "la
tierra ha dado su fruto". Oh, si nos fuese permitido ver en él las
primicias de una cosecha más abundante digna de tu majestad, entonces
nos atreveríamos a pensar que ese día es aquel en que entras en posesión
de tu obra primitiva.
Año Litúrgico de Guéranger
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