LA EXTREMA-UNCIÓN. —-
Jesús ha provisto en los cuatro primeros Sacramentos a las diversas
necesidades espirituales del hombre durante su vida. El Bautismo es el
nacimiento del fiel, la Confirmación le arma para el combate, la
Eucaristía es su alimento, la Penitencia su remedio; pero el último
momento de la vida, el más grave y el más transcendental de todos, aquel
que decide la eternidad para cada uno de nosotros ¿no se diría que
exige un socorro sacramental de un género nuevo? El paso de esta
existencia a aquella que la va a seguir, esta hora de angustias y de
esperanzas, ¿nos motivará a lamentar que el Redentor no pensó en
asistirles con su protección por la institución de un rito destinado a
producir el socorro especial que necesita el moribundo en este momento
de necesidad extrema? Jesús todo lo ha provisto, y la gracia de la
Redención revistió una nueva forma para visitarnos y fortificarnos en
esta última crisis.
Antes de su Pasión mostró un índice de lo que meditaba para el futuro.
Al enviar a sus discípulos delante de Él para
preparar a los pueblos a su predicación, les recomendó ungiesen a los
enfermos con óleo; y los discípulos, fieles a la orden de su Maestro,
mandaban a los enfermos después de emplear este remedio misterioso,
levantarse de sus lechos, curados y consolados. Pero cuando, después de
su Resurrección, nuestro divino Redentor se ocupa de dotar a su
Iglesia, entonces, para aligerar, los dolores futuros de esta madre
común, asegura a sus hijos moribundos la dulce consolación del
Sacramento establecido únicamente para ellos.
El aceite es el símbolo de la fuerza; el atleta
que quería luchar en la arena se daba masajes en sus miembros para
hacerles más ágiles y flexibles. Por esta razón Jesús lo escogió como
elemento sacramental, cuando quiere asegurar a nuestra alma regenerada
por el bautismo el vigor que necesita en la lucha por la salud. La hora
de la muerte es también un combate y este combate es el más temible de
todos. En este momento Satanás, al vérsele escapar la presa codiciada
durante toda una vida, redobla los esfuerzos para arrebatarla. El hombre
al borde de los abismos de la eternidad, está rodeado de continuo por
los ataques de una confianza presuntuosa y de un desaliento contra la
esperanza. Dentro de algunos instantes se va a encontrar a los pies del
juez cuya sentencia es inapelable, y las secuelas del pecado retienen
todavía los movimientos de su alma. ¿Cuál será su fuerza en esta última
lucha que va a decidir del éxito final de todas las que la han precedido
en la vida? ¿No es tiempo de que Jesús venga en su socorro con un
Sacramento que pueda comunicar a su atleta fuerzas iguales al trance? El
viene, y su mano ha preparado el óleo de la última Unción, no menos
poderosa que el de la primera; aplicación suprema de la sangre redentora
"que corre tan abundantemente con este precioso líquido".
EFECTOS DEL SACRAMENTO.
— Y ved los efectos de esta unción que el Apóstol Santiago, instruido
por el mismo Salvador, nos describe en su Epístola. Es "la remisión
misma de los pecados"; de esos pecados que la conciencia, aún la
delicada, no habla considerado y que con todo pesan sobre el alma; de
esas secuelas del pecado perdonado en cuanto a la culpa, pero cuyas
cicatrices no están enteramente cerradas y ejercían aún una influencia
maligna. El óleo santo va recorriendo misericordiosamente cada uno de
los sentidos, que a su vez se proclaman pecadores y reciben a sí
sucesivamente para purificación que les conviene. Estas puertas abiertas
tan peligrosamente por el lado del mundo se cierran una tras otra, y el
alma se vuelve con plena atención hacia la eternidad. Ahora viene el
enemigo; sus ataques no arrebatarán la presa. Contaba con un adversario
plenamente terrestre, herido ya en cien combates, y se encuentra con un
atleta del Señor lleno de vigor y preparado para la defensa. El divino
Sacramento ha obrado esta transformación.
Pero es tal la amplitud de los efectos de esta
unción sacramental, que habiendo sido instituida principalmente para la
renovación de las fuerzas del alma, ha recibido también la virtud de
restablecer las fuerzas del cuerpo y de devolver la salud a los
enfermos. Esto es lo que nos enseña el mismo Apóstol Santiago. "El Señor
—nos dice—dará el alivio al enfermo, que encontrará su curación en la
eficacia de la oración de la fe." La fórmula que acompaña cada unción en
este Sacramento tiene, pues, la virtud de restaurar las fuerzas físicas
del hombre, al mismo tiempo que destruye los restos del pecado,
principal causa de las miserias del hombre tanto en su cuerpo como en su
alma. Tal es el sentido de las palabras de Santiago interpretadas por
la Iglesia; y la experiencia nos demuestra también con bastante
frecuencia que el divino Autor de este Sacramento no ha olvidado la
doble promesa con que se ha dignado enriquecer este rito. Por eso en
esta confianza, el sacerdote, después de haber hecho las unciones sobre
los miembros del enfermo, se dirige después a Dios, para pedir le
devuelva las fuerzas corporales a aquel cuya alma acaba de experimentar
el poder del celestial remedio; y la Santa Iglesia considera de tal modo
fundado sobre la palabra de Cristo el efecto sacramental de la
Extrema-Unción, en cuanto al alivio del cuerpo, que no cuenta entre los
milagros propiamente dichos las curaciones obradas por este Sacramento.
Ofrezcamos, pues, al vencedor de la muerte el
homenaje de nuestro reconocimiento ante este nuevo beneficio de su
compasión para sus hermanos. El se ha dignado pasar por todas nuestras
miserias; ni de la misma muerte—como hemos visto—se ha exceptuado, y las
angustias de la agonía no se las ha perdonado. Cuando sobre el árbol de
la cruz era presa de todas las angustias del pecador moribundo—aunque
fuese la misma santidad—se dignó pensar en el último combate, y en su
bondad dirigió sobre los cristianos agonizantes su sangre preciosa. Este
es el origen del Sacramento de la Extrema-Unción que promulga en estos
días y por el cual le presentamos hoy nuestras humildes acciones de
gracias.
Año Litúrgico de Guéranger
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