PRESENCIA DE JESÚS EN SU IGLESIA.
— Los Apóstoles han recibido su misión, el soberano Maestro les
dio la orden de repartirse las provincias de la tierra, y de predicar
por todo el mundo el "Evangelio", es decir, la "buena-nueva", la nueva
de salvación para los hombres adquirida por el Hijo de Dios encarnado,
crucificado y resucitado de entre los muertos. ¿Pero cuál será el punto
de apoyo de esos humildes judíos transformados de repente en
conquistadores a cuya vista se presenta el mundo entero? Ese punto de
apoyo es la promesa solemne que les hace en estos días, cuando después
de haberles dicho: "Id, enseñad a todas las naciones", añade: "He aquí
que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos." (S. Matth.,
XXVIII, 20.) Así, se compromete a no dejarles nunca, a presidirles y a
conducirles siempre. No le verán más en esta vida; pero saben que
continuará en medio de ellos.
Pero los Apóstoles con los que Cristo se ha
comprometido a residir, a quienes él preservará de toda caída y de todo
error en la enseñanza de su doctrina, los Apóstoles no son inmortales.
Se les verá sucesivamente dar testimonio de su Maestro con su sangre, y
desaparecer de este mundo. ¿Estamos, pues, condenados a la
incertidumbre, a las tinieblas, que son patrimonio de aquellos sobre los
que cesó de derramar sus rayos la luz?
Tranquilicémonos con la palabra de Jesús. No ha
dicho a sus Apóstoles: "He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin
de vuestra vida"; ha dicho: "hasta la consumación de los siglos".
Aquellos a quienes hablaba en este momento debían, pues vivir tanto como
el mundo. Que es como decir que los Apóstoles debían tener sucesores,
en los cuales se perpetuarían sus derechos, sucesores a los que Jesús no
cesaría de asistir con su presencia y de sostener con su poder. Debería
de ser imperecedera la obra que Dios, en su amor a los hombres, había
erigido con el precio de su sangre. Jesús, con su presencia entre sus
Apóstoles, preservaba su enseñanza de todo error; con su presencia
dirigirá también hasta el fin la enseñanza de sus sucesores.
LA INFALIBILIDAD.—
¡Oh don precioso e imperecedero el de la infalibilidad en la Iglesia!
Don sin el cual no habría surtido efecto la misión del Hijo de Dios. Don
por el que la fe, este elemento esencial de la salvación humana se
conserva sobre la tierra. Si, ya tenemos la promesa; y los efectos de
esta promesa son visibles, aún a los ojos de los que no tienen la dicha
de creer. ¿Quién de buena fe, no podrá reconocer la mano divina en la
perpetuidad del símbolo católico en este mundo en que todo cambia, en
que nada ha podido permanecer estable? ¿Es natural que una sociedad que
tiene por lazo de unión la unidad en los pensamientos atraviese los
siglos, sin perder nada y sin tomar nada de lo que la rodea? ¿Que haya
estado sucesivamente expuesta a mil sectas nacidas de su seno, y que
haya triunfado de todas, sobrevivido a todas, gloriándose de proclamar
el último día de mundo los mismos dogmas que profesaba el día que salió
de las manos de su divino iniciador? ¿No es un prodigio inaudito el que
centenares de millones de hombres, diferentes en origen, costumbres, e
instituciones, frecuentemente hostiles los unos a los otros, se uniesen
en igual sumisión a una misma autoridad, que con sola su palabra
gobierna su razón en las cosas de fe?
¡Qué grande es la fidelidad a tus promesas oh
Jesús! ¿Quién no sentirá tu presencia en medio de la Iglesia, dominando
los elementos contrarios, y haciéndose sentir por este imperio
irresistible y dulce que contiene al orgullo y a la movilidad de nuestro
espíritu bajo tu amado yugo? ¡Y son hombres, hombres como nosotros, que
regulan y gobiernan nuestra fe! Ved al sucesor de Pedro, infalible en
lo tocante a la fe, y cuya palabra soberana recorre el mundo entero,
unificando los pensamientos y sentimientos, disipando las dudas y
apaciguando las controversias. Ved el cuerpo venerado del Episcopado
unido a su Jefe, y recibiendo de esta unión una fuerza invencible en la
proclamación de una misma verdad en todas las regiones del mundo. Sí,
así es: los hombres se han hecho infalibles, porque Jesús está con ellos
y en ellos. En cuanto a lo demás, serán hombres semejantes a los otros,
pero la cátedra sobre la que se sientan está sostenida por el brazo
mismo de Dios y es la cátedra de la verdad sobre la tierra.
¡Oh triunfo de nuestra fe, nacida en el milagro
que impera sobre la naturaleza, y dirigida, iluminada, conservada por
este otro milagro que desafía todas las experiencias de la sabiduría
humana! ¡Qué de maravillas obró nuestro Maestro resucitado en el curso
de aquellos cuarenta días que se digna darnos ahora! Hasta entonces lo
había preparado; ahora lo consuma. ¡Alabanza, acción de gracias a su
divina solicitud por sus ovejas! Si exigió de ellas la fe, como primer
homenaje a su sumisión, podemos decir que hizo el sacrificio tan
atrayente a la rectitud de su corazón como meritorio a su humilde razón.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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