LA TEOLOGÍA MARIANA. —
El Sábado evoca el grato y querido recuerdo de María. El sábado último
al finalizar la semana consagrada a meditar sobre el establecimiento de
la Iglesia por el Salvador resucitado, hemos contemplado las relaciones
que unen los destinos de la Esposa de Cristo y los de María. Durante la
semana que termina hoy, hemos considerado a Nuestro Señor Jesucristo
confiando a sus apóstoles el depósito de su doctrina, objeto de nuestra
fe; rindamos homenaje particular a los dogmas que los revela sobre las
grandezas y el ministerio de aquella que escogió para ser su Madre y la
Madre del género humano.
La Santa Iglesia enseña a sus hijos muchas
verdades referentes a María; y estas verdades son objeto de nuestra fe,
por el mismo título que las otras que se contienen en el Símbolo. Por
tanto, no pueden ser objeto de fe sino por cuanto fueron reveladas por
boca misma de Cristo. La Iglesia de nuestros días las ha recibido de la
Iglesia de los primeros siglos, y aquella de los Apóstoles a quienes se
las confió su Maestro. No ha habido revelación nueva después de la
Ascensión del Redentor; la manifestación de todos los dogmas trasmitidos
a la Iglesia y promulgados por ella se remonta, pues, a las enseñanzas
de Jesús, a sus Apóstoles; y por esta razón nosotros les tributamos la
adhesión de nuestra fe teologal adhesión reservada a las verdades
directamente reveladas por Dios en la tierra.
¡Es emocionante el afecto del Hijo de Dios para
con su Madre, cuando su palabra, después de haber manifestado a los
Apóstoles los secretos de la esencia divina, la Trinidad en la unidad,
la generación eterna del Verbo en el seno del Padre, la eterna procesión
del Espíritu Santo producido por el Padre y el Hijo, la unión de dos
naturalezas en una sola persona en el Verbo encarnado, la redención del
mundo por la sangre divina, la gracia que repara al hombre caído y le
eleva al estado sobrenatural; cuando esta palabra reveladora—decimos—se
emplea para hacer resaltar las prerrogativas de una simple creatura,
cuyas grandezas deben ser aceptadas por nuestra razón sumisa, por el
mismo título que los dogmas que nos revelan la naturaleza misma de Dios!
Jesús sabiduría del Padre, vencedor de la muerte, nos ha revelado la
dignidad de María por la misma boca que nos manifestaba quién era él
mismo; nosotros creemos lo uno y lo otro con una misma fe, porque Él lo
ha dicho.
Así Jesús dice a sus Apóstoles, quienes lo han
confiado a la Iglesia, bajo la custodia del Espíritu Santo: "María, mi
Madre, desciende de Adán y de Eva, según la carne; pero la mancha
original no la ha mancillado. El decreto, en virtud del cual toda
criatura humana es concebida en el pecado, ha sufrido por ella una
excepción. Desde el primer instante de su concepción fue llena de
gracia. Jeremías y Juan Bautista fueron santificados en el seno de sus
madres; María ha sido inmaculada desde el primer momento de su
existencia."
Jesús ha dicho también a sus Apóstoles, con
orden de repetirlo a su Iglesia: "María es verdaderamente Madre de Dios,
y debe ser honrada con esta prerrogativa por toda criatura; porque ella
me ha concebido verdaderamente y dado a luz en mi naturaleza humana,
que no forma más que una sola persona con mi naturaleza divina."
Jesús ha dicho también a sus Apóstoles, con
orden de trasmitirlo a su Iglesia: "María, mi Madre, me ha concebido sin
dejar de ser virgen, y me ha dado a luz sin que su virginidad haya
sufrido ningún detrimento."
De este modo, la Concepción inmaculada de María
que es la preparación de su destino sublime, su divina Maternidad que
constituye en ella el fin divino, su perpetua virginidad, que la
comunica un inefable esplendor: estos tres dogmas inseparables, objeto
de nuestra fe, fueron directamente manifestados por Jesucristo a sus
Apóstoles; y la Santa Iglesia no ha hecho sino repetirlos después de
ellos, que los repitieron después de su divino Maestro.
Pero el Salvador ¿no ha manifestado también
otras prerrogativas de su augusta Madre, prerrogativas que son la
consecuencia de los tres dones magníficos que acabamos de enumerar?
Pidamos a la Iglesia lo que ella cree a este respecto, lo que ella
enseña por su doctrina y por su práctica, tan infalible como su
doctrina. Todo lo que se desenvuelve en ella bajo la acción del Espíritu
Santo tiene por germen la palabra divina pronunciada en los principios.
Por tanto, no debemos dudar que el Redentor haya revelado a los
Apóstoles su deseo de elevar a los honores de Reina de toda la creación,
de Mediadora de los hombres, de dispensadora de la gracia, de
cooperadora de la salvación, a aquella a quien los tres dones
incomunicables la subliman tanto sobre todo lo que la potencia divina ha
creado. Sin duda ninguna todas estas magnificencias fueron conocidas
por los Apóstoles; ellas fueron objeto de su admiración y de su amor; y
nosotros puestos en posesión de estos mismos tesoros de verdad y de
consolación por la Santa Iglesia, nos deleitamos después de ellos. El
hijo de María no debía subir a la diestra de su Padre antes de haber
proclamado al mundo las grandezas de aquella que había escogido por
Madre y que amaba como hijo y como Dios.
¡Cuáles serían, oh María, los sentimientos de
tu incomparable humildad, cuando Jesús manifestó tus excelencias a estos
hombres mortales cuya veneración te rodeaba, pero que sólo un Dios
podía iniciar en las maravillas de tu persona y de tu misión! "¡Oh
Ciudad de Dios, qué cosas tan admirables fueron referidas de ti!'" Si en
otro tiempo, cuando un Ángel te saludó "llena de gracia y bendita entre
todas las mujeres", tu modestia se inmutó con tales elogios; ¿con qué
turbación no recibirás hoy los homenajes de los Apóstoles inclinándose
ante tu dignidad de Madre de Dios, siempre Virgen, inmaculada en tu
Concepción? Pero sería en vano, oh María que quisieses rehusar los
honores que te son debidos, y que tú rechazas en lo más profundo de tu
humildad. Debe cumplirse el oráculo que tus labios inspirados
pronunciaron en otro tiempo en la casa de Zacarías. Si el Señor ha
contemplado en ti "la bajeza de su sierva", es también necesario que
"todas las generaciones te proclamen bienaventurada". Ha llegado el
momento; dentro de algún tiempo la predicación evangélica comenzará su
curso. Tu nombre, tu misterio y tus grandezas forman parte esencial del
Símbolo que debe ser llevado por todo el mundo. Durante mucho tiempo tu
gloria ha permanecido oculta por el misterio; Jesús quiere que esta nube
se disipe, y que aparezcas a los ojos de los pueblos como la Madre de
Dios, que queriendo salvar la obra de sus manos, no ha desdeñado venir a
tomar ser humano en tu seno. Déjanos, oh dulce Madre nuestra, augusta
Reina nuestra, unirnos cordialmente a los primeros homenajes que te
rinde el colegio apostólico, cuando Jesús le reveló tus grandezas.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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