EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA.
— La misericordia del Redentor ha dado origen al cuarto de los
Sacramentos, cuyas maravillas vamos a contemplar hoy. Jesús conocía la
debilidad del hombre: sabía que en la mayor parte, la gracia recibida en
el Bautismo no se conservaría y que el pecado vendría con mucha
frecuencia a tronchar esta planta que el rocío del cielo había
alimentado, y que después de su crecimiento y de su floración, debía ser
trasplantada a los jardines de la eternidad. ¿No habría ya esperanzas
de que reviviese esta flor antes tan delicada, ahora marchita como la
hierba del campo que ha caído bajo la guadaña? Solamente aquel que la
produjo puede tornarla a la vida. ¡Oh prodigio de bondad!, así se ha
dignado hacerlo. Más celoso de la salvación del pecador que de la propia
gloria ha preparado—como dicen los Padres— una segunda tabla para el
segundo naufragio. El Bautismo había sido la primera después del primer
naufragio; pero el pecado mortal sumergió de nuevo al alma en el abismo.
En adelante, vuelta a caer en poder de su enemigo, gime bajo las
ligaduras que se siente incapaz de romper y estas ligaduras la encadenan
para la eternidad.
En los días de su vida mortal, Jesús, que había
venido "no para juzgar al mundo sino para salvarle", anunció en su
compasión por las almas que venía a rescatar, que estos lazos trenzados
por la ingratitud del pecador, cederían ante un poder que Él se dignaría
establecer un día. Hablando a sus Apóstoles les declaró "que todo lo
que ellos hubieren desligado sobre la tierra sería al mismo tiempo
desligado en el cielo". Después de estas palabras tan solemnes, Jesús
ofreció su sacrificio sobre la cruz; su sangre de valor infinito corrió
para la expiación sobreabundante de los pecados del mundo. Redentor como
este no puede olvidar la promesa que hizo. Al contrario, nada le llega
tan al corazón como su cumplimiento; porque Él conocía los peligros que
corría nuestra salvación. La misma tarde de su Resurrección, se aparecía
a sus Apóstoles y en las primeras palabras que les dirige se apresura a
manifestar la promesa que hizo antes. Se siente en Él como una
misericordiosa impaciencia por no dejar al hombre por más tiempo en
estos lazos humillantes en que se vió atado. A penas ha derramado en sus
almas el Espíritu Santo alentando sobre ellos, cuando inmediatamente
añade: "Aquellos a quienes perdonéis los pecados, les son perdonados". Y
observad aquí con toda la Iglesia, la energía de estas palabras: "les
son perdonados". Jesús no dice: "les serán perdonados". No es ya la
promesa, es el don mismo. Los Apóstoles no han hecho todavía uso del
poder que Jesús les confiere, y ya todas las sentencias de absolución
que ellos y sus sucesores en este noble ministerio den hasta el fin de
los siglos, son confirmadas en el cielo.
¡Glorifiquemos, pues, a Jesús Resucitado que se
ha dignado abajar todas las barreras de su justicia, para dejar paso
libre a su misericordia! Que toda criatura humana cante en su honor este
bello cántico en que David entreviendo las maravillas que debían
aparecer en la plenitud de los tiempos celebraba esta Remisión de los
pecados, de la que los Apóstoles debían hacer uno de los artículos de su
Símbolo: "Alma mía bendice al Señor; y todo lo que hay en mí bendiga su
santo nombre; porque Él es quien perdona todos tus pecados; quien cura
todas tus dolencias y quien te rescata de la muerte."
"Como el águila recobrarás tu primera juventud;
porque el Señor es misericordioso hasta el summum y su ira no es eterna
contra nosotros. No quiso tratarnos conforme a nuestros pecados, y
ahora nuestras iniquidades están lejos de nosotros como el oriente del
ocaso."
"Como un padre se compadece de sus hijos, así el Señor tiene piedad de aquellos que le temen; porque conoce la arcilla
de que fuimos formados. Sabe que no somos más que polvo, que la vida
del hombre tiene la duración de la hierba del campo. Sabe que el hálito
que nos anima pasa en un momento y poco tiempo después, ya no se
encuentra vestigio del hombre aquí abajo. Mas la misericordia del Señor
está en relación con su eternidad; y hasta el fin se digna ofrecerla a
aquellos que le temen. Bendice, pues, al Señor, oh alma mía!'".
Pero nosotros, hijos de las promesas, conocemos
aún mejor que David la extensión de las misericordias del Señor. Jesús
no se contentó con decirnos que el pecador que recurre con humilde
arrepentimiento a la divina Majestad en lo más alto de los cielos podrá
obtener su perdón; ya que no siendo posible la respuesta de
misericordia, con mucha frecuencia una ansiedad terrible vendría a
dificultar nuestra esperanza, encargó a los hombres tratar con nosotros
en su nombre. "Para que toda criatura sepa que el Hijo del hombre tiene
el poder de perdonar los pecados sobre la tierra" dió poder a sus
delegados de pronunciar sobre nosotros una sentencia de absolución que
nuestros mismos oídos podrían oír y que llevaría hasta el fondo de
nuestras almas arrepentidas la dulce confianza del perdón.
¡Oh Sacramento inefable por la virtud del cual
el cielo—que sin él hubiera quedado casi desierto—es poblado de
innumerables elegidos, "que cantarán eternamente las misericordias del
Señor"! ¡Oh poder irresistible de las palabras de la absolución que
toman su fuerza infinita de la sangre de la Redención, y arrastran en
pos de ella todas las iniquidades que van a perderse en el abismo de las
divinas misericordias! La eternidad de dolores hubiera arrojado sobre
estas iniquidades todas sus olas de fuego, sin otorgarnos la expiación; y
bastó la palabra sacerdotal: Yo te ábsolvo, para disiparlas para
siempre.
Tal es el Sacramento de la Penitencia, en el
que el hombre, en retorno de la humilde confesión de sus pecados y del
pesar sincero de haberlos cometido, encuentra el perdón, y no una sola
vez en su vida, sino siempre; no para cierto género de pecados, sino
para todos. Satanás, envidioso contra el género humano rescatado por un
Dios, ha querido arrebatar este don al hombre, quitándole la fe en este
inefable beneficio de Jesús resucitado. ¿Cuánto no ha dicho la herejía
contra este Sacramento? Primeramente pretendió que oscureciera la gloria
del Bautismo, mientras que al contrario, él la honra al renovarla sobre
las ruinas del pecado. Más tarde exigió como absolutamente necesario
para el Sacramento disposiciones de tal modo perfectas, que la
absolución encontrase al alma reconciliada con Dios: emboscada peligrosa
en que el jansenismo hizo caer a gran número de cristianos, perdiendo a
los unos por el orgullo y a los otros por la desconfianza. Finalmente,
ha producido este dicho hugonote, con mucha frecuencia repetido en
nuestra sociedad incrédula: "Yo confieso mis pecados a Dios"; como si
Dios ofendido no fuese dueño de fijar las condiciones a las que quiere
someter la ofensa.
Los Sacramentos no pueden ser aceptados sino
por la fe; y debe ser así porque son divinos; pero este de la Penitencia
es tanto más apreciado para el creyente porque humilla más
profundamente su orgullo, al obligarle a pedir al hombre lo que Dios
hubiera podido darle directamente. "Id y presentaos a los sacerdotes'",
dice Jesús a los leprosos curados; debemos encontrar muy lógico que
proceda de la misma manera al tratarse de la lepra de las almas.
Año Litúrgico de Dom Guéranger
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