Terminamos ayer la Octava de la
Natividad de Nuestro Señor; hoy cerraremos la Octava de San Esteban; pero, no
debemos perder de vista ni un solo momento al divino Niño cuya corte _ forman
Esteban, el Discípulo Amado y los santos Inocentes. Pronto veremos llegar a los
Magos ante la cuna del Rey recién nacido. Glorifiquemos al Emmanuel, en estas
horas de espera, proclamando las glorias de sus favoritos predilectos,
admirando una vez más a Esteban en este último día de su Octava. Le volveremos
a encontrar en otra parte del año; el 2 de agosto aparecerá radiante en la
Iglesia, con la milagrosa Invención de sus reliquias, derramando sobre nosotros
nuevas gracias. Un antiguo Sermón atribuido durante mucho tiempo a San Agustín,
nos enseña que Esteban estaba en la flor de su brillante juventud, cuando fué
llamado por los Apóstoles a recibir, por la imposición de manos, el sagrado
carácter del Diaconado. Se le dieron seis compañeros; Esteban era el jefe de
todos ellos; San Ireneo, en el siglo II le da ya el título de Archidiácono.
LA FIDELIDAD. — Ahora bien, la virtud característica del Diácono es
la fidelidad; de ahí que le sean confiados los tesoros de la Iglesia, tesoros
consistentes no sólo en el dinero destinado al alivio de los pobres, sino en lo
más precioso que existe en el cielo y en la tierra: el mismo Cuerpo del
Redentor, cuyo distribuidor es el Diácono, por la Ordenación que ha recibido.
Por eso el Apóstol, en su primera Epístola a Timoteo, recomienda a los
Diáconos, que guarden el Misterio de la Fe en una conciencia pura. Siendo el
Diaconado un ministerio de fidelidad, era conveniente que el primer Mártir
perteneciese al Orden del Diaconado, puesto que el martirio es una prueba de
fidelidad; declara esta maravilla en la Iglesia universal la gloriosa Pasión de
esos tres héroes de Cristo, que revestidos de la triunfal dalmática, acaudillan
al ejército de los Mártires: Esteban, gloria de Jerusalén; Lorenzo, prez de
Roma, y Vicente, honra de la católica España. Con el fin de honrar el Diaconado
en su primer representante, es costumbre en muchas Iglesias, el dejar cumplir a
los Diáconos, en la fiesta de San Esteban, todos los cargos que son compatibles
con su carácter. Así, en muchas Catedrales, el Chantre cede su báculo a un
Diácono, otros diáconos asisten con dalmáticas, como coristas; y un Diácono
canta también la Epístola de la Misa, porque contiene el relato del martirio de
San Esteban.
ANTIGÜEDAD DE ESTA FIESTA. — La institución de la fiesta del primer
Mártir, y su asignación al día siguiente de Navidad, se pierde en la más
sagrada y remota antigüedad. Las Constituciones Apostólicas, recopilación siria
del siglo iv, nos la dan ya como establecida y fija en ese día. San Gregorio de
Nisa y San Asterio de Amasea, anteriores uno y otro a la época del maravilloso
hallazgo de las reliquias del santo Diácono (en 415) celebran su fiesta con
Homilías especiales, poniento de relieve la circunstancia de ser festejada
precisamente el mismo día siguiente a la Natividad de Cristo. Su Octava es ya
más reciente; con todo eso, no se puede precisar la fecha de su institución.
Amalario, en el siglo ix, la menciona ya como establecida," y el Martirologio
de Notker en el siglo x, la trae expresamente. No hay que extrañar que haya
recibido tantos honores la fiesta de un simple Diácono, mientras que las de la
mayoría de los Apóstoles carecen de Octava. La norma de la Iglesia en la
Liturgia es, distinguir con su culto a los Santos, en proporción a los
servicios que le han prestado. Así, a San Jerónimo, simple sacerdote, le honra
con un culto superior al que otorga a los santos Pontífices. El lugar y grado
de superioridad que concede en el ciclo, se halla en relación con su
agradecimiento a los amigos de Dios que en él admite; de esta manera es como
regula los afectos del pueblo del hacia los celestes bienhechores que habrá de
venerar un día en las filas de la Iglesia triunfante. Esteban, al abrir el
camino a los Mártires, dió la pauta de ese sublime testimonio de la sangre, que
constituye la fortaleza de la Iglesia, cuando confirma las verdades de que es
tesorera y las eternas esperanzas que descansan sobre esas verdades. ¡Gloria,
pues, y honor a Esteban hasta el fin de los siglos, en esta tierra fecundada
con su sangre que él supo unir a la de Cristo!
SAN ESTEBAN Y, SAN PABLO. — Hemos subrayado ya el perdón que este
primer Mártir otorgó a sus verdugos, siguiendo el ejemplo de Cristo; y hemos
visto cómo la Iglesia sacaba de este gran hecho, la materia de su principal
elogio a San Esteban. Hoy, haremos hincapié en una circunstancia del drama tan
emotivo que se desarrolló a las puertas de Jerusalén. Entre los cómplices de la
muerte sangrienta de Esteban, había un joven llamado Saulo. Fogoso y
amenazador, guardaba los vestidos de los que lapidaban al santo Diácono; y como
observan los santos Padres, le apedreaba por mano de todos. Poco después, el
mismo Saulo era derribado por una fuerza divina en el camino de Damasco, y se
levantaba convertido en discípulo de aquel Jesús a quien la voz valerosa de
Esteban, había proclamado Hijo del Padre celestial, aun en medio de los golpes
de sus verdugos. No había sido estéril la oración de Esteban; semejante
conquista anunciaba nada menos que la de la gentilidad, cuando nacía el
Apóstol, de la sangre de Esteban. "Sublime cuadro, exclama San Agustín.
Veis allí a Esteban lapidado, veis a Saulo guardando los vestidos de los que le
lapidan. Pues bien, he aqui que Saulo se hace Apóstol de Cristo, mientras que
Esteban es siervo de Cristo. ¡Oh Saulo! fuiste derribado por el suelo y te
levantaste predicador de Aquel a quien perseguías. Tus Epístolas se leen por
todas partes; por doquier conviertes a Cristo los corazones rebeldes; por doquier
formas como buen Pastor, grandes rediles. Ahora reinas con Cristo en compañía
de aquel a quien apedreaste. Ambos a dos nos contempláis; ambos a dos oís lo
que decimos; rogad los dos por nosotros. Sin duda os atenderá El que os dió la
corona. Al principio, uno era cordero y el otro lobo; ahora los dos son
corderos. ¡Protegednos, pues, con vuestras miradas, recomendadnos con vuestras
oraciones! obtened para la Iglesia una vida pacífica y tranquila." Antes
de que termine el tiempo de Navidad volveremos honrar en el culto a Esteban y a
Pablo; el 25 de enero celebraremos la Conversión del Apóstol de los Gentiles;
pero convenía que su víctima gloriosa le presentase ante la cuna de su común
Salvador,
Finalmente, la piedad católica
conmovida por la muerte del primer Mártir, muerte que el escritor sagrado
califica de sueño, y que tan rudo contraste forma con la dureza de su suplicio,
la piedad católica, decimos, señaló a San Esteban como intercesor nuestro para
la gracia de una dichosa muerte. Imploremos, pues, la ayuda del santo Diácono
para el momento en que tengamos que entregar a nuestro Criador el alma que un
día nos confió; preparemos desde ahora nuestro corazón para ofrecerle, cuando
el Señor nos lo pida, el sacrificio completo de esta vida frágil, que nos ha
sido dada en depósito, para que se la devolvamos en el momento en que lo
disponga.
Gracias te sean dadas, oh
glorioso Esteban, por la ayuda que nos has prestado en la celebración del
Nacimiento de nuestro Salvador. A ti te correspondía iniciarnos en el excelso y
conmovedor misterio de un Hombre-Dios. El Niño celestial se nos mostró en tu
compañía, y la Iglesia te encargó revelárselo a los fieles, como en otro tiempo
lo hiciste a los judíos.
Tu misión ha terminado: nosotros
adoramos a ese Niño, como a Verbo divino; le saludamos como a Rey nuestro; nos
ofrecemos a El para servirle como tú le serviste, reconociendo que el
compromiso debe llegar hasta dar por El la sangre si así lo exige. Haz, pues oh
fiel Diácono, que le entreguemos desde hoy todo nuestro corazón, que busquemos
todos los medios de complacerle y de poner toda nuestra vida y todos nuestros
afectos de acuerdo con su voluntad. Así mereceremos pelear sus batallas, si no.
en la sangrienta arena, al menos en la lucha con nuestras pasiones. Somos hijos
de Mártires, y los Mártires vencieron al mundo como el Niño de Belén; por
consiguiente, el mundo no debe triunfar sobre nosotros. Alcanza para nuestro
corazón ese amor fraterno que todo lo perdona, que ruega por los enemigos y
obtiene la conversión de las almas más rebeldes. ¡Oh Mártir de Dios! vela por
nosotros en la hora de nuestra muerte; asístenos cuando nuestra vida esté para
apagarse; muéstranos entonces a ese Jesús que nos has hecho ver de Niño:
muéstranosle glorioso, triunfador, y sobre todo misericordioso, llevando en sus
manos divinas la corona que para nosotros tienen destinada; en esa hora suprema
sean nuestras últimas palabras las mismas que tú pronunciaste: Señor Jesús, recibe mi espíritu.
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