San Juan, llamado por' su
elocuencia el Crisóstomo, que quiere decir boca de oro, nació de padre ilustres, en Antioquía. Aprendió las ciencias
humanas en Atenas, y la sabiduría divina en el retiro monacal y en el
encerramiento de una cueva, donde por espacio de dos años hizo penitencia muy
rigurosa. Ordenóse " de presbítero en Antioquía, y cuando el santo obispo
Flaviano imponía las manos sobre él, vióse una blanca paloma, que volando
blandamente, vino a posar sobre la cabeza del nuevo sacerdote. Encomendáronle
el ministerio de la divina palabra, y fué tan asombrosa la virtud de su
predicación, que en breve se reformó aquella populosa ciudad. En esto quedó
vacante la silla de Constantinopla y todos pusieron los ojos en el Crisóstomo,
y entendiendo el emperador Arcadio que el santo había de huir a todo trance de
aquella dignidad, mandó al gobernador de Antioquía que se apoderase de él
secretamente, y con buena guardia le llevase a Constantinopla. En llegando a
aquella capital del imperio, fué recibido triunfalmente y consagrado obispo y
patriarca. En pocos días mudó también de semblante aquella corte, y es
imposible decir las maravillas que allí obró el incomparable y elocuentísimo
prelado, el cual, como si hallase estrecho aquel campo de su celo, recorrió
además la Fenicia, y los pueblos de los Escitas y Celtas, exterminando de todo
el imperio las herejías de los Eunomianos, Arríanos y Montañistas, y extendiendo
su vigilancia pastoral a todas las iglesias de Tracia, del Asia y del Ponto,
que eran veintiocho provincias eclesiásticas. No le faltaron enemigos así en la
corte como en el clero; formóse contra él un conciliábulo, que le depuso de su
silla patriarcal; mas apenas había tomado el santo el camino de su destierro,
cuando un pavoroso terremoto movió a la emperatriz Eudoxia a restablecerle en
su silla. Dos meses después, por haber predicado, con apostólica libertad,
contra unos juegos públicos que eran resabios de la gentilidad, enojóse la
emperatriz de manera que determinó de perderle, y le desterró a una miserable
población de Armenia, a donde llegó muy enfermo y fatigado por los despiadados
tratamientos que padeció en el viaje. Entonces cayó sobre Constantinopla una
tempestad de rayos y piedra que hizo horrorosos estragos. La emperatriz murió
de repentina muerte y casi todos los perseguidores del Crisóstomo vieron sobre
sí la venganza del cielo. Totalmente, desterrado a Arabisa, y despaes al
desierto de Pitias, conociendo que era llegada su hora postrera, cubrióse con
una vestidura blanca para recibir la sagrada Comunión, en la iglesia de san
Basilisco, donde entregó al Señor su alma preciosa.
Reflexión: Yendo a su destierro escribió una carta a sus fieles
amigos, en la cual les decía estas palabras: «Si estáis encarcelados,
encadenados y encerrados por no consentir a la maldad, alegraos y regocijaos y
coronaos de fiesta, pues por ello tendréis copioso galardón del Señor; que
también nosotros estamos consumidos y hemos pasado innumerables géneros dé
muertes, y mayores miserias que los que trabajan en las minas y están detenidos
en las cárceles. Llegando a Cesárea he tenido por gran regalo el beber un poco
de agua limpia y comer un pedazo de pan que no fuese duro ni oliese mal».
Oración: Suplicámoste, Señor, que la gracia celestial dilate cada
día más la santa Iglesia, que te dignaste ilustrar con los gloriosos
merecimientos y con la doctrina del bienaventurado Juan Crisóstomo, tu confesor
y pontífice. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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