domingo, 7 de enero de 2018

8 de enero TERCER DIA DE LA OCTAVA DE EPIFANIA. ALIANZA DE CRISTO Y DE LA IGLESIA. Dom Próspero Gueranguer


El gran Misterio de la Alianza del Hijo de Dios con su Iglesia universal representada por los tres Reyes Magos en la Epifanía, fué ya presentido por los siglos que precedieron a la venida del Emmanuel. Lo publicó anticipadamente la voz de los Patriarcas y Profetas; y la misma Gentilidad se hizo a veces fiel eco del mismo.

Ya en el paraíso terrenal, exclamaba Adán inocente a la vista de la Madre de los vivientes salida de su costado: "He aquí carne de mi carne y hueso de mis huesos; dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa; y serán dos en una misma carne." La luz del Espíritu Santo iluminaba entonces el alma de nuestro primer padre; y, según el parecer de los más profundos intérpretes de los misterios de la Sagrada Escritura, Tertuliano, San Agustín, San Jerónimo, se celebraba ya la Alianza del Hijo de Dios con la Iglesia, salida con el agua y la sangre de su costado abierto en la cruz; con la Iglesia por cuyo amor dejó la diestra de su Padre, para rebajarse hasta la forma de siervo, y abandonó la Jerusalén celestial para compartir con nosotros esta morada terrena. 

El segundo padre de la humanidad, Noé, después de haber contemplado en el cielo el arco de la misericordia, como anuncio de nuevos favores del cielo, profetizó en sus tres hijos el porvenir del mundo. Cam había merecido la maldición de su padre; por un momento pareció Sem el preferido: estaba destinado al honor de ver salir de su raza al Salvador del mundo; con todo eso, leyendo el Patriarca en el futuro exclamó: "Dios extenderá la herencia de Jafet; y habitará en las tiendas de Sem." Y poco a poco vemos en el correr de los tiempos, que se vá debilitando y llega casi a romperse la antigua alianza contraída con el pueblo de Israel; las razas semíticas vacilan y caen pronto en el paganismo; por fin, el Señor se une cada vez más estrechamente con la familia de Jafet, con la gentilidad del Occidente por tanto tiempo abandonada, hasta que en su seno coloca para siempre la Sede de la religión poniéndola a la cabeza de toda la especie humana. 

Más tarde, es el mismo Dios, quien se dirige a Abraham y le predice las innumerables generaciones que saldrán de él. "Mira al cielo, le dice; cuenta las estrellas, si puedes: así será el número de tus hijos." 

Efectivamente, como nos lo enseña el Apóstol, la familia salida de la fe del Padre de los creyentes había de ser más numerosa, que aquella de que era origen por Sara; y todos los que recibieron la fe del Mediador, todos los que guiados por la Estrella acudieron a El como a su Señor, todos esos son hijos de Abraham. 

El Misterio vuelve a aparecer en el seno mismo de la esposa de Isaac. Siente ésta con temor que sus dos hijos luchan en sus entrañas. Rebeca se dirige al Señor, quien le responde: "Dos pueblos hay en tu seno; ambos se combatirán mutuamente; el segundo vencerá al primero y el mayor servirá al más joven." Ahora bien, este más joven, este hijo indomable ¿quién es, según la doctrina de San León y del obispo de Hipona, sino ese pueblo gentil que lucha con Judá por obtener la luz, y que simple hijo de la promesa, acaba por sobreponerse al hijo de la carne? 

Luego, es Jacob, en su lecho de muerte, quien teniendo a su alrededor a sus doce hijos, padres de las doce tribus de Israel, señala a cada uno de una manera profética el papel que han de desempeñar en el futuro. Judá es el preferido; porque será el rey de sus hermanos, y de su gloriosa sangre nacerá el Mesías. Mas, la profecía acaba siendo para Israel tan alarmante cuanto consoladora para todo el género humano. "Judá, tú conservarás el cetro: tu raza será una raza de reyes, pero sólo hasta que venga El que ha de ser enviado; El será el esperado de las naciones." 

Después de la salida de Egipto, al entrar el pueblo de Israel en posesión de la tierra prometida, exclamaba Balaam con el rostro vuelto hacia el desierto completamente invadido por tiendas y pabellones de Jacob: "Lo veré, mas aún no; lo contemplaré, pero más tarde. Una Estrella saldrá de Jacob; un cetro regio surgirá de su seno." Y Preguntado por el rey idólatra, añadió Balaam: "¡Oh, quién pudiera vivir cuando Dios obre todo esto! Vendrán de Italia en galeras; los Asirlos serán sojuzgados; los Hebreos devastados, y por fln, también perecerán ellos." ¿Cuál será el imperio que reemplace a ese de hierro y muerte? El de Cristo, que es la Estrella, y que sará el único Rey eterno. 

David abunda en presentimientos de este gran día. En cada página celebra la realeza de su hijo según la carne; nos le muestra Investido de cetro, ceñido con la espada, ungido por el Padre de los siglos, llevando sus dominios de un extremo a otro de los mares; luego, conduce a sus plantas a los Reyes de Tarsis y de las islas lejanas, a los Reyes de Arabia y de Sabá, a los Príncipes de Etiopía. Canta también sus presentes de oro y sus adoraciones. 

En su maravilloso epitalamio, el autor del Cantar de los Cantares, describe las delicias de la celeste unión del divino Esposo con la Iglesia; ésta afortunada Esposa no es la Sinagoga. Llámala Cristo con delicadeza para coronarla; mas su voz se dirige a la que mora más allá de las fronteras del pueblo escogido. "Ven, dice, prometida mía, ven del Líbano, baja de las cumbres de Amana, de las alturas del Sanir y del Hermón; sal de las negras cavernas de dragones, deja los montes habitados por leopardos." Mas, la hija del Faraón replica: "Soy negra"; mas no se turba en sus palabras porque sabe muy bien que la gracia de su Esposo la ha vuelto bella. 

A continuación se levanta el profeta Oseas, quien dice en nombre del Señor: "He elegido un hombre, que no me dará el nombre de Baal en adelante. Quitaré de su boca ese nombre y no se volverá a acordar de él. Y me uniré a ti para siempre ¡oh hombre nuevo! Esparciré tu raza por toda la tierra; tendré compasión de quien no conoció la misericordia; a quien no era mi pueblo, le diré: ¡Pueblo mío! Y él me responderá: ¡Dios mío!" 

Tobías a su vez, desde el fondo de la cautividad, pronunció una magnífica profecía; a sus ojos desaparece la Jerusalén que ha de recibir a los judíos libertados por Ciro, ante la presencia de otra Jerusalén más brillante y hermosa. "Nuestros hermanos dispersos, dice, volverán a la tierra de Israel; la casa de Dios será nuevamente edificada. Todos los temerosos de Dios acudirán allí; los Gentiles dejarán sus ídolos y vendrán a Jerusalén y morarán en ella; todos los reyes de la tierra fijarán su domicilio en ella en medio de la alegría, llegados para adorar al Rey de Israel." 

Y si las naciones deben ser despedazadas por la justicia de Dios a causa de sus pecados, será para llegar luego a la dicha de una alianza eterna con Dios. Porque, El mismo dice por su Profeta Sofonías: "Mi justicia es reunir a las naciones, juntar en un haz a los reinos; sobre ellos derramaré mi indignación y todo el ardor de mi ira; toda la tierra será consumida. Pero enseguida daré a los pueblos un lenguaje selecto, para que todos invoquen el nombre del Señor, y lleven juntos mi yugo. Desde más allá de los ríos de Etiopía me invocarán; los hijos de los pueblos dispersos me traerán presentes." 

El Señor había ya anunciado sus misericordiosos designios por boca de Ezequiel: "Un Rey único mandará a todos, dice el Señor; no habrá ya dos naciones, ni dos reinos. No se mancillarán más con sus ídolos; les salvaré, allí mismo donde pecaron, ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. Habrá un solo pastor para todos. Haré con ellos una alianza de paz, un pacto eterno; los multiplicaré y mi santuario estará en medio de ellos por siempre." 

Por eso Daniel, después de haber profetizado los Imperios que habían de suceder al Romano, añade: "Mas el Dios del cielo suscitará a su vez un Imperio que no será nunca destruido, y cuyo cetro no pasará a otro pueblo. Este imperio rebasará los límites de todos los que le han precedido, y durará eternamente." 

Sobre los cataclismos que habrán de preceder a la llegada de ese Pastor único y al establecimiento de ese santuario eterno que se ha de levantar en medio de los Gentiles, el profeta Ageo, habla de la siguiente manera: "Todavía un poco más de tiempo, y destruiré el cielo, la tierra y el mar; confundiré a todos los pueblos y entonces vendrá el Deseado de las naciones." 

Habría que citar a todos los Profetas para señalar bien todos los rasgos de ese gran espectáculo prometido al mundo por el Señor para el día en que acordándose de las naciones, las llame a los pies del Emmanuel. La Iglesia nos ha hecho oír la voz de Isaías en la Epístola de esta Fiesta, y el hijo de Amós es ciertamente el más elocuente de todos. 

Si prestamos oído ahora a las voces que suben hacia nosotros del seno de la Gentilidad, oiremos ese clamor de ansia, expresión del deseo universal que habían anunciado los Profetas hebreos. La voz de las Sibilas despertó la esperanza en el corazón de los pueblos; el Cisne de Mantua, en el seno mismo de Roma, consagra sus más bellos versos a reproducir sus consoladores vaticinios: "La última edad, dice, la edad predicha polla Virgen de Cumas ha llegado; una nueva era va a comenzar; una raza nueva desciende del cielo. La edad de hierro termina al nacer ese Niño; un pueblo de oro se dispone a invadir la tierra. Las huellas de nuestros crímenes serán borradas; y desaparecerá el terror que dominaba al mundo." 

Como respondiendo a los vanos escrúpulos de quienes temían reconocer, con San Agustín y otros muchos santos Doctores, la voz de las antiguas tradiciones expresándose por boca de las Sibilas; Cicerón, Tácito, Suetonio, filósofos e historiadores gentiles, acuden también a confirmar, que el género humano esperaba en su tiempo a un Libertador, que este Libertador debía salir no sólo del Oriente, sino de Judea; y que los tiempos del Imperio que debía abarcar al mundo entero estaban para comenzar. 

Compartían esa universal espera de tu llegada oh Emmanuel los Magos, a cuyos ojos hiciste aparecer la Estrella; por eso no perdieron un solo momento, poniéndose inmediatamente en camino en busca del Rey de los Judíos, cuyo nacimiento se les había anunciado. Eran muchas las profecías que en ellos se realizaban; pero si ellos recibían las primicias, nosotros poseemos la plenitud de su efecto. La alianza está firmada, y te pertenecen nuestras almas por cuyo amor descendiste del cielo; la Iglesia ha brotado de tu divino costado, junto con el agua y la sangre; cuanto hiciste por la Esposa predestinada, lo realizas también en cada uno de sus fieles hijos. Descendientes de Jafet, hemos desheredado a la raza de Sem que nos cerraba sus tiendas; y el derecho de primogenitura de que gozaba Judá ha pasado a nosotros. Nuestro número tiende, de siglo en siglo, a igualar el número de las estrellas. Lejos ya de nosotros la ansiedad de la espera; ha aparecido la estrella, y el Rey que anunciaba no cesará ya nunca de derramar sobre nosotros sus beneficios. Los Reyes de Tarsis y de las Islas, los Reyes de Arabia y de Sabá, los Príncipes de Etiopía han llegado con sus presentes, y todas las generaciones los han seguido. La Esposa, entronizada con todos los honores, no se vuelve ya a acordar de los montes de Amana ni de las alturas de Sanir y del Hermón, donde suspiraba en compañía de los leopardos; ha dejado de ser negra, y es bella, sin manchas ni arrugas, digna del divino Esposo. Ha olvidado a Baal pa-ra siempre; y habla con amor el lenguaje que Dios mismo la ha enseñado. Un solo Pastor apacienta al único redil; el último Imperio prosigue sus destinos hasta la eternidad. 

Tú eres, oh divino Niño, el que viniste a traernos todos estos bienes y a recibir todos esos homenajes. Crece pues, oh Rey de Reyes, sal pronto de tu silencio. Después que hayamos saboreado las lecciones de tu humildad, háblanos como Maestro; desde hace tiempo reina César Augusto y la Roma pagana se cree eterna. Tiempo es ya de que el trono de la fuerza ceda su lugar al trono de la caridad, y que la nueva Roma se levante sobre la antigua. Las naciones llaman a la puerta y buscan a su Rey; acelera el día en que no tengan necesidad de venir a ti, sino que tu misericordia los vaya a buscar por medio de la predicación evangélica. 

Muéstrales a Aquel a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; muéstrales a la Reina que has elegido para ellos. Elévese pronto María en alas de los Angeles, desde la humilde morada de Nazaret, desde el pobre establo de Belén, hasta el trono de la misericordia, desde cuya altura protegerá a todos los pueblos y a todas las generaciones. 

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