En este día dio la vida por amor
de Jesucristo el ínclito mártir san Sebastián, favorito del emperador
Diocleciano, y capitán de su guardia imperial. Ya hacía tiempo que empleaba la
autoridad que tenía en la corte, en favorecer a los cristianos, de que estaban
llenas las cárceles; despreciando mil veces la vida, a trueque de servirles.
Convirtió a la fe a Nicostrato, oficial del juez Cromacio; a Claudio, alcaide
de la cárcel, a sesenta y cuatro presos gentiles, a otro Cromacio, vicario del
prefecto, a toda su familia y esclavos, que en número de cuatrocientos
recibieron el bautismo y fueron puestos en libertad. Al fin delatáronle al
emperador, el cual sintió mucho que el mismo capitán de su guardia fuese
cristiano, e introdujese la religión cristiana en la corte y en el palacio, y
mandó que sin forma alguna de proceso fuese luego asaetado por sus soldados.
Ejecutóse la cruel sentencia; y como le dejasen ya por muerto atado a un
tronco, por la noche fué a buscar el santo cuerpo Irene, viuda- del mártir
Cástulo, oficial del emperador, y hallándole vivo todavía, le hizo llevar con
mucho secreto a su casa, donde le curó las heridas de las saetas. Recobrada la
salud, persuadíanle que se retirase, pero él, con un valor sin ejemplo, se
presentó al emperador, el cual con grande asombro, le juzgó por resucitado.
Abogó, pues, Sebastián delante de él por la causa de los cristianos, ofreciendo
de nuevo la vida en defensa de la fe, mas como Diocleciano era monstruo sin
entrañas, embravecióse como león sanguinario, y ordenó que llevasen al circo al
fortísimo mártir, y que allí fuese públicamente apaleado hasta que expirase.
Así terminó la vida el cristiano y heroico capitán, a quien el santo Papa Cayo
había dicho después del bautismo: Quédate en buena hora, hijo mío, en el
palacio y en traje de oficial del emperador, sé glorioso defensor de la Iglesia
de Jesucristo. Tomaron los sayones el cadáver del santo mártir y le arrojaron
de noche en un albañal, donde solía arrojar las inmundicias de la ciudad, para
que los cristianos no supiesen donde estaba, ni le honrasen como a mártir, ni
él hiciese milagros, y con la ocasión de ellos se convirtiesen los gentiles a
la fe. Pero el Señor ordenó las cosas de otra manera: Porque el mismo san
Sebastián apareció en sueños a una santa matrona, llamada Lucina, y le reveló
dónde estaba su cuerpo, y cómo había quedado pendiente de un gancho de un
madero, y no había caído en aquel lugar hediondo e infame; y le mandó que le
enterrase en las catacumbas a la entrada de la cueva y a los pies de los
apóstoles san Pedro y san Pablo. Todo lo cual ejecutó la religiosa señora
puntualmente, y con gran devoción.
Reflexión: Cuando leemos estas proezas de los fortísimos mártires,
se nos vienen las lágrimas a los ojos para llorar la ingratitud con que muchos
cristianos de nuestros días reciben el soberano beneficio de la fe. Tenemos el
mismo bautismo, el mismo Evangelio, el mismo Cristo: ellos ponían en su,
defensa sus haciendas y vidas, nosotros no estamos dispuestos a morir por
Cristo ni por la vida eterna, antes desacreditamos con nuestras malas
costumbres la santidad y divinidad de nuestra Religión. Reconozcamos nuestra
malicia y hagamos penitencia de nuestros pecados para que en el día del juicio
no se levanten contra nosotros aquellos mártires cubiertos de gloriosas heridas
para condenar nuestra torpísima y detestable indiferencia.
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