Nació esta nobilísima virgen en
la ciudad de Roma: su padre había sido elevado tres veces a la dignidad de
cónsul. Informada desde su niñez en las sagradas letras y en las costumbres
cristianas, en el imperio de Alejandro Severo fué delatada ante los
magistrados; los cuales le preguntaron por qué siendo doncella romana había de
reconocer por Dios a un judío condenado por sus crímenes a muerte de cruz y no
había de ofrecer incienso al grande Apolo. Respondió ella: Llevadme al templo
de Apolo y veréis cómo en nombre de Jesús reduzco a polvo ese demonio que tanto
veneráis. Condujéronla, pues, al templo de aquel ídolo, y apenas lo divisó,
alzó los ojos y las manos al cielo diciendo: Jesucristo, Señor mío, muéstra que
eres omnipotente Dios a la vista de este pueblo ciego. Y en diciendo estas
palabras, sintióse un espantoso terremoto que llenó a todos de horror,
desplomóse una parte del templo y cayó hecha pedazos la estatua de Apolo. Pero
los ministros del emperador, así como el populacho gentil, atribuyeron el
suceso a una poderosa fuerza mágica de la cristiana virgen y la condenaron a
los más atroces suplicios. Azotáronla primero con palos nudosos, rasgaron su
rostro con uñas de hierro; y entonces fué cuando la vieron cercada de un
resplandor celestial que desarmó a los mismos verdugos, los cuales echándose a
sus pies, confesaron en alta voz que también eran cristianos. El fiero
presidente ordenó que allí mismo les cortasen la cabeza, y arrastraron a la
santa virgen al templo de Diana: más lo mismo fué entrar en el templo, que
salir de él con espantoso ruido el espíritu infernal que residía en la estatua
de la diosa y caerse ésta reducida a polvo. Mandó el juez traer la cabeza de
santa Martina, diciendo que tenía en ella sus encantamientos; y habiendo sido
conducida después al anfiteatro, soltáronle un león muy grande, para que la
despedazase y la devorase: pero en viéndola el terrible león, comenzó a bramar,
sin querer arrojarse sobre la santa virgen, antes llegándose a ella, se echó a
sus pies y comenzó a besárselos y lamérselos blandamente, sin hacerle ningún
daño. Entonces levantó su voz santa Martina, y dijo: ¡Maravillosas son, oh
Señor, tus obras! Y a los presentes añadió: ¿No veis cómo los ángeles de Dios
refrenan la crueldad de las fieras? Viendo el presidente semejante prodigio,
mandó tornar al león a la jaula; y cuando iba a ella, arrebató a Limeneo,
pariente del emperador, y lo despedazó. Probó todavía el bárbaro tirano otros
suplicios, atormentando a la santa Virgen con el hierro y con el fuego; hasta
que rugiendo de coraje, al ver que de todos salía victoriosa, mandó sacarla
fuera de la ciudad, y cortarle la cabeza.
Reflexión: El martirio de santa Martina está lleno de espantosos
prodigios. Milagro fué el sufrir una doncella noble y delicada tan horrendos
suplicios, milagro el arruinar el templo de los falsos dioses y hacer pedazos
las estatuas de Apolo y de Diana, milagro el resplandecer con soberana luz en
el rigor de los tormentos, milagro el convertirse los sayones de verdugo de la
santa en compañeros de su martirio. Así glorificaba el Señor el martirio de los
santos. No es maravilla, pues, que la sangre de los mártires fuese semilla de
nuevos cristianos; lo que debe espantarnos es que haya tantos cristianos ahora
que se deshonren de profesar la fe sellada con tanta sangre y con tantos
prodigios.
Oración: Oh Dios, que entre las maravillas de tu poder hiciste
victorioso aun al sexo frágil en los tormentos del martirio, concédenos
benignamente la gracia da que honrando el nacimiento para el cielo, de la
bienaventurada Martina, tu virgen y mártir, nos sirvan de guía sus ejemplos.
Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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