Los Magos han llegado a Belén; el humilde albergue del Rey de los Judíos se ha abierto para ellos. "Encontraron allí, dice San Lucas, al Niño y a María, su Madre." Arrójanse a tierra y adoran al divino Rey a quien con tanto ardor han buscado y por quien la tierra suspira.
En ese instante, comienza a aparecer la Iglesia cristiana. En aquel humilde retiro, el Hijo de Dios hecho hombre preside como Jefe de su Cuerpo místico; María asiste, como Cooperadora de la salvación, y Madre de la gracia; Judá está representando por ella y por su Esposo José; la Gentilidad adora en la persona de los¡ Magos, porque su fe lo ha comprendido todo en presencia de este Niño. No es un Profeta a quien honran, ni un rey terreno a quien abren sus tesoros; es un Dios ante quien se humillan y anonadan. "¡Mirad, dice San Bernardo, en su segundo Sermón sobre Epifanía, mirad cuán penetrantes son los ojos de la fe! La fe reconoce al Hijo de Dios, colgado del pecho materno, le reconoce atado al madero, le reconoce hasta en la muerte. El ladrón le adora en el patíbulo, los Magos en el establo: aquel, a pesar de los clavos que le sujetan; estos a través de los pañales que le envuelven."
Todo está, pues, consumado. Belén no es ya sólo el lugar del Nacimiento del Redentor, es también la cuna de la Iglesia; ¡con cuánta razón exclamaba el Profeta: "Oh Belén, de ningún modo eres la menor entre las ciudades de Judá!" ¡Qué bien comprendemos el hechizo que indujo a San Jerónimo a hurtar su vida a los honores y delicias de Roma, a los aplausos del mundo y de la Iglesia, para venir a encerrarse en esta gruta, testigo de tantos y tan maravillosos prodigios! ¿Quién es el que no desearía vivir y morir en ese sagrado y celestial recinto, completamente santificado por la presencia del Emmanuel, embalsamado con los aromas de la Reina de los Angeles, que guarda todavía el eco de los celestes conciertos, y el recuerdo de los Magos, nuestros piadosos antepasados?
Al entrar en la humilde morada, nada les extraña a los afortunados Magnates. Ni la flaqueza del Niño, ni la pobreza de la Madre, ni la desnudez de las paredes, nada los perturba. Antes bien, comprenden en seguida, que el eterno Dios, queriendo visitar a los hombres y demostrarles su amor, debía abajarse a ellos, hasta el punto de que no quedara ningún grado de la humana miseria que no fuera por El sondeado y conocido. Advertidos por su propio corazón de la profundidad de la llaga del orgullo que nos roe, comprendieron que el remedio debía ser tan extremo como el mal, reconociendo en esta inaudita humillación, el pensamiento y la obra de un verdadero Dios. Israel espera un Mesías glorioso, resplandeciente de gloria mundana; los Magos, al contrario, reconocen al Mesías en la humildad y en la pobreza que le rodea; subyugados por la gracia divina, caen en tierra y adoran, agradecidos y admirados.
¿Quién sería capaz de expresar la dulzura de las conversaciones que tuvieron con la purísima María? Porque el Rey que habían venido a buscar, no dejó por su causa el silencio de su voluntaria infancia, Aceptó sus homenajes, les sonrió con ternura, les bendijo; pero sólo María pudo satisfacer con sus celestiales coloquios, la santa curiosidad de aquellos tres peregrinos del mundo. Y ¡cómo debió Ella recompensar su fe y su amor, declarándoles el misterio del Virginal alumbramiento que iba a salvar al mundo, las alegrías de su maternal corazón, los encantos del divino Niño! Y ¡con qué tierno respeto la considerarían ellos y la escucharían! ¡Con qué regusto penetraría la gracia en sus corazones, junto con las palabras de la que Dios escogió para aleccionarnos con ternura de madre en la verdad y en el amor! La estrella que para ellos había brillado hasta ahora en el cielo, había dejado lugar a otra Estrella, de una luz más suave, de una potencia mucho más esplendorosa todavía; este astro tan puro preparaba su vista para contemplar sin velos de ningún género a Aquel que se llama a sí mismo Estrella brillante de la mañana. El resto del mundo no significaba nada para ellos; el establo de Belén encerraba, en cambio, todas las riquezas del cielo y de la tierra. Los largos siglos de espera compartidos por ellos con el género humano, Ies parecían ahora un momento: tan plena y perfecta era la alegría de haber por fin hallado al Dios que con su sola presencia satisface todos los anhelos de su criatura.
Uníanse a los designios misericordiosos del Emmanuel; aceptaban con profunda humildad la alianza que Aquel contraía con la humanidad por su medio; adoraban la temible justicia que pronto iba a repudiar a un pueblo incrédulo; saludaban los destinos de la Iglesia cristiana que comenzaba ya con ellos; y rogaban por su innumerable descendencia.
Correspóndenos a nosotros, Gentiles regenerados, unirnos a estos cristianos, los primeros elegidos, y adorarte ¡oh divino Niño! después de tantos siglos en que venimos contemplando la marcha de las naciones hacia Belén, bajo el amparo de la Estrella. A nosotros nos corresponde el adorarte con los Magos; más afortunados que estos primogénitos de la Iglesia, hemos llegado a oír tus palabras, hemos contemplado tus sufrimientos y tu cruz, hemos sido testigos de tu Resurrección; y si te saludamos como a Rey del universo, ahí está ese universo a nuestra vista, repitiendo tu Nombre excelso y glorioso desde el Oriente al Occidente. El Sacrificio que renueva todos tus misterios se ofrece hoy en todos los lugares de la tierra; la voz de tu Iglesia resuena en todo mortal oído; y sentimos con gozo que toda esa luz brilla para nosotros, que todas esas gracias son herencia nuestra. Por eso, te adoramos ¡oh Cristo! los que te gozamos en la Iglesia, la Belén eterna, la casa del Pan de vida.
Ilústranos ¡oh María! como ilustraste a los Magos. Decláranos más y más el dulce Misterio de tu Hijo; haz que nuestro corazón se someta enteramente a su adorable imperio. Vela, con tu maternal solicitud, porque no perdamos una sola de sus lecciones, y para que esa morada de Belén en la que hemos entrado en pos de los peregrinos de Oriente, realice en nosotros una completa renovación de toda nuestra vida.
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