jueves, 11 de enero de 2018

12 de enero: SÉPTIMO DÍA DE LA OCTAVA DE EPIFANÍA. VUELTA Y MISIÓN DE LOS MAGOS. Dom Próspero Gueranguer



Después de depositar sus dones a los pies del Emmanuel, como señal de la alianza que con El contraen en nombre de la humanidad, se despiden los Magos del divino Niño, colmados de sus mejores bendiciones; esa es su voluntad. Por fin se van de Belén; en adelante toda la tierra les parecerá vacía y desierta. ¡Si les fuera dado Ajar su morada junto al nuevo Rey, en compañía de su Madre inefable! Pero el plan salvífico del mundo exige que todo lo que de algún modo respira esplendor y gloria humana, esté lejos de Aquel que ha venido en busca de humillaciones.

Además, es necesario que sean ellos los primeros mensajeros de la palabra evangélica; que vayan a anunciar a la Gentilidad, que el Misterio de la salvación ha dado principio, que la tierra posee ya su Salvador, y la salvación está en puertas. Ya no va delante de ellos la Estrella, porque no es necesaria para conducirlos hasta Jesús; la llevan y para siempre dentro de su corazón. Son, pues, introducidos en el seno de la Gentilidad, como la misteriosa levadura del Evangelio, que a pesar de su pequeñez, logra la fermentación de toda la masa. Por medio de ellos bendice Dios a todas las naciones de la tierra; desde este día, comienzan a disminuir los infieles y aumentan insensiblemente los fieles; y cuando se haya derramado la sangre del Cordero, cuando el bautismo haya sido promulgado, los Magos iniciados en todos los misterios, no serán sólo varones de deseos, sino cristianos perfectos.
Una antigua tradición cristiana, que vemos ya recogida por el autor de la "Obra imperfecta sobre San Mateó" que figura en todas las ediciones de San Juan Crisóstomo, y que parece haber sido escrita a fines del siglo vi; una antigua tradición, decimos, refiere que los tres Magos fueron bautizados por el Apóstol Santo Tomás, y se entregaron a la predicación del Evangelio. Y, aunque no existiera esa tradición se comprende muy bien que la vocación de estos tres Príncipes no debía limitarse a visitar como primicias de la Gentilidad, al Rey eterno aparecido en la tierra: una nueva misión, la del apostolado, se derivaba naturalmente de la primera.

Sobre la vida y hechos de los Magos han llegado hasta nosotros numerosos pormenores; pero nos abstenemos de referirlos aquí, por no ser ni suficientemente antiguos, ni bastante serios, para que la Iglesia haya juzgado oportuno introducirlos en la Liturgia. Lo mismo se puede decir acerca de sus nombres, Melchor, Gaspar y Baltasar: su empleo es muy reciente, y si nos parece temerario atacarlo directamente, tampoco nos atreveríamos a asumir la responsabilidad de su defensa.

Por lo que se refiere a los cuerpos de estos insignes y santos adoradores del Dios recién nacido, fueron transportados de Persia a Constantinopla en tiempo de los Emperadores cristianos y descansaron durante mucho tiempo en la Iglesia de Santa Sofía. Más tarde, bajo el obispo Eustorgio, fueron trasladados a Milán, permaneciendo allí hasta el siglo xii, en que Reinoldo, arzobispo de Colonia, patrocinado por Federico Barbarroja, los colocó en la Iglesia catedral de aquella egregia Metrópoli. Allí descansan hoy todavía en una magnífica urna el monumento más bello tal vez de la orfebrería medieval, bajo las bóvedas de esa sublime Catedral, que por su amplitud, osadía y esbeltez de su arquitectura, es uno de los primeros templos de la cristiandad.


De esta manera, ¡Oh Padres de los pueblos!, os hemos seguido desde el lejano Oriente hasta Belén; luego os hemos devuelto a vuestra patria, para conduciros finalmente al sagrado recinto de vuestro descanso, bajo nuestro cielo de Occidente. Un amor filial nos hacía seguir vuestras huellas; y además, ¿no buscábamos también nosotros en pos vuestro, al Rey de gloria junto al cual nos representasteis? ¡Bendita sea vuestra espera, bendita vuestra docilidad a la Estrella, bendita vuestra devoción a los pies del celestial Infante, benditos vuestros piadosos dones que nos ofrecen norma para los nuestros! ¡Oh Profetas, que al escoger vuestros presentes anunciásteis en toda su verdad los caracteres del Mesías!; ¡oh Apóstoles, que predicásteis hasta en Jerusalén, el Nacimiento de Cristo envuelto en humildes pañales, del Cristo que los Discípulos sólo anunciaron después del triunfo de su Resurrección!; Flores de la Gentilidad, que habéis producido tan numerosos y exquisitos frutos; dando al Rey de la gloria pueblos enteros, innumerables naciones! velad por nosotros, proteged a la Iglesia. Acordáos del Oriente, de cuyo seno salisteis, como la luz; bendecid al Occidente sumergido aún en tan densas tinieblas cuando vosotros fuisteis en pos de la Estrella, y más tarde objeto de la predilección del Sol divino. Reanimad la fe que languidece; lograd de la misericordia divina, que el Occidente envíe siempre y cada vez en mayor número, misioneros de la buena nueva, al mediodía, al norte y hasta el infiel Oriente, hasta las tiendas de Sem, despreciador de la luz que vuestras manos le llevaron. Rogad por la Iglesia de Colonia, esa ilustre hermana de las más santas Iglesias de Occidente, para que guarde la fe, conserve su santa libertad, y sea el baluarte de la Alemania católica, apoyada siempre en la protección de sus tres Reyes, de Santa Ursula y de su legión de Vírgenes. Finalmente ¡favoritos del gran Rey Jesús! ponednos a sus pies, ofrecednos a María; y concedednos la gracia de terminar, en el amor del celestial Infante, los cuarenta días dedicados a su Nacimiento, y nuestra vida entera.

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