Después de depositar sus dones a
los pies del Emmanuel, como señal de la alianza que con El contraen en nombre
de la humanidad, se despiden los Magos del divino Niño, colmados de sus mejores
bendiciones; esa es su voluntad. Por fin se van de Belén; en adelante toda la
tierra les parecerá vacía y desierta. ¡Si les fuera dado Ajar su morada junto
al nuevo Rey, en compañía de su Madre inefable! Pero el plan salvífico del
mundo exige que todo lo que de algún modo respira esplendor y gloria humana,
esté lejos de Aquel que ha venido en busca de humillaciones.
Además, es necesario que sean
ellos los primeros mensajeros de la palabra evangélica; que vayan a anunciar a
la Gentilidad, que el Misterio de la salvación ha dado principio, que la tierra
posee ya su Salvador, y la salvación está en puertas. Ya no va delante de ellos
la Estrella, porque no es necesaria para conducirlos hasta Jesús; la llevan y
para siempre dentro de su corazón. Son, pues, introducidos en el seno de la
Gentilidad, como la misteriosa levadura del Evangelio, que a pesar de su
pequeñez, logra la fermentación de toda la masa. Por medio de ellos bendice
Dios a todas las naciones de la tierra; desde este día, comienzan a disminuir
los infieles y aumentan insensiblemente los fieles; y cuando se haya derramado
la sangre del Cordero, cuando el bautismo haya sido promulgado, los Magos
iniciados en todos los misterios, no serán sólo varones de deseos, sino
cristianos perfectos.
Una antigua tradición cristiana,
que vemos ya recogida por el autor de la "Obra imperfecta sobre San
Mateó" que figura en todas las ediciones de San Juan Crisóstomo, y que
parece haber sido escrita a fines del siglo vi; una antigua tradición, decimos,
refiere que los tres Magos fueron bautizados por el Apóstol Santo Tomás, y se
entregaron a la predicación del Evangelio. Y, aunque no existiera esa tradición
se comprende muy bien que la vocación de estos tres Príncipes no debía
limitarse a visitar como primicias de la Gentilidad, al Rey eterno aparecido en
la tierra: una nueva misión, la del apostolado, se derivaba naturalmente de la
primera.
Sobre la vida y hechos de los
Magos han llegado hasta nosotros numerosos pormenores; pero nos abstenemos de
referirlos aquí, por no ser ni suficientemente antiguos, ni bastante serios,
para que la Iglesia haya juzgado oportuno introducirlos en la Liturgia. Lo
mismo se puede decir acerca de sus nombres, Melchor, Gaspar y Baltasar: su
empleo es muy reciente, y si nos parece temerario atacarlo directamente,
tampoco nos atreveríamos a asumir la responsabilidad de su defensa.
Por lo que se refiere a los
cuerpos de estos insignes y santos adoradores del Dios recién nacido, fueron
transportados de Persia a Constantinopla en tiempo de los Emperadores
cristianos y descansaron durante mucho tiempo en la Iglesia de Santa Sofía. Más
tarde, bajo el obispo Eustorgio, fueron trasladados a Milán, permaneciendo allí
hasta el siglo xii, en que Reinoldo, arzobispo de Colonia, patrocinado por
Federico Barbarroja, los colocó en la Iglesia catedral de aquella egregia
Metrópoli. Allí descansan hoy todavía en una magnífica urna el monumento más
bello tal vez de la orfebrería medieval, bajo las bóvedas de esa sublime
Catedral, que por su amplitud, osadía y esbeltez de su arquitectura, es uno de
los primeros templos de la cristiandad.
De esta manera, ¡Oh Padres de los
pueblos!, os hemos seguido desde el lejano Oriente hasta Belén; luego os hemos
devuelto a vuestra patria, para conduciros finalmente al sagrado recinto de
vuestro descanso, bajo nuestro cielo de Occidente. Un amor filial nos hacía seguir
vuestras huellas; y además, ¿no buscábamos también nosotros en pos vuestro, al
Rey de gloria junto al cual nos representasteis? ¡Bendita sea vuestra espera,
bendita vuestra docilidad a la Estrella, bendita vuestra devoción a los pies
del celestial Infante, benditos vuestros piadosos dones que nos ofrecen norma
para los nuestros! ¡Oh Profetas, que al escoger vuestros presentes anunciásteis
en toda su verdad los caracteres del Mesías!; ¡oh Apóstoles, que predicásteis
hasta en Jerusalén, el Nacimiento de Cristo envuelto en humildes pañales, del
Cristo que los Discípulos sólo anunciaron después del triunfo de su
Resurrección!; Flores de la Gentilidad, que habéis producido tan numerosos y
exquisitos frutos; dando al Rey de la gloria pueblos enteros, innumerables
naciones! velad por nosotros, proteged a la Iglesia. Acordáos del Oriente, de
cuyo seno salisteis, como la luz; bendecid al Occidente sumergido aún en tan
densas tinieblas cuando vosotros fuisteis en pos de la Estrella, y más tarde
objeto de la predilección del Sol divino. Reanimad la fe que languidece; lograd
de la misericordia divina, que el Occidente envíe siempre y cada vez en mayor
número, misioneros de la buena nueva, al mediodía, al norte y hasta el infiel
Oriente, hasta las tiendas de Sem, despreciador de la luz que vuestras manos le
llevaron. Rogad por la Iglesia de Colonia, esa ilustre hermana de las más
santas Iglesias de Occidente, para que guarde la fe, conserve su santa
libertad, y sea el baluarte de la Alemania católica, apoyada siempre en la
protección de sus tres Reyes, de Santa Ursula y de su legión de Vírgenes.
Finalmente ¡favoritos del gran Rey Jesús! ponednos a sus pies, ofrecednos a
María; y concedednos la gracia de terminar, en el amor del celestial Infante,
los cuarenta días dedicados a su Nacimiento, y nuestra vida entera.
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