El gloriosísimo san Pablo, primer
ermitaño y modelo de la vida solitaria y contemplativa, nació en la Baja
Tebaida, de padres muy ricos. Quedó huérfano a los quince años, y bien enseñado
en las letras griegas y egipcias; y como a la sazón Decio y Valeriano
persiguiesen a la Iglesia en aquellas partes de Egipto, él se retiró a una casa
de campo, en la cual se halló menos seguro, porque su cuñado, por codicia de su
hacienda, quería venderle a sus enemigos. Determinó, pues, huir al desierto, y
halló en la falda de un monte una cueva espaciosa, y junto a ella una grande
palma y una fuente de clara y limpia agua. Allí vivió como ángel en carne
humana, muy regalado del Señor, vistiéndose de las hojas de la palma y comiendo
de su fruta y bebiendo el agua de la fuente. Un hombre sólo vio en el espacio
de noventa años; éste fué el gran padre de los monjes san Antonio abad, el cual
por divina inspiración fué a visitarle. Abrazáronse los dos santos con gran
ternura, saludándose por sus nombres, como si se hubieran mucho antes conocido;
y mientras estaban platicando, vino un cuervo, y puso delante de ellos un pan.
San Pablo dijo a san Antonio: ¡Bendito sea Dios! sabed, hermano, que ha sesenta
años que este cuervo me trae medio pan, y ahora que vos habéis venido, el Señor
nos envía ración doblada. A la mañana siguiente, le comunicó la noticia que
tenía de su cercana muerte, y le rogó que le trajese el manto de Atanasio, que
sabía tenía guardado, y que envolviese con él su cuerpo. Fuese, pues, Antonio
con este recado a su monasterio, y viéndole sus discípulos que le salieron a
recibir, le dijeron: «¿En dónde habéis estado, padre?». Respondió: «He visto a
Elias, he visto a Juan Bautista en el desierto y a Pablo en el paraíso»; y
estando ya de vuelta, vio entre los coros de los ángeles, entre los profetas y
apóstoles, el alma de san Pablo que subía a los cielos; y así que llegó a la
cueva halló el cadáver del santo, hincadas" las rodillas, la cerviz y las
manos levantadas, como cuando hacía oración. Besóle muchas veces, y rególe con
sus lágrimas, y queriéndole enterrar y no sabiendo cómo abrirle sepultura,
salieron de repente de lo más secreto del yermo dos leones, los cuales
comenzaron con las manos a cavar la tierra y hacer la sepultura. Terminada su
obra, se acercan a Antonio, bajando la cabeza y lamiéndole los pies; y
entendiendo el santo que le pedían su bendición, se la dio y les hizo señas que
se fuesen. Entonces vistió el sagrado cadáver con el manto de san Atanasio, y
habiéndolo cubierto de tierra, llevóse aquella túnica que estaba tejida de hojas
de palma, y con este tesoro se fué a su monasterio. En testimonio de lo que
apreciaba aquella presea, los días de Pascua de Resurrección y del Espíritu
Santo, se la vestía por fiesta y regocijo.
Reflexión: San Jerónimo, que escribió la vida de este santo, la
termina con esta reflexión: «Quiero preguntar a los que son tan ricos que no
saben lo que tienen, a los que edifican grandes palacios y en una sarta de
piedras preciosas traen grandes tesoros, que me digan: ;qué faltó jamás a este
santo y desnudo? Yo ruego al que esto leyere, que se acuerde de Jerónimo
pecador, a quien si Dios le diese a escoger, más querría la túnica de Pablo con
sus merecimientos, que la púrpura de los reyes con sus penas».
Oración: ¡Oh Dios! que cada año nos alegras con la fiesta de tu
confesor el bienaventurado Pablo, concédenos por tu bondad que imitemos en la
tierra las acciones de aquél, cuyo nacimiento para el cielo celebramos. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario