Hoy termina la Octava de San
Juan: es el último tributo de homenaje que rendimos al Discípulo amado. El
sagrado ciclo nos traerá toda vía su gloriosa memoria, el día seis de mayo,
cuando celebremos en medio de las alegrías de la Resurrección de su Maestro, su
valiente Confesión en Roma, ante la Puerta Latina; agradezcámosle hoy los dones
que nos ha alcanzado de la misericordia del divino Niño, y recordemos algunos
de los favores que recibió del Emmanuel.
EL APÓSTOL. — El Apostolado de Juan fué fecundo en obras de
salvación, para los pueblos a los que fué enviado. Recibió de él el Evangelio
la nación de los Partos, y por él fueron fundadas la mayor parte de las
Iglesias del Asia Menor, el mismo Jesucristo eligió siete de entre ellas para
representar en el sagrado Apocalipsis, las diversas clases de pastores, y tal
vez, las siete épocas de la Iglesia, como muchos han pensado. No debemos olvidar
que estas Iglesias del Asia Menor, imbuidas en la doctrina de San Juan,
enviaron Apóstoles a las Gallas, siendo la Ilustre Iglesia de Lyon una de sus
pacíficas conquistas. Pronto, también en el santo tiempo de Navidad,
celebraremos al heroico Policarpo, obispo de Esmirna, discípulo de San Juan, y
cuyo discípulo a su vez, fué el mismo San Potino, primer obispo de Lyon.
EL HIJO DE MARÍA. — Los trabajos apostólicos de San Juan no le
distrajeron de los cuidados que su filial ternura y la recomendación del
Salvador le imponían con respecto a la purísima María. Mientras Jesucristo lo
consideró necesario para el afianzamiento de su Iglesia, tuvo San Juan el
insigne honor de gozar de su compañía, de poder rodearla con sus demostraciones
de ternura, hasta que, después de haber vivido en Efeso a su lado, volvió con
Ella a Jerusalén, desde donde, como canta la Iglesia la Sma. Virgen, se elevó
hasta el cielo desde el desierto de este mundo, semejante a una tenue nube de
mirra e incienso. Juan sobrevivió todavía a esta segunda separación, y esperó
en medio de los trabajos del apostolado el día en que a él también le sería
dado escalar la afortunada región donde le esperaban el divino Amigo y su
incomparable Madre.
EL DOCTOR. — Los Apóstoles, aquellas brillantes lumbreras puestas
en el candelero por el mismo Cristo, se iban apagando poco a poco por la muerte
del martirio; sólo él quedaba de pie en la Iglesia de Dios; las Iglesias
recogían las palabras inspiradas de su boca, como regla de su fe; su profecía
de Patmos demostraba que conocía bien los secretos del futuro de la Iglesia. En
medio de tanta gloria, Juan permanecía sencillo y humilde como el Niño de
Belén; y uno se siente enternecido ante el relato de los antiguos, que nos le
muestran acariciando con dulzura a una avecilla posada en sus sagradas manos.
Este anciano que en sus años
juveniles habla descansado sobre el pecho de Aquel cuyas delicias son el estar
con los hijos de los hombres; él, el único de los Apóstoles que le había
seguido hasta la Cruz, y que había visto traspasar con la lanza aquel corazón
que tanto amó al mundo, gustaba sobre todo hablar del amor fraterno. Su
misericordia para con los pecadores era digna del amigo del Redentor, y es
conocida aquella evangélica persecución que llevó a cabo contra un joven, a
quien había amado con amor de padre, y que, en ausencia del santo Apóstol, se
habla entregado a toda clase de desórdenes. A pesar de su ancianidad, Juan le
siguió hasta los montes, trayéndole de nuevo arrepentido al redil.
Mas, el hombre de tan insigne
caridad, era inflexible contra la herejía la cual destruyendo la fe, destruye
la caridad en su misma fuente. De él tomó la Iglesia su máxima de huir del
hereje como de un apestado: No le saludéis siquiera, escribe el amigo de Cristo
en su segunda Epístola; porque él que le saluda, comulga con sus perversas
obras. Habiendo entrado cierto día en un baño público, supo que allí se hallaba
el heresiarca Cerinto, y salió inmediatamente como de un lugar maldito. Por
eso, los discípulos de Cerinto trataron de envenenarle con una copa que estaba
a su uso; pero, al hacer el santo Apóstol la señal de la Cruz sobre la bebida,
salió de allí una serpiente, lo cual puso de manifiesto la maldad de los
sectarios y la santidad del discípulo de Cristo. Esta apostólica energía en la
guarda del tesoro de la fe, le hizo temible a los herejes del Asia,
justificando su profético apellido de Hijo del trueno que el mismo Salvador le
habla dado, lo mismo que a su hermano Santiago el Mayor, el Apóstol de España.
En recuerdo de este milagro que
acabamos de contar, la tradición de los artistas católicos, dió al santo como
emblema un cáliz, del cual sale una serpiente, y en muchas regiones de la
cristiandad, sobre todo en Alemania, el día de la fiesta de este Apóstol, se
bendice solemnemente el vino con una oración que recuerda este episodio. Es
también costumbre en esas tierras, beber al fin de la comida una copa, llamada
la copa de San Juan, como para poner bajo su amparo la refección tomada.
Nos falta lugar para contar detalladamente
otras tradiciones sobre el Apóstol: se puede consultar a la leyenda; nos
limitaremos a decir algo sobre su muerte.
El trozo del Evangelio que se lee
en la Misa de San Juan fué con frecuencia interpretado en el sentido de que el
Discípulo amado no había de morir; mas, hay que reconocer que se puede explicar
el texto sin necesidad de recurrir a esa interpretación. La Iglesia griega,
cree en el privilegio de la exención de la muerte concedido a San Juan, y esta
opinión de muchos Padres antiguos se halla reproducida en algunas Secuencias e
Himnos de las Iglesias de Occidente. Se diría que también la Iglesia romana
favorece ese sentimiento al escoger esas palabras para una de las Antífonas de
los Laudes de la fiesta; pero, hay que reconocer que jamás se inclinó
abiertamente por esa opinión, aunque tampoco la desaprobase. Por otra parte, en
Efeso existió el sepulcro del santo Apóstol; los monumentos de la tradición
hacen mención de él, así como del prodigio de un maravilloso maná que fluyó de
allí durante varios siglos.
Con todo eso, no deja de
sorprender que el cuerpo de este santo no haya sido objeto de ninguna
traslación; ninguna iglesia se ha gloriado de poseerle; y por lo que se refiere
a las reliquias particulares de este Apóstol, son muy escasas en la Iglesia y
de una naturaleza muy poco definida. En Roma, cuando se piden reliquias de San
Juan, sólo se logran algunas de su sepulcro. Después de todos estos datos, hay
que reconocer que exite algún misterio en la desaparición total del cuerpo de
un personaje tan querido por toda la Iglesia, en tanto que el cuerpo de todos
sus demás compañeros en el Apostolado tienen su historia más o menos definida,
disputándoselos muchas Iglesias, total o parcialmente. ¿Quiso el Salvador
glorificar antes del día del juicio el cuerpo de su amigo? En los designios
impenetrables de su sabiduría, ¿lo sustrajo quizás a todas las miradas como el
cuerpo de Moisés? Son cuestiones, que no serán nunca probablemente resueltas en
la tierra; pero no hay inconveniente en reconocer, con muchos santos doctores,
el misterio de que el Señor ha querido rodear el cuerpo virginal de San Juan,
como una nueva señal de la admirable castidad de este gran Apóstol.
¡Oh bienaventurado Juan! te
saludamos en este día con el corazón rebosante de gratitud, por habernos
acompañado con tan tierno amor en la celebración del Nacimiento de tu divino
Rey. Al destacar tus inefables privilegios, glorificamos a Aquel que te
distinguió con ellos. Sé, pues, bendito, tú que eres el amigo de Jesús e Hijo
de la Virgen. Pero, antes de abandonarnos atiende nuestras plegarias.
¡Apóstol de la caridad fraterna!
haz que todos nuestros corazones se fundan en una santa unión; que renazca en
el corazón del cristiano de hoy día esa sencillez de la paloma de que fuistes
un ejemplo conmovedor. Haz que la fe sin la cual no podría existir la caridad,
se mantenga pura en nuestras Iglesias; que sea aplastada la serpiente de la
herejía, y que sus pestilentes pócimas no sean más servidas a los labios de un
pueblo cómplice o indiferente; que la adhesión a la doctrina de la Iglesia sea
firme y valerosa en el corazón de los católicos; que las procacidades profanas
o la débil tolerancia de los errores no llegue a empañar las costumbres
religiosas de nuestros padres; y que los hijos de la luz no se unan a los hijos
de las tinieblas.
Acuérdate, oh santo Profeta, de
la sublime visión en la que te fué dado ver el estado de las Iglesias del Asia
Menor; alcanza para los Angeles que guardan las nuestras, esa inviolable
fidelidad que es la única merecedora de la corona y del premio. Ruega también
por las regiones que evangelizaste y claudicaron en la fe. Durante mucho tiempo
han padecido la degradación y la esclavitud; hora es ya de que vuelvan a la fe
de Jesucristo y de su Iglesia. Envía la paz, desde lo alto del cielo, a tu
Iglesia de Efeso y a sus hermanas de Esmirna, de Pérgamo, de Hatira, de Sardes,
de Filadelfia y de Loadicea, para que se despierten de su letargo y salgan de
sus tumbas; pon pronto fin a los tristes destinos del Islamismo, y haz que
desaparezcan el cisma y la herejía que degradan al Oriente, para que todo el
rebaño se reúna en un solo aprisco. Protege a la Santa Iglesia romana, que fué
testigo de tu gloriosa Confesión, y guardó su memoria entre sus más bellos
títulos de gloria, al lado de la de Pedro y Pablo. Envía para ella una nueva
efusión de luz y caridad, en estos días en que la cosecha comienza a blanquear
por todas partes. Finalmente, ¡oh discípulo predilecto del Salvador de los
hombres! alcánzanos el ser admitidos un día a la contemplación de la gloria de tu
cuerpo virginal, para que después de habernos presentado en esta tierra a Jesús
y a María en Belén, nos les muestres también, en los esplendores de la
eternidad.
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