Aparecida en Oriente la estrella anunciada por Balaam, los tres Magos, cuyos corazones permanecían abiertos a la esperanza del Mesías Libertador, sintieron, repentinamente el aguijón del amor que les espoleaba. A diferencia de los pastores de Belén, a quienes la voz de un Angel invitó hacia el pesebre, reciben ellos la noticia de la gozosa llegada del Rey de los Judíos de una manera mística y silenciosa. Pero, en sus corazones recibía una explicación el lenguaje mudo de la Estrella por obra del mismo Padre celestial, que les revelaba a su Hijo. Aquí su vocación sobrepasó en dignidad a la de los pastores, los cuales no supieron nada sino por ministerio de los Angeles conforme a la divina disposición de la antigua Ley.
Mas, si es cierto que la gracia de Dios se dirigió directamente a sus corazones, también puede decirse que los halló fieles. Los pastores acudieron presurosos a Belén, nos dice San Lucas. Los Magos, hablando con Herodes expresan con no menor contento la sencillez de su presteza: "Vimos, dicen, su Estrella, y hemos venido a adorarle."
Abrahán mereció llegar a ser Padre de los Creyentes, gracias a su fidelidad en seguir el mandato que Dios le daba de salir de Caldea, tierra de sus antepasados, y trasladarse a una región para él desconocida; los Magos por la docilidad de su fe, no menos admirable, merecieron ser los predecesores de la Iglesia de los Gentiles.
También ellos salieron de Caldea, según refiere San Justino y Tertuliano; al menos era la patria de algunos. También esos autores, cuyo testimonio confirman otros Padres, señalan a la Arabia como lugar nativo de alguno de los otros piadosos viajeros. Una tradición popular, admitida siglos más tarde en la iconografía cristiana, hace natural de Etiopía al tercero de ellos. De todos modos, no se puede negar que David y los Profetas señalaron ya a los negros habitantes de Africa como unos de los primeros que debían ser objeto de la predilección divina. Por la condición de Magos, debemos entender la profesión de estos hombres, que no era otra que el estudio del curso de los astros, en el cielo en el que espiaban el próximo aparecer de la profética Estrella por la que suspiraban; porque eran sin duda de aquellos Gentiles temerosos de Dios, como el centurión Cornelio, y no se habían mancillado con el contacto idolátrico, conservando, en medio de tantas tinieblas, las puras tradiciones de Abrahán y de los Patriarcas.
El Evangelio no dice que fueran reyes; pero, no sin motivo, les aplica la Iglesia los versículos en que habla David de los Reyes de Arabia y de Sabá que llegan a los pies del Mesías con sus ofrendas de oro. Se apoya esta tradición en el testimonio de San Hilario de Poitiers, de San Jerónimo, del poeta Juvenco, de San León y de otros muchos. Indudablemente, no debemos figurarnos a los Magos como grandes potentados, cuyo imperio pudiera compararse en extensión e importancia con el poderío romano; pero ya sabemos que la Sagrada Escritura atribuye con frecuencia el nombre de reyes a pequeños príncipes, a simples gobernadores de provincia. Basta, pues, que los Magos ejercieran alguna autoridad sobre los pueblos; por lo demás, las consideraciones que Herodesse cree obligado a tener con extranjeros que llegan hasta su palacio para anunciar el nacimiento de un Rey de los Judíos, al cual tratan de rendir homenaje con tanto celo, demuestran suficientemente la importancia de estos personajes, así como el movimiento que su llegada despierta en la ciudad de Jerusalén, indica bien a las claras que su presencia venía acompañada de un exterior majestuoso.
Estos dóciles reyes dejan de repente su patria, sus riquezas, y su tranquilidad, para seguir a la Estrella; el poder de Dios que les había llamado los reúne en un mismo viaje y en una misma fe. Ni los peligros y los trabajos del camino cuyo final ignoran, ni el temor de despertar contra sí las sospechas del Imperio Romano, logran detenerlos.
Su primer descanso es Jerusalén. Llegan estos Gentiles a la ciudad santa, que pronto será maldita, para anunciar a Jesucristo y manifestar su venida. Con todo el aplomo y la tranquilidad de los Apóstoles y de los Mártires declaran su firme intención de ir a adorarle. Obligan a Israel, depositarla de las divinas profecías, a confesar uno de los principales datos del Mesías, su nacimiento en Belén. El Sacerdocio judío, cumple, sin darse cuenta, su sagrado ministerio; Herodes se revuelve en su lecho, y planea ya sus proyectos asesinos. Mas, es ya hora de que abandonen los Magos, la ciudad infiel, que ha recibido con su presencia el anuncio de su repudio. Vuelve a aparecer la Estrella en el cielo, animándolos a continuar su marcha; unos pasos más y se hallarán en Belén a los pies del Rey que venían buscando.
También nosotros; ¡oh Emmanuel! te seguimos y caminamos a tu luz; porque Tú has dicho en la Profecía de tu Discípulo amado: "Yo soy la estrella brillante de la mañana." (XXII, 16). El astro que conduce a los Magos e.s simplemente un símbolo de esa inmortal Estrella. Tú eres el lucero matutino; porque tu nacimiento anuncia el fin de las tinieblas, del error y del pecado. Tú eres el lucero matutino; porque, después de haber sufrido la prueba de la muerte y del sepulcro, sales de repente de las sombras a la luz matinal el día de tu Resurrección gloriosa. Tú eres el lucero matutino; porque, con tu Nacimiento y los Misterios que van a seguirle, nos anuncias el día sin nubes de la eternidad. ¡Oh! acompáñenos tu luz constantemente y seamos siempre dóciles para abandonarlo todo por seguirla como los Magos: ¡Cuán espesas eran las tinieblas que nos rodeaban cuando nos llamaste a tu gracia! ¡Nosotros amábamos esas tinieblas, y a pesar de eso nos hiciste amar la luz! ¡Oh Cristo! conserva en nosotros ese amor. No se nos acerque el pecado, que no es más que tinieblas. No nos seduzcan los pérfidos espejismos de la falsa conciencia. Aleja de nosotros la ceguedad de Jerusalén y de su Rey, para quienes no luce la Estrella; guíenos ella en todo momento y condúzcanos a Ti, nuestro Rey, nuestra paz y nuestro amor.
También a ti te saludamos ¡oh María! estrella de los mares, que brillas sobre las olas de este mundo para calmarlas y para proteger a los que claman a ti en la tempestad. Tu favoreciste a los Magos a través del desierto; guía también nuestros pasos y dirígenos hasta Aquel que descansa en tus brazos y te ilumina con su luz eterna.
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