LOS MISTERIOS DE ESTE DÍA. — Ha
llegado el octavo día del Nacimiento del Salvador; los Magos se acercan a
Belén; cinco días más y la estrella se detendrá sobre el lugar donde descansa
el divino Niño. Hoy, el Hijo del hombre debe ser circuncidado, subrayando con
este primer sacrificio de su carne inocente, el octavo día de su vida mortal.
Hoy, le van a poner un nombre; y este nombre será el de Jesús, que quiere decir
Salvador. En este gran día, se aglomeran los misterios; recojámoslos todos, y
honrémoslos con toda la devoción y ternura de nuestros corazones. Pero, este
día no está únicamente dedicado a celebrar la Circuncisión de Jesús; el
misterio de esta Circuncisión forma parte de otro mayor todavía, el de la
Encarnación e Infancia del Salvador; misterio que absorbe continuamente a la
Iglesia no sólo durante esta Octava, sino en los cuarenta días del Tiempo de
Navidad. Por otra parte, es conveniente que honremos con una fiesta especial la
imposición del nombre de Jesús, fiesta que pronto celebraremos. Este solemne
día conmemora aún otro objeto digno de excitar la piedad de los fieles. Este
objeto es María, Madre de Dios. La Iglesia celebra hoy de un modo especial ese
augusto privilegio de la Maternidad divina, otorgado a una simple criatura,
cooperadora en la gran obra de la salvación de los hombres. Antiguamente, la
Santa Iglesia romana celebraba dos misas el día 1de enero: una por la Octava de
Navidad, otra en honor de María. Más tarde, las reunió en una sola, del mismo
modo que unió en el Oficio de este día los testimonios de su admiración hacia
el Hijo, con las expresiones de su admiración y tierna confianza para con la
Madre. En su afán de rendir el tributo de sus homenajes a la que nos dió al
Emmanuel, la Iglesia griega no espera al octavo día del Nacimiento del Verbo
hecho carne. En su impaciencia, consagra a María el mismo día siguiente de
Navidad, el 26 de diciembre, con el título de Sínaxis de la Madre de Dios,
reuniendo esas dos fiestas en una sola, y celebrando a San Esteban el día 27 de
diciembre.
LA MATERNIDAD DIVINA. — Por lo que toca a nosotros, hijos
primogénitos de la Santa Iglesia romana, volquemos hoy en la Virgen Madre todo
el amor de nuestros corazones, y unámonos a la felicidad que ella experimenta
por haber dado a luz a su Señor que es también nuestro. Durante el santo Tiempo
de Adviento la hemos contemplado encinta del Salvador del mundo; hemos realzado
la excelsa dignidad de esta Arca de la nueva Alianza que ofrecía su casto seno,
a la Majestad del Rey de los siglos, como si fuera otro cielo. Ahora acaba de
dar a luz a este Niño Dios; le adora, pero es también su Madre. Tiene derecho a
llamarle Hijo suyo; y El, aun siendo verdadero Dios, le llamará de verdad
Madre. No nos cause, pues, extrañeza, que la Iglesia cante con tanto entusiasmo
a María y a sus glorias. Pensemos más bien, que todos los elogios que puede
tributarle, todos los homenajes que en su culto puede ofrecerle, quedan siempre
muy por debajo de lo que realmente es debido a la Madre del Dios encarnado.
Ningún mortal llegará nunca a describir, ni aun a comprender, la gloria que
encierra en sí ese sublime privilegio. Efectivamente, dimanando la dignidad de
María de su cualidad de Madre de Dios, sería necesario para abarcarla en toda
su extensión, que comprendiésemos previamente a la misma Divinidad. Es a Dios a
quien María dió la naturaleza humana; es a Dios a quien tuvo por Hijo; es Dios
quien tuvo a gala el estarla sujeto, en cuanto hombre; el valor de tan alta
dignidad en una simple criatura, no puede, por tanto, ser apreciado sino es
relacionándolo con la infinita perfección del soberano Señor que se digna
ponerse a sus órdenes. Anonadémonos, pues, en presencia de la Majestad^ divina,
y humillémonos ante la soberana dignidad de la que escogió por Madre.
Si nos ponemos ahora a pensar en
los sentimientos que embargaban a María ante una situación semejante con
respecto a su divino Hijo, quedaremos pasmados ante la sublimidad del misterio.
Ella ama a ese Hijo a quien da el pecho, a quien tiene en sus brazos, a quien
aprieta contra su corazón, le ama porque es el fruto de sus entrañas; le ama
porque es su madre, y la madre ama a su hijo como a si misma y más que a sí
misma; pero cuando considera la infinita majestad del que así se confía a su
amor y a sus caricias, tiembla y se siente desfallecer, hasta que su corazón de
Madre le tranquiliza con el recuerdo de los nueve meses que ese Niño pasó en su
seno, y de la filial sonrisa que tuvo para ella en el momento de darlo a luz.
Estos dos sublimes sentimientos de la religión y de la maternidad, tienen en su
corazón un solo y divino objeto. ¿Puede imaginarse algo más excelso que esta
dignidad de Madre de Dios? ¿No teníamos razón al decir, que para comprenderla
tal como es en realidad, habríamos de comprender al mismo Dios, el único que
pudo concebirla en su infinita sabiduría y hacerla realidad con su poder
ilimitado? ¡Una Madre de Dios! ese es el misterio cuya realización esperaba el
mundo desde hace tantos siglos; la obra, que a los ojos de Dios, sobrepasaba
infinitamente en importancia a la creación de millones de mundos. Una creación
no es nada para su poder; habla, y todas las cosas son hechas. Mas, para hacer
a una criatura Madre de Dios, tuvo no sólo que trastornar todas las leyes de la
naturaleza, haciendo fecunda la virginidad, sino sujetarse El mismo con
relaciones filiales a la feliz criatura que se escogió. Le concedió derechos
sobre El y aceptó deberes para con ella; en una palabra, se hizo su Hijo, e
hizo de ella su Madre.
De aquí se sigue que, los
beneficios de la Encarnación que debemos al amor del Verbo divino, podemos y
debemos en justicia referirlos también a María en sentido verdadero, aunque
secundario. Si es Madre de Dios, lo es por haber consentido en serlo. Dios se
dignó no sólo aguardar ese consentimiento, sino también hacer depender de él la
venida en carne de su Hijo. Así como el Verbo eterno pronunció sobre el caos la
palabra FIAT, y la creación salió de la nada para obedecerle; del mismo modo, Dios
estuvo esperando a que María pronunciase la palabra FIAT, hágase en mí según tu
palabra, para que su propio Hijo bajase a su casto seno. Por consiguiente,
después de Dios, a María debemos el Emmanuel. Esta necesidad ineludible, en el
plan sublime de la redención, de que exista una Madre de Dios, debía
desconcertar los artificios de los herejes, resueltos a privar de su gloria al
Hijo de Dios. Para Nestorio, Jesús no era más que un simple mortal; su Madre no
era por tanto, más que la madre de un hombre: quedaba destruido el misterio de
la Encarnación. De ahí el odio de la sociedad cristiana a tan pérfido sistema.
El Oriente y el Occidente proclamaron con unanimidad la unidad de persona del
Verbo hecho carne, y a María como verdadera Madre de Dios, Deipara, Theotocos,
por haber dado a luz a Jesucristo. Era, pues, justo que en memoria de esta
señalada victoria alcanzada en el concilio de Efeso, y para manifestar la
tierna devoción de los pueblos cristianos hacia la Madre de Dios, se elevaran
solemnes monumentos que lo atestiguaran. Así comenzó en las Iglesias griega y
latina la piadosa costumbre de unir en la fiesta de Navidad, el recuerdo de la
Madre con el culto del Hijo. Fueron diversos los días dedicados a esta
conmemoración; pero la intención religiosa era la misma. En Roma, el santo Papa
Sixto III hizo decorar el arco triunfal de la Iglesia de Santa María ad
Praesepe, la admirable Basílica de Santa María la Mayor, con un inmenso mosaico
en honor de la Madre de Dios. Ese precioso testimonio de la fe del siglo v ha
llegado hasta nosotros; en medio del amplio conjunto en el que figuran en su
misteriosa simplicidad, los sucesos narrados en la Sagrada Escritura y los
símbolos más venerables, se puede leer todavía la inscripción, que atestigua la
veneración del santo Pontífice hacia María, Madre de Dios, y que dedica al
pueblo fiel: SIXTUS EPISCOPUS PLEBI DEI. También se compusieron en Roma cantos
especiales para celebrar el gran misterio del Verbo hecho carne en María.
Magníficos Responsorios y Antífonas sirvieron de expresión a la piedad de la
Iglesia y de los pueblos, trasmitiéndola a todos los siglos venideros. Entre
estas piezas litúrgicas hay antífonas que la Iglesia griega canta en su lengua
en estos días con nosotros, las cuales ponen de manifiesto la unidad de la fe y
de sentimientos ante el gran misterio del Verbo encarnado.
La Estación se celebra en Santa
María al otro lado del Tiber. Era justo honrar esta Basílica, venerable por
siempre entre todas las que consagró a María la devoción de los católicos. La
más antigua de las Iglesias de Roma dedicada, a la Santísima Virgen, fué
consagrada por San Calixto en el siglo m, en la antigua Taberna Meritoria,
lugar famoso, aun entre los autores paganos, por la fuente de aceite que de
allí brotó, bajo el reinado de Augusto, y corrió hasta el Tiber. -La piedad
popular vió en este suceso un símbolo de Cristo (unctus) que debía pronto
nacer, la Basílica lleva hoy todavía el título de Fons olei *. , El Introito,
como la mayor parte de las piezas que se cantan en la Misa, es el de Navidad,
en su Misa Mayor. Celebra el Nacimiento del Niño Dios, que cumple hoy sus ocho
días.
* Hasta el siglo VIII, el primer día del año se conmemoraba
con una fiesta pagana. La Iglesia, la reemplazó, entre (600 y 657), por una
fiesta cristiana: la Octava Domini: era una nueva fiesta de Navidad con un
recuerdo especial para María, Madre de Jesús, y la Estación se hacía en Santa
María ad Martyres, el Panteón de Agripa. Según algunos, esta fiesta sería la
primera fiesta de María en la Liturgia romana (Ephem. Liturg, t. 47, p. 430).
Los calendarios bizantinos de los siglos vil y ix, y con anterioridad el canon
17 del Concilio de Tours en 567, y el Martirologio jeronimiano (fin del siglo
vi) señalan para el primero de enero, la fiesta de la Circuncisión. Además, en
Francia se ayunaba ese día para alejar a: los fieles de las fiestas paganas del
primero de enero. Solamente en el siglo ix aceptó la Iglesia romana la fiesta
de la Circuncisión: hubo entonces doble Oficio y doble Estación, una de ellas en
San Pedro.
INTROITO
Un niño nos ha nacido, y nos ha
sido dado un Hijo: en sus hombros descansa el Imperio; y se llamará su nombre:
Angel del gran consejo.
En la Colecta, la Iglesia celebra
la fecunda virginidad de la Madre de Dios y nos muestra a María como fuente de
que Dios se ha servido para derramar sobre el género humano el beneficio de la
Encarnación, presentando ante el mismo Dios nuestras esperanzas fundadas en la
intercesión de esta privilegiada criatura.
ORACIÓN
Oh Dios, que, por la fecunda virginidad
de la Bienaventurada María, diste al género humano los premios de la salud
eterna: suplicámoste, hagas que sintamos interceder por nosotros, a aquella que
nos dió al Autor de la vida, a Jesucristo, tu Hijo, N. S. El cual vive y reina
contigo.
EPÍSTOLA
Lección de la Epístola del
Apóstol S. Pablo a Tito. (II, 11-15.) Carísimo: La gracia de Dios, nuestro
Salvador, se ha aparecido a todos los hombres, para enseñarnos que, renunciando
a la impiedad y a los deseos mundanos debemos vivir sobria y justa y
piadosamente en este siglo, aguardando la bienaventurada esperanza y el
glorioso advenimiento del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, el cual se
dió a sí mismo por nosotros, para redimirnos de todo pecado y purificar para sí
un pueblo grato, seguidor de las buenas obras. Predica y aconseja estas cosas
en Nuestro Señor Jesucristo.
En este día en que ponemos el
principio de nuestro año civil, vienen a propósito los consejos del gran
Apóstol, advirtiendo a los fieles la obligación que tienen de santificar el
tiempo que se les concede. Renunciemos, pues, a los deseos mundanos; vivamos
con sobriedad, justicia y piedad; nada debe distraernos del ansia de esa
bienaventuranza que esperamos. El gran Dios y Salvador Jesucristo, que se nos
revela estos días en su misericordia para adoctrinarnos, volverá un día en su
gloria para recompensarnos. El correr del tiempo nos advierte que se acerca ese
día; purifiquémonos y hagámonos un pueblo agradable a los ojos del Redentor, un
pueblo dado a las buenas obras. El Gradual celebra la venida del divino Niño,
invitando a todas las naciones a ensalzarle a El y a su Padre que nos le había
prometido y nos le envía.
GRADUAL
Todos los confines de la tierra
vieron la salud de nuestro Dios: tierra toda, canta jubilosa a Dios. — 7. El
Señor manifestó su salud: reveló su justicia ante la faz de las gentes.
ALELUYA
Aleluya, aleluya. — 7. Habiendo
hablado Dios muchas veces a los Padres en otro tiempo por los Profetas, en
estos últimos días nos ha hablado por su Hijo. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del Evangelio según
San Lucas. (II, 21.) En aquel tiempo, pasados los ocho días para circuncidar al
Niño, llamaron su nombre JESÚS, el cual le fué puesto por el Angel antes de que
fuese concebido en el vientre.
Es circuncidado el Niño; no sólo
pertenece ya a la naturaleza humana; por medio de este símbolo se hace miembro
del pueblo elegido, y se consagra al servicio divino. Se somete a esta dolorosa
ceremonia, a esta señal de servidumbre, con el fin de cumplir toda justicia.
Recibe en cambio el nombre de JESÚS; y este nombre quiere decir SALVADOR; nos
salvará, pues, mas a costa de su propia sangre. Esa es la voluntad de Dios, por
El aceptada. La presencia del Verbo encarnado en la tierra tiene por finalidad
llevar a cabo un Sacrificio; este Sacrificio comienza ahora. Esta primera
efusión de sangre del Hijo de Dios podría bastar para que ese sacrificio fuera
pleno y perfecto; pero la insensibilidad del pecador, cuyo corazón ha venido a
conquistar el Emmanuel, es tan profunda, que con frecuencia sus ojos
contemplarán sin conmoverse arroyos de esa sangre divina corriendo por la cruz
en abundancia. Unas pocas gotas de la sangre de la circuncisión hubieran
bastado para satisfacer la justicia del Padre, pero no bastan a la miseria del
hombre, y el corazón del divino Niño trata ante todo de curar esa miseria. Para
eso viene; amará a los hombres hasta la locura; no en vano llevará el nombre de
Jesús. El Ofertorio celebra el poder del Emmanuel. En este momento en que
aparece herido por el cuchillo de la circuncisión, cantemos con mayor fervor su
poderlo, su riqueza y su soberanía. Celebremos también su amor, porque si viene
a compartir nuestras heridas, es por el afán de sanarlas.
OFERTORIO
Tuyos son los cielos, y tuya es
la tierra: tú fundaste el orbe de las tierras y su redondez: justicia y juicio
son la base de su trono.
SECRETA
Aceptadas nuestras ofrendas y
nuestras preces, suplicámoste, Señor, nos purifiques con tus celestiales
Misterios y nos escuches clemente. Por el Señor.
Durante la Comunión, la Iglesia
se regocija en el nombre del Salvador que viene, y que llena todo el
significado de este nombre, rescatando a todos los habitantes de la tierra.
Súplica a continuación, por medio de María, que el divino remedio de la
comunión cure nuestros corazones del pecado, para que podamos ofrecer a Dios el
homenaje de esa circuncisión espiritual de que habla el Apóstol.
COMUNION
Todos los confines de la tierra
vieron la salud de nuestro Dios.
POSCOMUNION
Que esta Comunión, Señor, nos
purifique del pecado: y, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María,
Madre de Dios, nos haga partícipes del celestial remedio. Por el mismo Señor.
En este octavo día del Nacimiento
del divino Niño, consideremos el gran misterio de la Circuncisión que se opera
en su carne. Hoy, la tierra ve correr las primicias de la sangre que la va a
rescatar; hoy, el celestial Cordero que va a expiar nuestros pecados, comienza
ya a sufrir por nosotros. Compadezcamos al Emmanuel, que se somete con tanta
dulzura al instrumento que le imprimirá una señal de servidumbre. María, que ha
velado por El con tan tierno cuidado, ha visto venir esta hora de los primeros
sufrimientos de su Hijo, con un doloroso desgarro de su corazón maternal. Sabe
que la justicia de Dios podría prescindir de este primer sacrificio, o bien
contentarse con el valor infinito que encierra para la salvación del mundo; y a
pesar de eso, es preciso que sea lacerada la carne inocente de su Hijo y que
corra su sangre por sus delicados miembros. Contempla con dolor los
preparativos de esa sangrienta ceremonia; no puede huir, ni consolar a su Hijo
en la angustia de este primer sufrimiento. Tiene que oír sus suspiros, su
gemido quejumbroso, y ver cómo corren las lágrimas por sus tiernas mejillas.
"Y llorando El, dice San Buenaventura, ¿crees tú, que su Madre puede
contener sus lágrimas? Llora, pues, también ella. Al verla así llorando, su
Hijo, que estaba sobre su regazo, ponía su manecita en la boca y en el rostro
de su Madre, como para pedirle por esa señal que no llorase; pues El, que la
amaba con tanta ternura, quería que no llorase. Por su parte, esta dulce Madre
cuyas entrañas estaban totalmente conmovidas por el dolor y las lágrimas de su
Hijo, le consolaba probablemente con sus gestos y palabras. En realidad, como era
muy prudente conocía muy bien su voluntad aunque no le hablara, y así le decía:
Hijo mío, si quieres que acabe de llorar, termina tú también, porque llorando
tú, yo no puedo menos de llorar. Y entonces, por compasión hacia su Madre,
dejaba de gemir el pequeñuelo. La Madre le enjugaba el rostro, y secábase
también el suyo; luego acercaba su cara a la del niño, le daba el pecho, y le
consolaba de cuantas maneras podía" '. ¿Con qué pagaremos nosotros ahora
al Salvador de nuestras almas, por la Circuncisión que se ha dignado sufrir
para demostrarnos el amor que nos tiene? Debemos seguir el consejo del Apóstol
(Col., II, 11), y circuncidar nuestro corazón de todos sus malos afectos,
estirpar el pecado y sus concupiscencias, vivir finalmente de esa nueva vida, cuyo
sencillo y sublime modelo nos viene a traer Jesús desde lo alto. Procuremos
consolarle en este su primer dolor, y estemos cada vez más atentos a los
ejemplos que nos ofrece.
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