(+ el séptimo mes después de la Ascensión de
Cristo al cielo) El primero que selló con su sangre la fe de
Jesucristo, fué el glorioso san Esteban, uno de los siete varones escogidos
entre los primeros cristianos, como hombre de mejor reputación y más lleno del
Espíritu Santo y de su sabiduría, a quienes encargaron los apóstoles la
distribución de las limosnas a los pobres y a las viudas de Jerusalén, mientras
ellos se ocupaban en predicar la divina palabra y en hacer oración. Como san
Esteban, lleno de gracia y poder de Dios, hiciese grandes prodigios y milagros
en el pueblo, y el número de los discípulos, no solamente de los plebeyos, sino
también de los sacerdotes, creciese en gran manera; levantáronse muchos judíos
graves y doctos a disputar con Esteban; mas no podían resistir a la sabiduría y
al espíritu con que hablaba. Entonces sobornaron a unos que dijesen haberle
oído hablar palabras de blasfemias contra Moisés y Dios, y conmovieron al
pueblo y a los ancianos y a los escribas, y arremetiendo a él, le arrebataron y
trajeron al concilio, acusándolo de blasfemo. Y en señal de su inocencia
dispuso el Señor que todos los que en el concilio se hallaban, puestos los ojos
en él, viesen su rostro como el de un ángel. Preguntóle el príncipe de los
sacerdotes si eran verdad aquellos cargos que le hacían. Y él respondió
probándoles con un largo y elocuente razonamiento cómo ni ellos ni sus padres
habían observado la ley, que el Señor, por medio de Moisés, les había dado;
antes al contrario, duros de corazón como eran, y resistiendo siempre al
Espíritu Santo, habían perseguido y dado muerte a los profetas que les
anunciaban a Cristo, a quien ellos acababan de condenar y crucificar. Oyendo
estas razones, concibieron grande enojo contra él; mas Esteban, puestos los
ojos en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús a la diestra del Padre. Di
joles él lo que veía; y ellos, dando grandes voces, y tapándose los oídos por
no oir lo que tenían por gran blasfemia, arremetieron a una contra él, y
echándolo fuera de la ciudad de Jerusalén, le apedreaban; y para hacerlo con
mayor desembarazo y menos estorbo, se quitaron los mantos, y los entregaron a
un mancebo, que se llamaba Saulo, y después fué el apóstol san Pablo, para que
se los guardase. Siguieron, pues, arrojando, ciegos de furor y de rabia,
grandes piedras contra Esteban: mas él con grande paz y no menor constancia,
iba invocando el nombre de Jesús, y pidiendo al Señor que recibiese su
espíritu: y puesto de rodillas clamó a grandes voces: «Señor, no les imputes
este pecado». Y dicho esto, murió. Y Saulo consentía en su muerte. Y el mismo
día se hizo una grande persecución en aquella fervorosa Iglesia, que estaba en
Jerusalén: y todos los discípulos fueron esparcidos por las tierras de Judea y
de Samaría, excepto los apóstoles que quedaron allí ocultos. Unos piadosos
varones, a pesar del tumulto, recogieron el sagrado cadáver del santo
protomártir, lo llevaron a enterrar, e hicieron gran llanto sobre él.
Reflexión: Ninguna región del orbe, dice san Agustín,
ignora los méritos de este bienaventurado mártir; porque padeció en el origen
de la Iglesia, a saber, en la misma ciudad de Jerusalén. Por confesar a Cristo
fué apedreado de los judíos y mereció la corona que llevaba significada en su
mismo nombre, porque Esteban en lengua griega vale lo mismo que corona. (San
Agust. sem. II, de S. Esteban).
Oración: Concédenos, Señor, que imitemos lo que
veneramos, aprendiendo a perdonar a los enemigos; pues celebramos el nacimiento
para el cielo de aquel que supo rogar por sus perseguidores a tu Hijo y Señor
nuestro Jesucristo. Amén
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