Los gloriosísimos mártires de
Jesucristo Primo y Feliciano fueron hermanos y caballeros romanos, ilustres por
la sangre, y más ilustres por la fe y confesión del Señor. Habiendo sido acusados
por ser cristianos delante de los emperadores, que a la sazón eran Diocleciano
y Miximiano, los sacerdotes de los ídolos dijeron a los jueces que los dioses
estaban tan enojados, que no darían respuesta a cosa que les preguntasen hasta
que Primo y Feliciano los reconociesen por dioses y protectores del imperio.
Llevaron pues a los dos santos al templo de Hércules, y como no quisiesen
sacrificar a su estatua, los azotaron con varas crudamente. Entregáronlos
después a un gobernador de la ciudad Nomentana, que se llamaba Promoto, el cual
los hizo apartar uno de otro para asaltar a cada uno de los dos por sí,
pensando con esto poderlos más fácilmente vencer. Comenzó pues el procónsul a
amonestar a Feliciano, que mirase por su vejez y no quisiese acabar su vida con
tormentos atroces y penosos. A lo que respondió el venerable anciano: «Ochenta
años tengo cumplidos, y ha treinta que Dios me alumbró y que me determiné a
vivir para solo Cristo.» Mandóle el juez azotar cruelmente y le hizo después
enclavar en un palo. El santo mártir mirando al cielo, decía: En Dios tengo
puesta mi esperanza, y no temo mal ninguno que el hombre me pueda hacer. A los
cuatro días hizo el juez traer a su tribunal a Primo y le dijo: «¿No sabes que
tu hermano Feliciano está ya trocado y ha obedecido a los emperadores, los
cuales le han honrado mucho y admitido en su palacio?» «Yo sé, respondió Primo,
los tormentos que ha padecido, y que ahora está en la cárcel gozando de los
regalos de Dios, y que no podrás tú apartar con los tormentos a los que
Jesucristo ha unido con su amor.» Ordenó el tirano embravecido sobremanera, que
moliesen a Primo con palos nudosos, y le extendiesen en el ecúleo, y abrasasen
sus costados con hachas encendidas. Condenaron después a los dos santos
hermanos a las fieras, y echaron a los mártires dos leones ferocísimos, los
cuales se arrojaron a sus pies, como dos corderos, lamiéndolos y halagándolos,
sin hacerles mal alguno. Entonces alzaron la voz los santos y dijeron al
presidente: «Juez, las fieras reconocen a su Creador; y tú eres tan ciego que
no quieres tener por Señor al que te hizo a su imagen y semejanza?» Conmovióse
con este prodigio la muchedumbre que había concurrido al espectáculo, y
convirtiéronse a la fe de Jesucristo quinientas personas con sus familias. Y el
tirano Promoto, atribuyendo a arte mágica aquellos portentos y cansado ya de
atormentar a aquellos fortísimos caballeros de Cristo, los mandó degollar.
Reflexión: La única razón que
alegaban aquellos gentiles para no convertirse al ver los prodigios de los
santos mártires era decir que los obraban por arte de encantamiento y virtud
diabólica. Ya no creen esto los incrédulos de nuestros días. ¿Pues cómo no se
convierten al leer estas maravillas tan repetidas en los martirios de nuestros
santos? ¿Cómo no las creen estando acreditadas con el testimonio de tantos
autores así cristianos como paganos, que presenciaron aquellos tan públicos y
asombrosos prodigios? Líbrenos el Señor por su gracia de la horrible ceguedad y
dureza de corazón propia de los incrédulos; los cuales ultrajan con gravísima
ofensa a la Divinidad, y son dignos de eterno castigo por desoír las voces de
la gracia, y despreciar con obstinada voluntad los prodigios de la divina
omnipotencia.
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