En la sangrienta persecución que
suscitó contra los cristianos el rey de los sarracenos Abderramán III en
Córdoba, capital de su reino en España, entre otros ilustres mártires que
dieron su vida en defensa de la fe de Cristo, señaláronse mucho por su
admirable valor los santos mártires Pedro, Walabonso, Sabiníano, Wistremundo,
Abencio y Jeremías. Pedro fué natural de Erija y ordenado de sacerdote;
Walabonso era diácono, y nacido en Lipula, lugar llamado hoy Peñaflor;
Sabiniano era monje ya entrado en edad, y natural de Froniano en la sierra de
Córdoba; Wistremundo era todavía mozo, natural de Ecija y monje en la abadía de
san Zoilo; Abencio era hijo de Córdoba y había tomado el hábito en el
monasterio de san Cristóbal; y Jeremías era también natural de Córdoba, casado
con Isabel, y hombre muy rico y poderoso que había fundado el monasterio
llamado Tabanense a dos leguas de aquella ciudad. Todos estos seis fervorosos
varones, oyendo que acababan de ser martirizados los santos Isaac y Sancho, se
presentaron delante del rey moro y le dijeron: «Nosotros también, oh juez,
somos cristianos como nuestros hermanos Isaac y Sancho, y tenemos la misma fe,
por la cual has mandado darles la muerte: confesamos como ellos a Jesucristo
por verdadero Dios, y afirmamos que vuestro profeta Mahoma es precursor del
Anticristo: y decimos que los que profesan la fe de Jesucristo gozarán de la
felicidad del cielo, y que los que siguen la falsa doctrina de Mahoma padecerán
los eternos tormentos del infierno.» Al oír el tirano tan espontánea y clara
confesión, mandó luego prender a les valerosos mártires y pronunció contra
ellos sentencia de muerte, ordenando que fuese cruelmente azotado el santo
viejo Jeremías, por haber blasfemado, como decía el juez, del profeta Mahoma.
Azotaron pues con tanto rigor al venerable anciano, que cuando le llevaron a
degollar, no podía ir por sus pies. Pero todos los demás caminaron al lugar del
suplicio con tanta ligereza y alegría de sus almas como si fuesen a un
espléndido banquete. San Peáro y Walabonso fueron los primeros en ser
degollados, y después sus cuatro compañeros, y así dieron todos sus benditas
almas a Dios. Tomando después los sayones aquellos sagrados cadáveres los
ataron a unos palos, y pasando algunos días los quemaron y echaron las cenizas
en el río.
Reflexión: Mucho vale una santa
y pronta resolución cuando se ve que para ella inspira y anima el Espíritu
Santo, como es cierto inspiró a estos gloriosos mártires, para que sin temor
alguno de la muerte, todos unidos y conformes, se fuesen a reprender al inicuo
juez, que cuatro días antes había quitado la vida al glorioso san Isaac, y
después a Sancho y a otros santos mártires. No seamos pues tardos y perezosos
en ejecutar la voluntad divina cuando se nos manifiesta claramente por las
divinas inspiraciones, que todo nuestro provecho o daño espiritual depende de
ponerlas o de no ponerlas por obra. Pongámonos delante de los ojos los ejemplos
de los santos: los cuales por su fidelidad en poner por obra los altos
pensamientos e inspiraciones de la divina gracia, llegaron a ser tan grandes en
el reino de los cielos. ¡Oh cómo reprenden y condenan nuestra flojedad y
cobardía: ¡Cómo nos cubrirán de vergüenza en el día el Juicio, donde se
descubrirá el mal uso que hemos hecho de las inspiraciones de Dios y de los
beneficios de la gracia!
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