El fervorísimo sacerdote, san
Francisco Carácciolo, nació en el lugar llamado Santa María, de la diócesis de
Trivento del reino de Napóles, y fué hijo de nobilísimos y cristianísimos
padres. Desde sus primeros años se mostró tan compasivo de los pobres, que
cuando se sentaba a la mesa para comer, dejaba a un lado el plato que más le
gustaba y le llevaba a los pobres. Siendo de mayor edad se inclinó a las armas,
y aprendió los ejercicios militares propios de los caballeros de su tiempo; mas
como se viese acometido de una maligna dolencia que le cubrió de pies a cabeza
de una lepra asquerosísima, y redujo toda su hermosura y gentileza a un
disforme esqueleto, ofreció a Dios que si le restituía la primera salud,
abrazaría el estado religioso. Mientras estaba haciendo esta resolución, se sintió
inundado de una avenida tan copiosa de lágrimas, que embargándole la voz, le
dejó suspenso: y vuelto en si, como si despertara de un dulce sueño, se halló
fuera de todo peligro, y en pocos días se vio bueno y sano. Aprendió las letras
humanas y divina, y habiéndose ordenado de sacerdote, celebró su primera misa
con asistencia de la nobleza más distinguida de Napóles; y fué este acto de
grande ternura y edificación. Juntándose después con don Agustín Adorno y
"don Fabricio, fundaron la nueva orden de clérigos, que el sumo pontífice
Sixto II quiso se nombrase de Clérigos menores; y habiendo fallecido el padre
Agustín Adorno, primer general, fué elegido nuestro Francisco que era
confundador; mas a los seis años de su gobierno alcanzó con sus muchos ruegos
dejar su oficio. Entonces se dio a una vida tan santa como admirable: porque
escogió para su habitación un rincón debajo de la escalera de la casa,
estrecho, oscuro y guarnecido de calaveras, que más parecía sepulcro de
muertos, que habitación de vivos. Allí estaba recluso, todo el tiempo que le
sobraba de los actos de comunidad, absorto en la contemplación de las cosas
celestiales. Las noches pasaba en la iglesia velando en oración, donde le
vieron varias veces en éxtasis con los brazos en cruz. Finalmente habiendo
tenido revelación de su muerte, y sintiéndose abrasado de una grave calentura,
preguntó al enfermero que le asistía: «¿En qué día estamos?» y respondió: En
martes 3 de junio, antevíspera del Corpus.» Dijo Francisco: «Pues según eso,
mañana saldré de este mundo.» Y el día siguiente, recibidos con grande devoción
los sacramentos, plácidamente expiró. Comenzó luego su cadáver a despedir una
suavísima fragancia, y estuvo en el féretro tres días para satisfacer a la
devoción del pueblo, después de los cuales determinaron embalsamarle para
transportarle a Napóles y le hallaron ceñidos con un áspero cilicio.
Reflexión: No es menester vivir
como este santo en una celda pobrísima, obscura y llena de calaveras, pero es
gran desatino pensar que hemos venido a este mundo para tener nuestro cielo en
la tierra, y pasar la vida conforme a la ley de nuestros gustos y antojos.
Hemos de morir: y si hemos de morir, no ha de caerse jamás de nuestra memoria
el saludable recuerdo de la muerte. ¿Qué provecho ha sacado de todas las
riquezas, honras y placeres de su vida, el que la termina con una mala muerte?
¿Y qué daño recibe de todos sus contratiempos, el que la acaba con santa
muerte? En eso está todo el gran negocio de la vida mortal del hombre: en morir
bien.
Oración: Oh Dios, que ilustraste
al bienaventurado Francisco, fundador de nueva orden, con el amor de la oración
y de la penitencia, concede a tus siervos, que imitando su ejemplo, perseveren
en la oración y domen la rebeldía de su cuerpo para merecer la gloria
celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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