Modelo perfectísimo de príncipes
cristianos fué el gloriosísimo rey de Hungría san Ladislao I. Nació en Polonia,
donde se había refugiado su padre Bela, huyendo de la persecución del rey
Pedro. Crióse en la corte de Polonia, y después en la de Hungría, y por muerte
de Geiza su hermano, fué coronado por rey de Hungría, con general aplauso de
todo el reino. Un antiguo rey llamado Salomón, que por sus exorbitantes excesos
y crueldades había sido arrojado del trono levantó a los Hunos en armas contra
Ladislao, mas fué vencido y derrotado por el ejército real, y sólo con la fuga
pudo salvar la vida. Libre ya Ladislao de este cuidado, convocó una junta de
los prelados, de la nobleza y del pueblo para restablecer el orden en todo su
reino. Presidióle él mismo en persona y las sabias ordenanzas que se dictaron
en ella se recopilaron en tres libros, y son como la quinta esencia de la
política cristiana. Envidiosos los príncipes vecinos de la felicidad de
Ladislao, hicieron varias irrupciones en sus estados; mas el santo puesto a la
cabeza del ejército, reprimió a los Bohemios, ahuyentó a los Hunos y les obligó
a pedir la paz; tomó a Cracovia, domó a los Polacos y a los Rusos, quitó a los
bárbaros la Dalmacia y la Cracovia, humilló a los Tártaros, y conquistó gran
parte de la Bulgaria y de la Rusia. El número de sus batallas fué el de sus
victorias. Con esta paz alcanzada de todos los enemigos, florecieron en el
reino las artes, la industria, el comercio y la agricultura, y juntamente la
religión y las buenas costumbres, que hicieron de aquel reino, el reino máz
feliz de toda la cristiandad. Y aunque era magnífica y espléndida la corte del
santo rey, su vida era un dechado de todas las virtudes. Asistía cada día a los
divinos oficios, ayunaba tres días cada semana, dormía sobre la dura tierra,
maceraba su carne con rigurosas penitencias, y tuvo tan grande amor y estima de
la castidad, que jamás pudieron persuadirle que se casase. Cuando comulgaba, se
le encendía el rostro con un fuego de amor divino; y no era menor la devoción
que tenía a la Madre de Dios, en cuya honra edificó célebre basílica de nuestra
señora de Waradín. Para los pobres levantó hospitales y casas de beneficencia:
él mismo les hacía justicia, acomadaba sus diferencias, y socorría todas sus
necesidades. Todos sus vasallos le amaban como a padre. Finalmente habiendo
aceptado el mando general de un ejército de trescientos mil cruzados que le
ofrecieron los príncipes de España, Francia e Inglaterra, movidos por el
fervoroso celo del papa Urbano II, cuando hacía los aprestos de aquella guerra
santa, el Señor le llamó para sí, a los cincuenta y cuatro años de su edad, y
a] décimo quinto de su reinado. Su muerte fué muy sentida en toda la
cristiandad, y llenó de luto y de lágrimas todo su reino.
Reflexión: Tal es el acertado
gobierno de un rey santo, y tal la felicidad nacional que resulta de un santo
gobierno. Quéjanse muchos de que Dios tolere esos gobiernos actuales que en
lugar de mirar por el bien de los pueblos, los tiranizan y explotan. Pero ¿qué
culpa tiene Dios ni su providencia, si los mismos pueblos por universal
sufragio les dan sus votos, sólo porque les prometen libertad y más libertad
para el mal, y no piensan siquiera en elegir hombres cristianos que gobernarían
conforme a la ley de Dios y de la conciencia?
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