El apostólico varón san Juan de
Sahagún, decoroso ornamento de la sagrada orden de Ermitaños de san Agustín,
nació de nobles padres en la población de Sahagún, que está en la provincia de
León en España. Siendo todavía de tierna edad solía juntar a los otros
muchachos, y subido a lo alto de una piedra les predicaba con tanto celo y
discreción, que todos decían que aquel admirable niño había de ser un
apostólico orador. Pasó su mocedad entre los pajes del arzobispo de Burgos,
renunció una canongía, y otros beneficios eclesiásticos; y después de una
peligrosísima enfermedad, por cumplir con un voto que había hecho, tomó el
hábito de los ermitaños de san Agustín, y fué tan admirable el ejemplo de sus
virtudes, que le confiaron los superiores el cargo de maestro de novicios.
Todos los días purificaba su alma con el sacramento de la penitencia, diciendo
que ignorando en qué día había de morir, debía estar siempre prevenido para la
hora de su muerte. Celebraba diariamente la misa con grande ternura y devoción,
y antes de comulgar le oyeron decir algunas veces: «¡Señor! yo no te puedo
recibir si no te vuelves a la primera especie eucarística.» Y era, como
manifestó humildemente al superior, que se le aparecía Jesucristo en carne
humana, unas veces con las señales de la pasión, y otras glorioso. Ardiendo la
ciudad en Salamanca en una guerra civil, causada por la enemistad de dos
familias que habían atraído a sus bandos a la mayor parte de los vecinos,
cuando todos respiraban ira y venganza, el santo predicó con tanto es Espíritu
de Dios, que compuso las paces, y ablandó los ánimos que habían resistido a la
autoridad de tres reyes. En cierta ocasión se imaginó un caballero muy
principal que el santo le había injuriado en sus sermones, y buscó asesinos
para que le vengasen; mas cuando éstos iban a poner sus manos sacrílegas en el
santo, que salía de la iglesia, quedaron inmobles y pasmados, hasta que
reconociendo su culpa se echaron a sus pies para que les perdonase. Pasando por
una calle le dijeron que se había caído un muchacho dentro de un pozo, y movido
el santo por las lágrimas de la madre, echó la bendición a las aguas del pozo,
y subieron casi hasta el brocal. Entonces el santo alargó su correa al niño, el
cual asido de ella salió del pozo sin haber recibido daño alguno. Finalmente
después de haber convertido a penitencia a innumerables pecadores, quiso el
Señor que muriese este santo por haber predicado contra, la deshonestidad, como
el Bautista: porque se tiene por cosa cierta que una dama muy principal, de
cuyos lazos había el santo librado a un caballero, le dio un veneno que le
causó la muerte. Estuvo su santo cadáver en el féretro algunos días para
satisfacer la devoción de innumerables gentes que acudieron a venerarle, y el
Señor acreditó su santidad, con repetidos y grandes prodigios.
Reflexión: No hay duda que arden
a veces los odios y enemistades con tan grandes llamas, que no bastan a
apagarlas ni la manifiesta sinrazón de tomarse el hombre la venganza por sus
propias manos, ni aun el temor de la muerte y del patíbulo. Pero el glorioso
san Juan extinguía el fuego de los odios con la sangre de Cristo: porque en
efecto, quien considera al divino Redentor perdonando en la cruz a los que le
estaban crucificando, o no es cristiano, o debe perdonar también de corazón a
sus enemigos.
Oración: Oh Dios, autor de la
paz y amante de la caridad, que condecoraste al bienaventurado Juan, tu
confesor, con la admirable gracia de componer a los enemistados: concédenos por
sus méritos e intercesión, que afirmados en tu caridad, no nos separemos de ti
por ningún motivo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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