Uno de los más ilustres prelados
de la iglesia de Francia en el VI siglo, fué el caritativo obispo san Medardo,
el cual nació en Salentiaco, posesión muy rica de sus padres, que estaba en la
región de Noyón. Desde sus tiernos años fué tan amador de los pobres, que les
daba su misma comida y vestido, y un día hasta les dio el caballo de que tenía
harta necesidad. Riñeron unos labradores sobre el linde y término de unas
tierras que tenían y convinieron en ajustarlo allí con las armas y las vidas:
Medardo que lo supo, se fué con ellos, y viendo una piedra, puso el pie sobre
ella, y dijo: «Esta piedra es el mojón y término de esta porfía»; y quitando el
pie, vieron todos que había quedado estampado en la piedra, con cuya maravilla
quedaron en paz. Entregáronle después sus padres al obispo de Vermandois para
que con su doctrina se adelantase en letras y virtud; y habiendo sido ordenado
de misa acrecentó su fervor: afligía su carne con abstinencias, dejando de
comer para hartar a los hambrientos, sanaba endemoniados, y curaba todas las
enfermedades, por lo cual cuantos a él venían, hacían a la letra lo que les
decía y aconsejaba, como si se lo dijera un ángel del cielo. Murió el obispo de
Vermandois, y luego se oyó la voz común que aclamaba por su obispo a Medardo, y
aunque el santo rehusó mucho aquella dignidad, al fin, vencido de los ruegos y
lágrimas de todo el pueblo, hubo de aceptarla. Habiendo después fallecido el
obispo de Tournay, eligieron también al mismo santo, y el rey pidió al
pontífice que uniese las dos iglesias para que el siervo de Dios las gobernase,
y así lo hizo, aunque por causa de las irrupciones de los Vándalos tuvo que
trasladar el santo la sede a Noyón. Eran los de Tournay muy bárbaros e
indómitos, de malas costumbres y obstinados en sus pecados e idolatrías; mas al
fin pudo tanto el santísimo obispo con sus suaves y dulces razones, que a todos
los bautizó e hizo buenos cristianos. Y después de haber ganado para Jesucristo
innumerables almas, con su predicación y con los grandes milagros que hacía, a
los quince años de su gobierno descansó en la paz del Señor. Los que estaban
presentes vieron muchas luminarias del cielo delante del santo cuerpo, que
duraron por espacio de dos horas. Y cuando condujeron el sagrado cadáver a
Soissóns, el mismo rey con otros caballeros llevó las andas sobre sus hombros y
le hizo labrar un magnífico sepulcro, el cual fué muy célebre y glorioso por
los señalados prodigios que obró el Señor por medio de su santo.
Reflexión: Tal es la honra que
merece la santidad aun acá en la tierra. Los pueblos y los reyes la veneran, y
con universal aplauso la ensalzan sobre todas las demás grandezas del mundo. No
se conceden semejantes obsequios a la opulencia, a la sabiduría, a las
dignidades y placeres mundanos; porque todos entienden que estas cosas pueden
hallarse hasta en un hombre malvado y digno de todo vituperio. Sólo la virtud
hace al hombre verdaderamente grande. Pues ¿por qué no hemos de amarla y
codiciarla y preferirla a todas las demás cosas? ¿No es ella, como dice el
Sabio, incomparablemente más estimable que el oro, y las piedras preciosas? ¿No
es el mayor tesoro que podemos hallar sobre la tierra, y el único caudal que
podemos llevarnos a la eternidad, y el único bien que nos honra en esta vida y
que nos hará dignos de eterna gloria?
Oración: Concédenos, Señor, que
la venerable festividad del bienaventurado Medardo, tu confesor y pontífice,
aumente en nosotros el espíritu de la devoción y el deseo de la salvación
eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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