El maravilloso predicador de
Cristo, san Antonio de Padua, nació en Lisboa, cabeza del reino de Portugal, y
fué hijo de muy nobles y virtuosos padres. Bebió con la leche de su madre la
devoción a la Virgen santísima; y a la edad de quince años tomó el hábito en el
monasterio de canónigos reglares de san Agustín, donde hizo su profesión; mas
once años después, pasó con la venia de sus superiores a la religión seráfica,
llevado del deseo de convertir a los moros y derramar su sangre por Jesucristo.
Pero el Señor que le destinaba a otro apostolado, le envió en África una grave
enfermedad; y para cobrar salud se embarcó con rumbo a España, mas por vientos
contrarios fué llevada la nave a Italia. Mandóle su seráfico padre san
Francisco, que leyese teología en las ciudades de Montpellier en Francia, y de
Bolonia y Padua en Italia, y le encomendó después el oficio de predicar. Eran
sus palabras como unas llamas de fuego que abrasaban los corazones, y como Dios
las confirmaba con grandes prodigios, fueron innumerables los herejes y
pecadores que convirtió así en Francia como en Italia. Una vez, disputando con
un hereje llamado Bonibillo que negaba la presencia de Cristo en la Eucaristía,
hizo que la muía del hereje, a pesar de haber estado tres días sin comer,
dejase la cebada que le ponían delante, para arrodillarse delante del santísimo
Sacramento; con este milagro se convirtió aquel principal maestro de los
herejes. Otra vez estando en la ciudad de Armiño, para confundir a los herejes
que no querían oirle, se llegó a la ribera del mar, a predicar a los peces, a
los cuales, asomando del agua les echó su bendición. Convidáronle un día unos
herejes a comer y le pusieron ponzoña en el plato; y el santo les afeó aquella
maldad, pero haciendo la señal de la cruz sobre el manjar, comióle sin recibir
del veneno lesión alguna. Aconteció muchas veces que predicando en una lengua
le entendían los oyentes de diferentes naciones y lenguas, como si predicara en
la de cada uno, y aun fué oído dos millas lejos de donde predicaba. Era tanta
la gente que acudía a sus sermones, que no cabiendo en los templos se salían a
los campos. Acechó una noche al santo el huésped que le había recibido en su
casa, y vió en su aposento una gran claridad, y el Niño Dios hermosísimo y
sobremanera gracioso encima de un libro, y después en los brazos de san
Antonio, y que el santo se regalaba con él sin apartar los ojos de su divino
rostro. Finalmente a los diez años de sus apostólicos ministerios, acabó su
vida llena de virtudes, y en la ciudad de Padua entregó su alma bienaventurada
al Señor.
Reflexión: Entre los milagros
con que Dios ilustró a este santo gloriosísimo, es muy digno de mención el que
aconteció treinta y dos años después de su muerte, en la traslación de su
sagrado cuerpo. Porque se halló entre los huesos de la boca la lengua tan
entera y fresca como si estuviera viva: y tomándola en las manos san Buenaventura,
que era a la sazón Ministro general de la orden de san Francisco, bañado en
lágrimas exclamó: «¡Oh lengua bendita! que siempre alabaste a Dios, y fuiste
causa de que tantos le alabasen: bien se ve ahora de cuánto merecimiento eres
delante del Criador, que para tan alto oficio te había formado!» Empleemos
también la nuestra en alabar al Señor; ya que es éste el mejor uso que podemos
hacer de ella.
Oración: Haz, Señor Dios mío,
que la solemne festividad de tu confesor Antonio regocije toda la Iglesia, para
que fortificada con los socorros espirituales, merezca disfrutar los gozos
eternos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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