lunes, 8 de mayo de 2017

9 de Mayo: MARTES DE LA CUARTA SEMANA DESPUÉS DE PASCUA. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger

EL MILAGRO. — La Palabra divina impone la fe a la creatura que le escucha; pero esta palabra no se revela sin ir acompañada de todos los signos que demuestran su procedencia divina. Jesús no se llamó Hijo de Dios, sin probar que lo era verdaderamente; no exigió fe en su palabra sin garantizar esta palabra con un argumento irrefragable. Este argumento es el milagro: el milagro por el cual Dios se atestigua a sí mismo. Cuando el milagro tiene lugar, el hombre presta atención; pues sabe que sola la voluntad del Creador puede derrogar las leyes sobre las cuales se fundó la naturaleza. Si Dios declara su voluntad después del milagro, tiene derecho a la obediencia del hombre. Israel sintió que Dios le conducía, cuando la mar se abrió para darle paso, al extender Moisés su mano sobre las aguas. Así, pues, Jesús "autor y consumador de nuestra fe", no exigió nuestra creencia en las verdades que venía a traernos sino después de testificar con milagros su misión divina. "Las obras que hago, decía, dan testimonio de mí; si no queréis creer en mí, creed en mis obras." (San Juan, V. 36-X. 38.) 


¿Se quiere saber cuáles son las obras cuya sanción invoca de esta manera? Juan le envía a decir: "¿Sois vos el que debe venir, o debemos esperar a otro?" Como respuesta, Jesús dice a los enviados: "Id y decid a Juan lo que habéis visto y oído; los ciegos ven; los cojos andan; los leprosos son curados; los sordos oyen; los muertos resucitan; los pobres son evangelizados." (S. Luc., VII, 22.) 

Tal es el motivo de nuestra fe. Jesús ha obrado como señor de la naturaleza, y después de mostrarse Hijo de Dios en sus obras, exigió que le reconociéramos por tal en sus palabras. ¡Oh, cuán "creíble es su testimonio"! (Ps. XCII). ¿En quién creeremos, si no creemos en Él? ¡Y qué responsabilidad para los que se negaran a creer! Escuchémosle cuando habla a esos espíritus soberbios que a la vista de sus milagros no se han vuelto dóciles a sus enseñanzas: "Si no hubiese hecho yo—dice—en medio de ellos las obras que nunca hizo nadie, estarían sin pecado." (S. Juan, XV, 24.) Su incredulidad les perdió; pero esta incredulidad se hizo patente cuando, siendo testigos de los milagros obrados ante sus ojos, por ejemplo, la resurrección de Lázaro, renegaron al reconocer la divinidad del personaje que daba testimonio con tales obras. 

EL TESTIMONIO DE LA HISTORIA. — Pero Jesús resucitado va a subir al cielo dentro de unos días; los milagros que obraba van a cesar en la tierra; su Palabra, objeto de nuestra fe, ¿quedará, pues ya sin su testimonio? No hay que pensarlo. ¿No sabemos que los monumentos de la historia cuando son ciertos y comprobados, aportan tanta luz a nuestro espíritu sobre los hechos que han acontecido lejos de nuestro tiempo, como si esos hechos hubieran tenido lugar a nuestros ojos? ¿No es una de las leyes de nuestra inteligencia, uno de los fundamentos de nuestra certeza racional, asentir al testimonio de nuestros semejantes, cuando reconocemos con evidencia que no han sido ni engañadores ni engañados? Los prodigios realizados por Jesús, en confirmación de la doctrina que vino a imponer a nuestra creencia, llegarán hasta la última generación humana rodeados de una certeza superior a la que garantiza los hechos más incontestables de la historia, esos hechos sobre los cuales nadie se atrevería a dudar sin pasar por insensato. No habremos sido testigos de esas maravillas; pero ellas estarán de tal forma aseguradas, que la adhesión de nuestra fe seguirá con la misma certeza, con la misma docilidad, que si hubiésemos asistido a las escenas del Evangelio. 

LA PERPETUIDAD DEL MILAGRO. — No obstante, Jesús que nada estima tanto como la certeza de sus milagros, quiere hacer más aún en favor de nuestra fe de la que el milagro es la base. Va a perpetuar el milagro sobre la tierra por medio de sus discípulos, para que nuestra fe se fortalezca sin cesar en su divina fuente. En estos días que conmemoramos, rodeado de sus Apóstoles, les indica en estos términos su misión: "Id, les dice, por todo el mundo: predicad el Evangelio a toda creatura. El que creyere y se bautizare se salvará; el que no creyere se condenará." (S. Marc., XVI, 15.) ¿Pero esta fe, sobre qué se apoya? Ya lo hemos dicho; pero eso no es todo; escuchadlo enseguida: "Pues, he aquí, continúa Jesús, los prodigios que acompañarán a los que creyeren: En mi nombre arrojarán los demonios, hablarán nuevas lenguas; domarán ¡las serpientes; si bebieren algún veneno, no sentirán sus efectos; impondrán las manos a los enfermos y los enfermos sanarán." (San Marc., XVI, 17.) He aquí, pues, el poder de los milagros confiado a los discípulos de Jesús. Puestos para exigir la fe divina de los que les escucharen, están ya dotados de un poder sobre la naturaleza que les mostrará a los hombres como enviados del Todopoderoso. Su palabra no será ya desde ahora su palabra, sino la de Dios; serán los intermediarios entre el Verbo encarnado y los hombres; pero nuestra fe no se detendrá en ellos; se elevará hasta el que les envió y que les acredita ante nosotros por el medio del que se sirvió para acreditarse él mismo. 

Eso no es aún todo. Pesad las palabras del Salvador y observad que el don de milagros que les otorga no se detiene en ellos. Sin duda, la historia está para asegurarnos que Jesús fue fiel a su compromiso, y que los Apóstoles, al reclamar la fe de los pueblos por los dogmas que les proponían, justificaron su misión con toda suerte de prodigios; pero el divino resucitado prometió más. No dijo: "He aquí los prodigios que acompañarán a mis Apóstoles"; sino: "He aquí los prodigios que acompañarán a los que creyeren." Aseguraba a su Iglesia por estas palabras el don de los milagros hasta el fin; hacía de ese don uno de los principales caracteres, una de las bases de nuestra fe. Antes de su pasión, llegó hasta a decir: "El que creyere en mí, hará él mismo las obras que yo hago y mayores aún." (San Juan, XIV, 12.) 

En estos días, pone a su Iglesia en posesión de esta noble prerrogativa; y desde entonces no deberíamos sorprendernos de ver a sus santos obrar alguna vez maravillas más asombrosas que las que obró él mismo. Se compromete a ello y empeñó su palabra. ¡Tanto estima, se mantenga, se nutra y fructifique en su Iglesia, la fe que procede del milagro! Lejos, pues, de todo hijo de la Iglesia el temor, el embarazo, o la indiferencia que muestran algunos, cuando encuentran un hecho milagroso. Una sola cosa ha de preocuparnos: el valor de los testigos. Si son sinceros y esclarecidos, el verdadero católico se inclina con alegría y reconocimiento; da gracias a Jesús que se dignó de acordarse de su promesa, y que vela desde lo alto del cielo por la conservación de la fe.


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