martes, 16 de mayo de 2017

17 de Mayo: MIÉRCOLES DE LA QUINTA SEMANA DESPUÉS DE PASCUA. Del Año Litúrgico de Dom Guéranger.

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA. — La misericordia del Redentor ha dado origen al cuarto de los Sacramentos, cuyas maravillas vamos a contemplar hoy. Jesús conocía la debilidad del hombre: sabía que en la mayor parte, la gracia recibida en el Bautismo no se conservaría y que el pecado vendría con mucha frecuencia a tronchar esta planta que el rocío del cielo había alimentado, y que después de su crecimiento y de su floración, debía ser trasplantada a los jardines de la eternidad. ¿No habría ya esperanzas de que reviviese esta flor antes tan delicada, ahora marchita como la hierba del campo que ha caído bajo la guadaña? Solamente aquel que la produjo puede tornarla a la vida. ¡Oh prodigio de bondad!, así se ha dignado hacerlo. Más celoso de la salvación del pecador que de la propia gloria ha preparado—como dicen los Padres— una segunda tabla para el segundo naufragio. El Bautismo había sido la primera después del primer naufragio; pero el pecado mortal sumergió de nuevo al alma en el abismo. En adelante, vuelta a caer en poder de su enemigo, gime bajo las ligaduras que se siente incapaz de romper y estas ligaduras la encadenan para la eternidad. 


En los días de su vida mortal, Jesús, que había venido "no para juzgar al mundo sino para salvarle", anunció en su compasión por las almas que venía a rescatar, que estos lazos trenzados por la ingratitud del pecador, cederían ante un poder que Él se dignaría establecer un día. Hablando a sus Apóstoles les declaró "que todo lo que ellos hubieren desligado sobre la tierra sería al mismo tiempo desligado en el cielo". Después de estas palabras tan solemnes, Jesús ofreció su sacrificio sobre la cruz; su sangre de valor infinito corrió para la expiación sobreabundante de los pecados del mundo. Redentor como este no puede olvidar la promesa que hizo. Al contrario, nada le llega tan al corazón como su cumplimiento; porque Él conocía los peligros que corría nuestra salvación. La misma tarde de su Resurrección, se aparecía a sus Apóstoles y en las primeras palabras que les dirige se apresura a manifestar la promesa que hizo antes. Se siente en Él como una misericordiosa impaciencia por no dejar al hombre por más tiempo en estos lazos humillantes en que se vió atado. A penas ha derramado en sus almas el Espíritu Santo alentando sobre ellos, cuando inmediatamente añade: "Aquellos a quienes perdonéis los pecados, les son perdonados". Y observad aquí con toda la Iglesia, la energía de estas palabras: "les son perdonados". Jesús no dice: "les serán perdonados". No es ya la promesa, es el don mismo. Los Apóstoles no han hecho todavía uso del poder que Jesús les confiere, y ya todas las sentencias de absolución que ellos y sus sucesores en este noble ministerio den hasta el fin de los siglos, son confirmadas en el cielo. 

¡Glorifiquemos, pues, a Jesús Resucitado que se ha dignado abajar todas las barreras de su justicia, para dejar paso libre a su misericordia! Que toda criatura humana cante en su honor este bello cántico en que David entreviendo las maravillas que debían aparecer en la plenitud de los tiempos celebraba esta Remisión de los pecados, de la que los Apóstoles debían hacer uno de los artículos de su Símbolo: "Alma mía bendice al Señor; y todo lo que hay en mí bendiga su santo nombre; porque Él es quien perdona todos tus pecados; quien cura todas tus dolencias y quien te rescata de la muerte." 

"Como el águila recobrarás tu primera juventud; porque el Señor es misericordioso hasta el summum y su ira no es eterna contra nosotros. No quiso tratarnos conforme a nuestros pecados, y ahora nuestras iniquidades están lejos de nosotros como el oriente del ocaso." 

"Como un padre se compadece de sus hijos, así el Señor tiene piedad de aquellos que le temen; porque conoce la arcilla de que fuimos formados. Sabe que no somos más que polvo, que la vida del hombre tiene la duración de la hierba del campo. Sabe que el hálito que nos anima pasa en un momento y poco tiempo después, ya no se encuentra vestigio del hombre aquí abajo. Mas la misericordia del Señor está en relación con su eternidad; y hasta el fin se digna ofrecerla a aquellos que le temen. Bendice, pues, al Señor, oh alma mía!'". 

Pero nosotros, hijos de las promesas, conocemos aún mejor que David la extensión de las misericordias del Señor. Jesús no se contentó con decirnos que el pecador que recurre con humilde arrepentimiento a la divina Majestad en lo más alto de los cielos podrá obtener su perdón; ya que no siendo posible la respuesta de misericordia, con mucha frecuencia una ansiedad terrible vendría a dificultar nuestra esperanza, encargó a los hombres tratar con nosotros en su nombre. "Para que toda criatura sepa que el Hijo del hombre tiene el poder de perdonar los pecados sobre la tierra" dió poder a sus delegados de pronunciar sobre nosotros una sentencia de absolución que nuestros mismos oídos podrían oír y que llevaría hasta el fondo de nuestras almas arrepentidas la dulce confianza del perdón. 

¡Oh Sacramento inefable por la virtud del cual el cielo—que sin él hubiera quedado casi desierto—es poblado de innumerables elegidos, "que cantarán eternamente las misericordias del Señor"! ¡Oh poder irresistible de las palabras de la absolución que toman su fuerza infinita de la sangre de la Redención, y arrastran en pos de ella todas las iniquidades que van a perderse en el abismo de las divinas misericordias! La eternidad de dolores hubiera arrojado sobre estas iniquidades todas sus olas de fuego, sin otorgarnos la expiación; y bastó la palabra sacerdotal: Yo te ábsolvo, para disiparlas para siempre. 

Tal es el Sacramento de la Penitencia, en el que el hombre, en retorno de la humilde confesión de sus pecados y del pesar sincero de haberlos cometido, encuentra el perdón, y no una sola vez en su vida, sino siempre; no para cierto género de pecados, sino para todos. Satanás, envidioso contra el género humano rescatado por un Dios, ha querido arrebatar este don al hombre, quitándole la fe en este inefable beneficio de Jesús resucitado. ¿Cuánto no ha dicho la herejía contra este Sacramento? Primeramente pretendió que oscureciera la gloria del Bautismo, mientras que al contrario, él la honra al renovarla sobre las ruinas del pecado. Más tarde exigió como absolutamente necesario para el Sacramento disposiciones de tal modo perfectas, que la absolución encontrase al alma reconciliada con Dios: emboscada peligrosa en que el jansenismo hizo caer a gran número de cristianos, perdiendo a los unos por el orgullo y a los otros por la desconfianza. Finalmente, ha producido este dicho hugonote, con mucha frecuencia repetido en nuestra sociedad incrédula: "Yo confieso mis pecados a Dios"; como si Dios ofendido no fuese dueño de fijar las condiciones a las que quiere someter la ofensa. 

Los Sacramentos no pueden ser aceptados sino por la fe; y debe ser así porque son divinos; pero este de la Penitencia es tanto más apreciado para el creyente porque humilla más profundamente su orgullo, al obligarle a pedir al hombre lo que Dios hubiera podido darle directamente. "Id y presentaos a los sacerdotes'", dice Jesús a los leprosos curados; debemos encontrar muy lógico que proceda de la misma manera al tratarse de la lepra de las almas.


Año Litúrgico de Dom Guéranger

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